Las calles nuevamente
En alguna canción se dice aquello de “yo pisaré nuevamente las calles ensangrentadas”, y ciertamente eso puede decirse de cualquier capital de un país sudamericano o europeo. Caminar por donde otros ya caminaron en el pasado es un simple acto de movimiento en la actualidad, pero al volver lentas las pisadas para entender el desorden de las losetas, el crecimiento de un árbol echando raíces por sobre la calzada, o mientras se esquivan los vendedores ambulantes y los que trae cada estación, no queda sino mirar alrededor, intentar conversar con alguien y traer a cuento aquello que ya pasó. Y que, sin embargo, se nos olvida de tanto trajinar por los mismos sitios en automático.
Cierto escritor alguna vez contabilizó las estatuas existentes y otro, poeta esta vez, en algunos versos citó los cines para adultos que se van perdiendo y convirtiendo en iglesias evangélicas. Y se puede hacer lo mismo, enumerando las casas sin revoque, los conventillos en los que suceden muchas de nuestras grandes y fundamentales novelas. Se puede también mirar cómo no han cambiado ciertas calles de San Pedro, Cotahuma y Villa Copacabana. Se puede fotografiar todo una vez más, en blanco y negro y contrastando con las fotografías del pasado seguirá existiendo aquel portón de doble hoja, pintada cientos de veces de un tono ocre que resalta al sol de invierno.
Podemos ir hasta la ladera y encontrar un mirador. Quizás no sea el de nuestros sueños mágicos y literarios. Pero, de todas maneras, se respira un sonido, un color, un eco gélido que se arrastra desde la cordillera que aprendimos a nombrar en los textos escolares de la Editorial Don Bosco.
Incluso los caramelos, los helados del cementerio y las semillas de maíz en la plaza Murillo ya suenan a partes de una mitología que uno no necesita inventar. Como no es necesario inventar la fragancia de la cebada que se va cocinando y que expulsan esas chimeneas de la cervecería, un olor que inunda el barrio y en la terminal y los hoteles y hostales aledaños genera una rara sensación.
Los olores de las farmacias de antes, la sequedad en las manos del farmacéutico. Y el tronar de los petardos poco antes de cada primero de mayo. Y luego, como siempre, Oscar Cerruto en alguna oficina de la Cancillería pensando un cuento o armando una vez más, algún número de la revista Foro. Y a unas cuadras, en las oficinas de Presencia, todos los reporteros, todos los escritores, compartiendo café y cigarrillos, escribiendo notas apresuradas porque lo importante era la conversación con el amigo que llegaba de Tarija o de Sucre y esperaba en el pasillo sentado muy calmado sobre esos asientos de cuero que hoy dónde estarán.
Y cómo no ver una mañana tras otra a decenas de personas paradas frente a las paredes de cristal de El Diario, leyendo las noticias del presente. Luego, cada quien reanudaba su paso, entendiéndolo todo, pero sin comprar el periódico. Así, los meses van pasando y se hacen los gobiernos piedra sobre piedra y así piedra sobre piedra también van cayendo.
Porque de seguro en gavetas de metal Femco en el subsuelo del Ministerio de Culturas encontraremos las razones de por qué unos deben ser sacrificados y otros solamente torturados. Entonces, La Paz, se levanta entre nieve y gritos. El sol se pondrá con las lluvias y las noticias de última hora. Todo corazón se detiene por un segundo. Esta ciudad siempre guarda sorpresas a la hora de dormir.
Y así, como se cambia de vestir la adolescente enamorada, así la ciudad cambia de rostro. Se mudan sus vecinos y se convive entre migrantes de todas las ciudades y pueblos. Y retumba todo en el carnaval y nos envuelve el olor del anticucho en la verbena de julio. Mientras algunos ya danzan por mitad de la avenida porque el sucumbé ya hizo su efecto. Luego, las bocinas de siempre y los libros de segunda mano que convivían con las vendedoras de cachivaches y flores.
Y muy cerquita, a la vuelta de la esquina, otros cines, otra parada de minibús y otro carrito de hamburguesas y hot dogs hechos con cartón reciclado. Y el sur también existe, pero le falta mitología. Le falta angustia y sangre derramada. Tan cerca de las montañas, pero tan lejos de la verdad.
Dibujar La Paz desde el sur es otra forma de mirar el mundo. Todo está tan lejos, que hasta el idioma parece cambiar mientras la temperatura también es otra. En el sur se pierde el río que es canción. Y se inundan también las calles de tierra y los edificios se tornan inteligentes mientras los expendios de comida rápida se multiplican como si de hormigueros se tratara.
Como telaraña, La Paz, se extiende, crece, se multiplica, a través de los años y las épocas de la historia que se escriben en mayúsculas entre los muros de los barrios que alguna vez albergaron los sueños de la izquierda y la revolución cultural. Aunque es verdad que los centros contraculturales y los colectivos autogestionados se hacen presente a esta hora de la vida que tratamos de conservar y ordenan de otro modo las rutinas en la ciudad, pero sí, lo sabemos, hay algo que todavía no termina de nacer.
