El humo y la sal

Hoy es el último día de la FIL La Paz 2024 y por eso compartimos con ustedes el cuento “El humo y la sal” del libro El humo y la sal, escrito por Lourdes Reynaga. Es de noche en Uyuni y el olor a sal y cigarrillo se entremezclan en una charla sobre pendientes y mala recepción de celular.
Editado por : Adrián Nieve

—¿Me prestás tu largavistas? 
—No lo tengo, hermano, buscalo al Joel, él estaba manejando.
—Ah, ya, gracias

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Imagen: Editorial 3600

Encendió un cigarrillo mientras la lucecita de la linterna de Luifer se iba alejando por el senderito de tierra. Arriba, en el cielo, las estrellas brillaban enormes y nítidas, como en la imagen de una película ambientada en el espacio o en las peores pesadillas de un agorafóbico. Aunque Marco tenía que admitir que a él también lo habían perturbado, durante las primeras noches en el albergue, la imagen de las estrellas y de una luna llena naciendo gigantesca, naranja, amarilla y cegadora por el horizonte. Para esas alturas del viaje ya había conseguido agotar la pasión por identificar las constelaciones con ayuda del manual de observación astronómica que Matilde le prestara antes de salir de casa; y el casi terror de la primera noche había cedido el paso a una leve turbación que ya no le preocupaba. Lo mismo había sucedido con la completa oscuridad en los senderos y el entorno, con la penumbra y el silencio que se adueñaban de todo a partir de determinada hora de la noche. A lo único a lo que no podía acostumbrarse era al aroma de la sal. Más que a la proximidad del desierto seco y blanquecino, más que el miedo de saberse alejados de un núcleo humano próximo y casi sin posibilidad de salir, lo que Marco no podía alejar de su cabeza era la jodida sal. Su aroma lo desesperaba, por más que sus compañeros de viaje le repitieran que no percibían nada diferente ni particular, por más que los propietarios del albergue y de la agencia de turismo le repitieran que era muy sutil y que acabaría por acostumbrarse, él no lo conseguía. El aroma y el sabor de la sal no solo no lo abandonaban, sino que llegaban a desesperarlo.

Habían emprendido el viaje unos días atrás, con el objetivo de filmar un comercial de cerveza en una de las locaciones más impresionantes del país (y del mundo), el Salar de Uyuni. Y al principio todo había marchado a las mil maravillas, el viaje fue entretenido, el equipo de producción coordinó todo perfectamente, la empresa los dotó de todos los implementos necesarios y la paga era excelente. Más incluso de lo que podría imaginar un exfutbolista que trataba de sobrevivir con una tienda de artículos deportivos y el trabajo de profesora de una esposa que parecía despreciarlo cada día un poco más.

Tan bien planificado había estado el proceso, que incluso cuando se extraviaron por algunas horas en medio del salar, tanto el equipo como el chofer de la camioneta que los transportaba, supieron organizarse de tal manera que aprovecharon para merendar, tomarse fotos (usando la perspectiva y un par de dinosaurios de goma que el chofer llevaba en la guantera), encontrar burbujeantes ojos de agua (que naturalmente incorporaron en la filmación) y conversar durante un momento, mientras les llegaba la movilidad de apoyo y retornaban sin mayores novedades.

Todo había ido muy bien hasta pocas horas antes de emprender el retorno. Golpe de estado, tres palabras que iban a alterar el destino del país definitivamente y que para el grupo de viajantes representaría algo incluso más terrible. Estaban lejos de casa, prácticamente incomunicados ya que la señal de ninguna empresa telefónica era estable y solamente accedían a una de ellas, con suerte, algunas horas al día, y estaban empezando a temer que el alimento escaseara en cualquier momento.

Si bien la productora les había asegurado que todo estaría bien y había cumplido al negociar el tema de alimentación y hospedaje con los propietarios del albergue, no bastaba para tranquilizar del todo a Marco. No podía quitarse de la cabeza el temor por lo que podría estar viviendo su esposa en una situación tan complicada, sola, con una tienda a su cargo y sin saber bien cómo acceder a todas las cuentas bancarias.

