El parque al revés
Finalmente llegó el invierno y ahora necesitaba un canguro para la caminata matutina del domingo. En la pantalla del celular, sus pies enfundados en sus zapatillas preferidas. La foto salió perfecta. Ya habían pasado más de 40 días desde aquel primero de mayo, pero todavía mantenía la esperanza de un mensaje. Pensaba que quizá con esta última foto publicada se le arrugaría el corazón y le escribiría. Al fin.
Decide cambiar la mirada ese domingo, después de más de 10 años caminando en dirección contraria al movimiento de las agujas del reloj, inicia la marcha de acuerdo con ellas. Cambiar. Necesita cambiar, sacarse de encima la nostalgia, sacudirla como al polvo que, en esta ciudad, se posa en los muebles al atardecer.
Hace frío, el sol no logra calentar su espalda, pero continúa y se da cuenta de lo esencial: cambiar la mirada equivale a salvarse. En esta que estrena hoy se ven claramente las flores naranjas del matorral y al levantar la vista, justo encima, el letrero de su café preferido, el de las tardes del domingo con el equipo. La bajada se convierte en subida y en el esfuerzo que pone se le viene a la mente esa frase, la de su primera conversación después de muchos años, la que leyó en incontables anocheceres: “entre los dos hacemos uno”, le había dicho él, “eso siempre”, respondió ella.
Sacude los recuerdos con un suspiro y continua la caminata. El molle, verde hace unos meses, le muestra sus ramas teñidas de amarillo, sus hojas arman una alfombra en el sendero y a lo lejos puede ver la estatua, que siempre le mostró la espalda, saludándola de frente, con los ojos abiertos y una mueca en la boca a modo de sonrisa.
No puede evitarlo, las canciones que se suceden en su playlist, estallando con acordes en sus oídos, le hablan de él. La vida, los cafés, el merengue con crema, la luna, las lucecitas del atardecer, las montañas a lo lejos. Todo es él. Todo le habla de él. “No te voy a mentir”, le había dicho al oído entre la música y el alboroto de esa noche en la peña, sin embargo ella siente que sí lo hizo, que le mostró una posibilidad que no existía. Al final los actos definen más que las palabras.
El pasillo acordonado de piedras, donde están los abedules, es su preferido, sus hojas plateadas se baten contra el viento silbando; ese sonido cotidiano le causa un placer indescriptible. Verlos al revés le hace gracia y se pregunta si los árboles pueden tener una cara y una espalda; el tronco cortado por la mitad donde estira las piernas en la primera vuelta le queda ahora a la izquierda y las lavandas, las preferidas de su mamá, las toca al pasar con los dedos de la mano derecha. Todo cambia según la dirección que tomemos, las decisiones lo son todo.
Debería decidir olvidar.
Los ladrillos rojos que tapizan el último tramo del sendero se van desgastando con los años, impresa la huella de los transeúntes cotidianos. Él árbol gigante, mudo testigo de las íntimas conversaciones y lágrimas bajo su copa, le muestra sus años en sus arrugas, la espalda es más oscura que el frente, quizá porque el sol muere en ella cada tarde.
Cada vez que le dijo que lo quería, él solo guardó silencio y en ese caso la frase: “el que calla otorga” no le hace sentido; no entiende las razones lógicas de su frialdad. Su silencio retumba en cada amanecer, al despertar siente cómo cada sol que nace sin una palabra suya deja una marca de fuego en su corazón. En los 54 años que lleva de vida, nunca pudo lograr que su corazón se quedara en segundo plano; es, más bien, el que manda y decide.
Acaba la primera vuelta y con valentía decide que dará seis en total, dos más que las que hace cada domingo religiosamente, hace ya más de diez años. Quiere ver el parque al revés a detalle, quiere ver la espalda de cada piedra, cada árbol, cada casa, cada matorral florido. Quiere no pensar, pero piensa de todas formas. Su olor y sus manos son su recuerdo más preciado, deja su sonrisa para el segundo lugar.
Ha sido difícil, sin duda, pero la decisión está firme en sus intenciones: “No quiero verlo nunca más” había sentenciado días atrás, con el color miel de sus ojos inundado. “Debo ser cauta, debo cuidar mi corazón”. Cauta era lo último que era, nada podía frenar el vendaval que era en su día a día. El llanto y la carcajada, a modo de estrategia bipolar, eran su característica. El don del habla estaba en su ADN, en su esencia, heredado de su abuela, lo transportaba como un derecho en la punta de la lengua. La fuerza en su interior era como un oso enorme, herido y furioso. Simplemente no lo podía evitar.
Él solo la miraba, pocos fueron los reclamos que salieron de su boca. Indescifrable dejaba sembrada la duda de la admiración versus la reprobación en cada conversación y encuentro que tuvieron. Contrarios que se complementan a la perfección.
Se detiene ante el pequeño rosal de la segunda esquina, admira con ternura los botones blancos que no había tenido la posibilidad de ver antes. Él nunca le mandó flores, tampoco chocolates, pero recuerda con emoción la cajita plateada en forma de corazón con la que apareció un día, su nombre grabado con letra carta. Se mantuvo firme sobre la madera clara del velador hasta la primera crisis, luego fue guardada amorosamente en el primer cajón.
Recuerda haberle contado de su sueño de conocer Antigua y su entusiasmo la conmovió. Antigua juntos pudiera ser un buen motivo para morir en paz, pensó aquel día. Años más tarde, le preguntó mientras bailaban: “¿pudiste ir?” No, le contestó cortante. Desde el día en que visualizó Antigua con él, perdió todo el sentido ir sola, o con alguien más.
Divisa al fondo, entre los árboles, el edificio nuevo con balcones de vidrio; la forma sinuosa y serpenteada con la que fue construido le produce placer. Siempre creyó que algunas construcciones tienen vida, la que se permea al exterior de manera contundente y te hace imaginar el interior en todas sus dimensiones. La vista que le da del mismo, el parque al revés, le da otra posibilidad.
Recuerda su mano tomando la suya, como si el día tuviera más de 24 horas, sin prisas ni miedo, el calor íntimo y cotidiano que emana de esa acción tan sencilla le produce una suerte de mareos. “Cuando estoy contigo siento que voy por encima del suelo, como a unos 10 centímetros, floto” le dice. Él responde con una sonrisa y sus dientes blancos y perfectos le dicen que sí, que a él le pasa lo mismo, sin embargo, hoy, la cama es enorme y su ausencia está en todos los rincones.
“No estoy diciendo adiós, solo tengo cosas que atender” había sentenciado él, esa tarde. Ella sintió el golpe, primero en la nuca, luego en las piernas, finalmente en el pecho. Abrió la mano rápidamente, para que no caiga al suelo su corazón herido, evitó las lágrimas que luchaban por salir en un reclamo de amor. Respiró profundo y continuó con su vida, eligió el parque al revés, eligió seguir, eligió darse otras oportunidades.
El parque al revés no la ayuda a olvidar, se lo confirma: lo ama, sin remedio y para siempre. Hay cosas que nunca cambian.
Llueve, no es momento en esta ciudad, nunca llueve en invierno. Quiere pensar en lo simbólico de esas gotas de agua cayendo en su cara cuando mira dudosa hacia el cielo gris. Antigua está en Guatemala, en Centro América, pero que lejos se siente en este momento para ella, en otra galaxia, en otro sistema, en otra vida.