Lunes otra vez

En honor a que la FIL La Paz 2024 estará hasta el 11 de agosto, compartimos uno de los cuentos de “Matasueños”, el más reciente libro de Adrián Nieve, publicado por Editorial 3600. Todas las mañanas el demonio Astaroth despierta feliz y se va, disfrazado, a su trabajo en Derechos Reales donde la pasa genial torturando a los mortales. Pero hoy, en la fila, divisa a la Matasueños, una temida hechicera que puede arruinarle el lunes, su día favorito.
Editado por : Juan Pablo Gutiérrez

El sol radiante lo encontró despierto y sonriente. Como de costumbre, le había ganado a la alarma del celular y, con un enérgico salto, Astaroth salió de la cama y estiró la totalidad de sus alas oscuras, sintiendo el poder en sus manos y piernas de dragón. Relajado y listo para empezar el día, forzó un bostezo para terminar de despertar y se apresuró a la cocina para servirse su dosis diaria de avena con leche, absolutamente contento de que fuera lunes otra vez.

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Imagen: 88 Grados

Acompañó su desayuno con una ronda de noticieros, viendo complacido que la humanidad seguía igual desde hace centurias, especialmente en un país tan pequeñito como Bolivia, su dulce hogar desde hace noventa y dos años. Políticos corruptos fingiendo virtudes, gobernantes escarbando por una excusa para eternizarse en el poder, sectores poblacionales que no veían más escape a la inestabilidad que recurrir al crimen o a la desesperanza, militancias negacionistas que empapelaban la ciudad de propaganda para convencerse ellos mismos de que no estaban encaminados al desastre y, claro, las cursis y sonrientes notas especiales y entrevistas ligeras para dar el mensaje de que a lo mejor no todo estaba tan mal, que existía esperanza y nada más hay que seguir haciendo lo mismo de siempre, confiando en que todo estará bien.

Se admiró una vez más en el espejo, orgulloso de sus músculos divinos, su rostro angelical, recuerdos de su vida antes de caer al infierno donde había obtenido las alas y garras dracónidas a las que había agarrado cariño con el paso del tiempo. Por un segundo la pena de su vida previa a ser demonio quiso asomarse, pero acalló esa crisis flexionando su poderoso cuerpo. Con la vanidad bien atendida, Astaroth se enfiló al ropero en busca de su querido traje de carne de temporada y se enfundó primorosamente en él. Cuando terminó, frente al espejo ya no estaba el milenario demonio sino Gregorio Tapia, empleado público de cuarenta y tres años, funcionario veterano en Derechos Reales, la oficina gubernamental donde ciudadanos y ciudadanas podían recabar reportes alodiales, de propiedad, gravámenes y folio real mediante un sistema de ventanilla única.

Vivía en el Prado paceño y su rutina empezaba yendo a pie al trabajo. Le quedaba lejos, pero era idóneo para que su cuerpo perfecto fuera acomodándose mejor a las imperfecciones de Gregorio. La gente veía a un Ned Flanders gordito sudado en su impecable camisa y pantalón, navegando entre las marchas, los bloqueos y las huelgas de distintos grupos humanos que exigían al Gobierno reconocer los problemas que los aquejaban en lugar de seguir ayudando exclusivamente a los grupos humanos que los mantenían en el poder. 

Astaroth adoraba La Paz. Ser la sede de Gobierno la hacía una fuente inagotable de conflictos y, a la vez, la convertía en una enorme oficina burocrática y calvinista donde todos intentaban sobrevivir serruchándole el piso al prójimo, completamente seguros de que no había forma de medrar sin dogmatismo y corrupción. Para un demonio —incluso para uno tan inusual como él— era nutritivo vivir en un lugar tan lleno de egoísmo, resentimientos, desesperanza y aislamiento. 