Desde el quinto piso del Monoblock la realidad es muy diferente a cómo se la puede ver desde el tercer piso de la UCB. Nunca como hasta hoy el lugar de enunciación tuvo tanta importancia. Nadie levita sobre el suelo en esta ciudad. Todo es tan denso, tan complicado, tan histórico, que se vuelve susceptible.
Y es que también es más fácil escribir la Gran Novela sobre La Paz, porque por más juegos de construcción en la estructura o variaciones sobre el tiempo o la recurrencia de la polifonía, la novela necesita cerrarse, terminar de decir aquello que desea decir. Arma un cosmos donde se puede vivir, pero un poema, o un libro de poemas, tiene algo de obra abierta, porque abierta es la ciudad: hay una fuga en ella, y por ello un verso de un poema puede dar pie a un poema en manos de otro escritor. Nada se acaba, simplemente se continúa en manos de otro. Los que vendrán tienen la suerte de pararse sobre muchos pisos de concreto desde los cuales se nombró el mundo imaginándolo moviéndose al interior de La Paz.
Pero ni siquiera tanto, porque ciertas noches aún hoy, mientras se deambula por la calle Jaén, al amparo del neón de la verde cruz, se oye el rítmico ondular de un disco de vinilo que cruje levemente bajo la aguja de metal, mientras boleros y alguna sinfonía se desprenden desde los marcos de algunas ventanas y caen pesadas al suelo de piedra lavada.
Y luego, si se aguza la mirada, no faltará alguna tienda de barrio donde aún sobre un pedestal de hierro de cuatro patas, descansará el teléfono de disco con su solemne candado y cubierto con el tapete para nada percudido que tejió alguna abuela que bien hubiera podido salir de las páginas de El obsceno pájaro de la noche.
Además, mientras más nos adentramos en calles que han perdido su nombre y mantienen doble numeración, daremos con aquella antigua pensión donde aún los domingos se sirve a los trasnochadores caldos espesos y calientes. Y es que, en una de sus paredes, queda colgado el cuadro de cartulina donde todavía se puede ver la fotografía de la selección de fútbol de 1994, conviviendo en sublime paz con el calendario de la Paceña de 1989. Mientras es seguro que en la puerta baja del aparador estén guardadas las revistas Conozca más y Mecánica popular, a parte de alguna guía telefónica.
Pero nada será más brillante que los ejemplares sueltos de Condorito que todavía nos remiten a mediados de los 90s mientras esperamos en la peluquería que da de frente a la plaza que inaugura la avenida Buenos Aires.
La Paz también se puede inventar. Y es que está su geografía animada guiado algunas veces por el recorrido de todos los cobradores de impuestos y los que levantan catastro cada temporada y los que, además, se paran en sus esquinas para narrarla o convertirla en canción.
La Paz no se acaba nunca, lo sabe bien quien camina por sus calles en pleno bloqueo de las tres de la tarde. Ni se acaba cuando termina El Gran Poder, y mucho menos tras la jornada de domingo del clásico paceño. Tampoco cuando nos asalta un 23 de marzo y todo se congestionada al calor de las bandas y los desfiles. La Paz se levanta muy temprano, con el grito de los voceadores y el olor de las llauchas y los niños que entran con desgana a la ducha. Pero también abre los ojos y exhala un aliento cargado de vigilia con el husmear de los perros hambrientos en la basura que se deja al lado de los contenedores.
Y ahora que venden piedra imán en bolsitas de plástico a las puertas de los colegios y han refaccionado la plaza Avaroa y Cervantes mira atento al confín de las laderas desde la plaza España, en la ceja pasa lo de siempre, y muy al sur, se vuelve a desbordar el río y se paraliza el tráfico. La noche se cierra y se desprenden de las nubes viejos recuerdos. Muy a lo lejos, la silueta se dibuja, tal vez el Illimani, aunque no se lo reconoce entre tanta oscuridad que envuelve el silencio para todos aquellos que están cansados de vivir.
Pero mañana amanecerá y será un día más sobre la tierra, y La Paz no se termina, se inventa, se quiebra, nace, muere y vuelve a emerger. Luego de los meses, de nuevo, es el escenario de batallas, luchas, revueltas y manifestaciones. La sed de historia corre por sus avenidas, y ningún nombre sea de hombre o mujer queda exento del llamado. Habla, ríe, conversa. La ciudad está viva. Como serpiente que cambia de piel, se entrega al placer con el mismo arrojo que al delirio. La sagrada línea de división es sólo una más de sus caras.
Y vendrán las nuevas generaciones, entonces, para transitar con pasos educados lo que otros hicieron a bandera abierta. Todas las ciudades son modelos para armar. Pero La Paz, La Paz tiene muchos centros, pero su circunferencia no se halla en ningún lugar.
La Paz es una máquina de narrar, y musicaliza todo en su andar. Como un piano de teclas limitadas con ellas construye lo infinito. Así La Paz, necesita el desborde, la fuga, la explosión. No está quieta. Está viva, más viva que cualquier otra, porque es voraz, bulímica y estridente. Es agobiante y exasperante. Pero también risueña y contemplativa. Sin dejar de ser nunca misteriosa y repetitiva.
Todos los verbos, todos los adjetivos.
La Paz.