—Le dejé tu largavistas al Luifer —la voz emergió de en medio de la oscuridad. Pese al brillo de las estrellas y a una luna menguante en medio del cielo, era muy difícil distinguir la silueta de Joel parada detrás de él.
—Está bien, Choco. ¿No te animas a fumarte un puchito conmigo?
—Ya, hermano, entraré a avisarle a la Paula que estoy aquí y salgo.
—Meta.

Dios, en qué momento habían empezado a detestarse tanto. ¿Habían sido los años? ¿La costumbre? ¿Los malos hábitos de ambos? Qué es lo que había sucedido para que el amor —que en una época los enloqueciera, hasta hacerles olvidar toda diferencia y conflicto— hubiera ido muriendo de forma tan brutal. Al punto de hacerlos detestarse ya sin preocuparse por disimularlo, pero sin el valor necesario para aceptarlo. ¿Cuánto más podrían vivir esa farsa? ¿Cuánto tiempo pasaría para que él se decidiera a marcharse con alguna de las amantes que había conseguido a lo largo de los años?

—Ya está, viejo, dice la Pau que está jodido… Pero que capaz nos puedan sacar mañana o pasado mañana.
—¿Qué? —Marco ofreció la cajetilla abierta.
—Sí, parece que los milicos han negociado… Igual va a estar feo, pero al menos ya vamos a estar en nuestras casas —Joel extrajo un cigarrillo y accionó un encendedor que llevaba en el bolsillo.
—¿Será que nos pagan?

La carcajada no se dejó esperar.

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Imagen: Editorial 3600

—Claro, pues. Según la Pau, la empresa está cubriendo todos estos gastos y llegando a la city nos giran los cheques.
—¿En serio? Hermano, a mi mujer le va a encantar la noticia.
—Sí, fija, bro, llamale más bien.
—¿Acaso hay señal?
—Sí, sí. Intentá, debe estar preocupada.

Marco desactivó el modo avión de su celular. Se había acostumbrado a mantenerlo así para ahorrar batería y poder usar la linterna para caminar por la noche. Las líneas que marcaban la señal se fueron dibujando en una esquina, de a poquito, con paciencia, como si no estuvieran del todo convencidas. Mientras, el corazón le latía como si fuera un adolescente, como si aquella fuera la primera vez que iba a comunicarse con su esposa, como si fueran de nuevo los casi desconocidos hablándose en la fiesta en la que se conocieron. La pantalla parpadeó con una notificación y, ante sus ojos, se anunció el mensaje de su esposa. ¿Acaso era posible? ¿Acaso la ausencia y la distancia habían jugado en favor de su matrimonio? ¿Acaso ella había descubierto en esos días de crisis que lo necesitaba, que lo quería, que lo soportaba a su lado? Abrió el mensaje y lo leyó a prisa, mientras Joel comenzaba una perorata que casi no escuchó, acerca de lo que haría regresando a la ciudad.

—… y eso, pues. Ojalá me sigan esperando esos laburos. La plata va a escasear y no hay que hacerse de rogar. Sí, hay que decirle a todo…

La pantalla del celular se apagó, mientras algo en el interior de Marco se hacía trizas lentamente.

—Y cómo es, ¿no ibas a llamar?
—No, hermano, falsa alarma, no tengo señal.
—Puta, bro, qué macana… Igual, por lo menos ya mañana capaz que salgamos… Creo que incluso voy a extrañar un poco esto. El silencio, la soledad, hasta la oscuridad son bien…
—Sí, puede que sí…
—Lo único que no extrañaría es que estamos bien aislados, por si pasa cualquier cosa, ya sabes, si nos accidentamos o algo así… ¿Hay algo a lo que vos no te podrías acostumbrar?

Marco pensó un segundo antes de responder.

—El sabor de la sal, hermano, ese que está en todo lado. Si hay algo a lo que no me acostumbraría nunca, es al sabor de la sal.

Y encendió otro cigarro, mientras la salada humedad que comenzaba a brotar de sus ojos y resbalaba por sus mejillas, aprovechaba para colarse por la comisura de sus labios.

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