Llegó puntual, como todos los días, y en lugar de abrir su ventanilla, se fue al área de descanso, donde dejó las tucumanas, salteñas y horchatas que había comprado en el camino, imbuyéndolas como siempre de un poco de su esencia para hacerlas más suculentas a los sentidos y, de paso, contagiar a sus colegas de un poco de su malicia durante el resto del día. Él mismo se comió un par de salteñas mientras metía más cizaña en las numerosas telenovelas que había armado entre los hombres y mujeres que, día a día, atendían la oficina de Derechos Reales. 

Una hedionda visita al baño después, Gregorio Tapia abrió su ventanilla, listo para empezar a atender la larga fila de gente esperando para lidiar con sus problemas de propiedad mediante montañas de papeles, requisitos y todo tipo de trámites. Señores enojados, viejitas confundidas, oficinistas estresados, esbirros de ricachones, agentes inmobiliarios, todos y todas eran su pan de cada día, todos llegaban con una historia en la cara, tratando de manipularlo con sus expresiones, hilarantemente apelando a su piedad, grabando la amabilidad de Gregorio Tapia en sus rencores, solo para salir de Derechos Reales e inmediatamente confundirlo con cualquier empleado público anónimo, otro habitante más de la gran oficina que es la ciudad de La Paz. Amaba a los humanos: seres complejos y llenos de potencial, cuyos sistemas de gobierno los convertían en simplones con ideas y emociones que Astaroth podía leer y percibir con facilidad. 

Gregorio Tapia miró a su alrededor. En el caos de señoras indignadas grabando tiktoks con denuncias, tenía en su fila a sabios abogados evaluando los rostros tras las ventanillas para decidir cuánto de coima dar, primerizos asustados que esperaban poder librarse del trámite en una hora, incluso se encontró con un banquero, siete estafadores, dos ayucos del nuevo alcalde y tres ancianos solitarios que solo buscaban a alguien que los escuchara putear.  

Lejos en la fila, la vio. Una sonrisa demencial iluminó su rostro, pero la controló inmediatamente. Tenía que tomar decisiones. No le gustaba hacer avanzar rápido la fila, especialmente cuando algún miembro de la casta maldita de los banqueros caía en sus garras, pero no todos los días era posible tener a la Matasueños a tiro de flecha. 

Al fin se decidió, tomando su tiempo para planificar sus movimientos, consciente de que no podía ejercer mucho de su inmenso poder sin correr el riesgo de que Lucifer y Belcebú lo detectaran. Con un par de miradas, se metió en los pensamientos de los tramitadores, convenciendo al banquero de irse pues estaba por encima de todo esto, a sabiendas de que tarde tendría que volver con la cola entre las patas; sembró dudas y pereza entre los estafadores, quienes de repente sintieron ganas de irse; atendió y dio largas a los ayucos del nuevo alcalde y manipuló los músculos de los viejos para obligarlos a sentarse, riéndose quedamente al verlos dormirse y perder su turno.

—Buen día de Dios, señorita, ¿cómo puedo ayudarla en este bendecido día de hoy?
—Buenos días —estaba casi igual a cómo la recordaba de una década atrás, cuando él trabajaba en Impuestos con otro disfraz y ella, a sus tiernos dieciocho, estaba a la caza de un vampiro, el buen Nedstad, quien vivía en el sótano de esa oficina gubernamental. El día que la Matasueños, después de varias noches persiguiéndolo por la ciudad, lo atrapó en la oficina de Astaroth y lo arrastró cruelmente hacia la luz del sol, el demonio rio pues ninguno se había dado cuenta de que él estaba bajo sus narices, de que tenían al Gran Duque del Infierno, miembro de la primera jerarquía y la trinidad maligna, como espectador—. Tengo un problema con el registro de propiedad de mi departamento. Alguien más lo registró como suyo, pero solo porque creían que estaba muerta.
—Disculpe mi curiosidad, señorita, pero, ¿cómo es posible que eso haya pasado?

