El laberinto de la disfuncionalidad
Vuelvo a casa luego de pasar unos días en Querétaro con la familia. Cansados, solo queremos llegar, pero falta como hora y media. En la autopista de tres carriles llena de tráileres, veo cómo un coche anda en pleito con otro: intenta cruzarlo, compiten, juega a frenar, se bocinean, se insultan usando los códigos de la agresividad en estas circunstancias. Hasta aquí, todo normal. Voy a una velocidad moderada y responsable, los coches de mi carril empiezan a detenerse, no bruscamente pero sí con decisión. Hago lo propio, pongo mis luces de alerta, veo por el retrovisor y alcanzo a percibir que el auto que iba peleando se dirige hacia mí a mayor velocidad de la debida, no le dará para frenar, y siento el impacto. “¡Sabía!”, grito para sorpresa de mi esposa y mi hija que vienen a mi lado. Me bajo —primer error, recomiendan jamás salir luego de accidente y menos en carretera— en lo que mi esposa llama al seguro. Hace lo propio el agresivo conductor, vestido de jean y playera blanca con una estampa de Superman, mirada desencajada, cabello corto descuidado y pinta de matón de barrio. Le pregunto si tiene seguro, me dice que sí, que se orillará para llamarlo, se sube a su vehículo y empieza a acelerar obligándome a retirarme de su paso. Alcanzo a tomarle una foto a las placas antes de que se pierda entre el torrente de camiones. “Se dio a la fuga”, repito en mi mente la sentencia judicial.
Entretanto, mi esposa logra contactarse con el seguro. Mientras yo saco mi trapo rojo y lo agito dando la alerta a los demás automóviles para que me eviten —con el riesgo que eso implica, entre enormes camiones y buses en una autopista de alta velocidad—, ella continúa con el reporte y los trámites respectivos. El poco experimentado funcionario del seguro toma nota de los hechos, se corta la llamada, vuelven a retomar el contacto, le pregunta a un operador si es indispensable quedarnos ahí corriendo riesgo de estar en medio de la carretera, no sabe responder —normalmente instruyen no moverse del lugar hasta que llegue el perito, lo que puede tardar un buen rato—. Finalmente, luego de quince minutos con las luces de alerta encendidas y desviando el tráfico, nos informan que, dado que se fue el agresor, podemos proseguir y completar el informe llegando al hogar. Salvamos el primer episodio. Balance preliminar: la cajuela hundida, y el que me chocó, fugado. Por suerte ningún daño a nosotros ni a mi mascota que iba en la maletera.
Ya desde mi sala cómodamente sentados, continuamos con el trámite. El operador del seguro nos explica con detenimiento, casi con paciencia, evocando artículos de mi póliza, que, dicho bien y pronto, no se harán cargo de nada: “Nosotros no tenemos la culpa, no hay quién pague, dado que el agresor huyó”. Le explico que yo no podía ni debía detenerlo, que mi función no es ser policía, ni jugar a la persecución para que el sujeto asuma su responsabilidad. Le argumento que si contrato un seguro es precisamente para que cuando suceda un accidente, tenga un apoyo, un respaldo que me ayude en el peor momento. Amablemente me dice que lo siente mucho, pero que mi póliza no contempla que se fugue el responsable, y que por tanto ellos se quedan sin tener a quién pasarle la factura. Me da dos salidas que no lo son: si quiero, puedo pagar un coaseguro elevado (como 900 $us) y todo lo demás lo cubrirán ellos; la otra opción es que vaya al Ministerio Público, haga la denuncia, y cuando haya un citatorio para iniciar un juicio, ellos me proporcionarán un abogado que me acompañe. Cuando la resolución final sea a mi favor —en caso de que así suceda—, se podría reclamar los gastos. En suma, en un par de años, si todo procede y los astros me bendicen, recuperaré lo que pague.
Al ver que mi seguro, como muchos otros, no sirve para nada, emprendo mi propia agenda para resolver el asunto. Voy donde un mecánico que evalúa el daño y me dice que me cobrará un poco menos que el coaseguro para repararlo. No me queda otra, le dejo el vehículo para que lo compongan.
Queda el otro frente: la denuncia ante la Justicia. El incompetente operador del seguro no sabe decirme ni dónde ni cómo proceder. Me da la dirección de la fiscalía general que está demasiado lejos. Voy por mi cuenta. Primero, acudo a la oficina más cercana, a un par de cuadras de mi casa. Le pregunto al policía de la puerta y me dice que no es ahí, que debo dirigirme al Ministerio Público de la zona, gentilmente me pasa la dirección y los horarios. Voy en la noche —pues me anunció que atienden 24 horas— creyendo que encontraré menos gente. Atravieso un pasillo entre personas que tienen algo que resolver en los juzgados —es viernes, son las 9 de la noche— y un funcionario me informa que lamentablemente no puedo realizar la demanda: “este tipo de temas los tiene que hacer en el municipio donde sucedió el hecho”. Le explico que, una vez que identifique con precisión dónde fue el impacto —en plena carretera, no sé exactamente las coordenadas, aunque las podría deducir—, el municipio en cuestión se encuentra a dos horas de la ciudad. Tendría que ir hasta allá solamente para hacer la denuncia, con el riesgo de que no encuentre la ventanilla abierta, que me falte algún papel, o que tenga que volver al día siguiente por alguna razón impredecible. Muy educado, me dice que lo siente mucho, pero “por procedimiento, no puedo levantar un acta en otro lugar, y menos en red”. Le pregunto: “¿valdrá la pena hacer todo el esfuerzo? ¿Será que encuentran al agresor?”, “tal vez”, responde desconfiado. Última interrogante: “¿Cuánto tiempo tengo para hacer la denuncia?”, “un año” concluye.
Vuelvo a casa digiriendo lo sucedido. El seguro me dejó solo —además de darme mal las indicaciones y poniéndome en riesgo en plena autopista—, y para que sea eficaz yo debo jugar a ser policía y no permitir que el agresor escape. Esa irresponsable actitud podría costarme caro, jamás intentaré detener un coche que tiene la decisión de pasar encima mío si es necesario. En el mejor de los casos, la aseguradora podría responderme siempre y cuando la justicia haga su trabajo: encuentre y condene al que me agredió. Los tres —el que me chocó, los del seguro y yo— sabemos que eso no pasará. Me pregunta mi hija: “¿Para qué pagamos un seguro tan caro si no nos colabora cuando más lo necesitamos?” No sé bien qué responder. La autoridad dificulta el procedimiento haciéndolo inoperante y beneficiando indirectamente al agresor. No entiendo por qué en el país que tiene una de las empresas de comunicación más rentables del planeta, no hay una base de datos o algún mecanismo para levantar una denuncia en cualquier lugar o incluso desde una computadora personal.
Entre tanto, “Don Vergas” —esa figura acuñada en México cuya descripción es tan grosera como certera— debe estar feliz sabiendo que su acción jamás será castigada. Quedará protegido entre las trabas de la justicia y la inoperancia de la póliza del seguro. Entiendo mejor por qué aquí se inventaron sentencias como: “el que no tranza no avanza”, o “el gandalla no batalla”. Como siempre, el ciudadano agredido abandonado, engañado por el mercado de los seguros que son eficientes solo para cobrar, no así para responder; por el Estado disfuncional que pone vallas a la víctima; y por el agresor que, protegido por la ineficacia de la autoridad y la trampa del seguro, actúa libremente sin riesgo ni consecuencias. Estado, mercado y matón, contra ciudadano agredido. En fin, nada nuevo.