Wiñaypacha, Botero y el fuego

Frente a la pantalla, sentado en un sillón, Alan Santos acaba de ver el filme peruano Wiñaypacha y nos deja todas las impresiones que lo impactan en esta poderosa reseña.
Editado por : Adrián Nieve

Dicen que somos pueblos hermanos, creo que se equivocan: somos más que eso, somos gemelos o, cuando menos, mellizos. La película peruana Wiñaypacha lo confirma. El silencio en forma de viento o de crepitar puede ser desgarrador. Botero muerde un hueso, no sé si acompaña la trama. Lo veo sobre la alfombra, lo imagino sobre una de hierba silvestre. No duraría un día en el campo con esa mirada de angustia y esas orejas de milanesa napolitana. 

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Imagen: Netflix

Cómo no pensar en mis bisabuelos; atrapados, sus cuerpos, en el cementerio de un pueblo del que hasta Dios ha olvidado el nombre ¿Es esta película una tragicomedia de situación de sus vidas? ¿Fue más precaria la suya que la mía, ahora, frente a una pantalla que me permite ver un catálogo de historias, casi, infinito en Netflix?

Botero aún muerde el hueso. Para, de rato en rato, cuando Wawa —el perro pastor de Willca y Phaxi— ladra. Le responde los ladridos por instinto. Con ese tono no sería capaz de ahuyentar a un zorro, ni siquiera a un ocioso lagarto. 

La historia, sin romanticismo, muestra la vida de dos ancianos en la sierra peruana. La banda sonora es el elemento que en la ciudad llamaríamos silencio. Los diálogos construyen el contexto, como capa sobre capa de tierra, cascajo y yerba. Cuánto pesa la vida, cuánto vale. ¿Pesa un atado sobre el lomo de la última llama en el vacío? ¿Vale, acaso, una caja de fósforos?

No hay nada nuevo, sin duda, en la humanidad que desgarra. En la pérdida del ganado, en la enfermedad de un ser querido, en la cotidianidad, en la forma de sobrevivir, en el fuego que crea y destruye. Me imagino a Vargas Llosa, allí, frente Arguedas. Ambos, como apus que observan y narran en forma de truenos, en forma de nieve, en forma de agua que corre a un lugar donde vamos todos. 

Wiñaypacha nos transporta a un lugar nuevo. A Botero le falta campo. Cómo es posible que escuche el canto de un ave por el parlante y no sepa identificar de qué especie, tamaño y color es. Yo tampoco lo sé, lo admito.

Es dueño del destino el dueño o lo es alguien más. Cada señal es un presagio que podría atribuirse a la suerte o a la casuística. Cada sueño es una vida posible en otra dimensión. Qué sintió Phaxi al encontrar a Willka tirado en medio de la cordillera. Qué sintió Willka al ser encontrado. Repito, no hay nada nuevo en la humanidad. Qué sentí yo. 

La narración es cruda. La línea ficción–realidad es tenue, como la niebla que cubre cada vida que transcurre en aquella tierra eterna. Willka parte primero a otro mundo, Phaxi se lo reprocha. Después de todas las tragedias posibles, ella se queda sola, al pie de una montaña. Espera a un hijo que no va a llegar. Botero toma su hueso y se va. Yo me quedo solo, tirado en un sofá. Delante mío, el fuego —en forma de pantalla— que cuenta historias. 

Una hora y veintiséis minutos de drama, el resto de una vida con una cicatriz que quema. 

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