En el aire resonaban las quejas y los suspiros de los frustrados ciudadanos como un ruido blanco, y Astaroth sabía bien que eso, junto al aburrimiento de la espera supurando por los poros de los humanos, terminaba por crear un ambiente peligroso incluso para los más fuertes de mente. Discretamente rodeó a la Matasueños con una flatulencia de sopor e impaciencia, deseoso de que la hechicera pierda el control y apele a la violencia, momento en el que él mismo activaría un encantamiento con el que se perderían firmas o documentos de los folders de la bruja.  

—Tuve un accidente en otro país y supongo que alguien lo notó y decidió aprovechar —“y ahora tampoco nota que soy algo más que humano”, pensó, orgulloso de su disfraz de carne—. Entonces, ¿qué se puede hacer? 

Gregorio Tapia hablaba y la Matasueños escuchaba concentrada, otra víctima del miedo a las trampas implícitas de la burocracia. Astaroth se carcajeaba internamente, orgulloso de aquella invención humana: un sistema diseñado para evitar la corrupción y que más bien la fomentaba, espantando incluso a gente como la Matasueños, una desquiciada que enfrentaba pesadillas solo por ser la mascotita de dos dioses que velaban demasiadas existencias, más allá de los humanos, en infinitas galaxias. 

La pregunta ahora era: ¿qué iba a hacer con ella?

—Mierda, no entiendo. ¿No es más fácil que saque ese primer trámite acá? 
—No, señorita, porque no puedo hacer ese trámite para usted si primero no se ocupa de traer todo ese papeleo. 
—Pero es una pérdida de tiempo. 
—No, señorita, claro que no. Es una medida para evitar que estafadores como los que la están victimando puedan salirse con la suya. 
—Y, sin embargo, se salen con la suya. Algo debe estar mal con el sistema. 
—Para nada. Este sistema, nuestro sistema, es un delicioso invento humano en el que los jefes tienen jefes, las tareas son cada vez más especializadas y las reglas son absolutas. Es una obra de arte de orden, justicia e igualdad. Lo que está mal son los humanos. 

Las pupilas de la Matasueños se expandieron, su cuerpo se tensó, de golpe se dio cuenta de los peligros con que Astaroth la había rodeado, pero fue lo suficientemente inteligente como para no hacer nada, quedarse quieta y callada mientras juntaba fuerzas y recuperaba la calma. 

—¿Quién eres? 
—Soy el desdichado, Matasueños, el injustamente condenado. 
—No te ves muy triste que digamos. 
—Tienes razón. Creo que sería más justo decir que era el desdichado, el estafado, aquel que cayó de la Gracia solo por prestar oídos a Lucifer. 
—¿Eres el tesorero del infierno? —el recuerdo del cargo de su antigua vida amargó el momento a Astaroth, quien no pudo evitar fruncir el ceño— ¿Te molesta? Si eres Astaroth, entonces eso es lo que eres.
—Eso es lo que era, señorita Laurent. Tiempo pasado. Obviamente mis queridos colegas del Infierno deben estar ocultando que la trinidad maligna es ahora un dúo, pero le puedo asegurar que ya no estoy afiliado con esa empresa decadente.
—Si estás diciendo la verdad, ¿me dejarías ver dentro tuyo? 
—¿Es una propuesta sexual? 
—Sabes a lo que me refiero, hijo de proxeneta —levantó el índice de la mano izquierda y lo acercó a la frente de Gregorio Tapia.

Con un gesto, Astaroth dio permiso a la hechicera de que lo tocase. Esta no perdió el tiempo en hacerlo, pero sí en recuperarse de la experiencia de recibir de golpe milenios de información desde varios planos existenciales.  

Mientras la mujer recuperaba el habla, el demonio experimentó un alivio terapéutico. Su presente lo hacía feliz, pero su pasado era una carga de la que, recién notaba, deseaba deshacerse. El Gran Duque tenía mucho que ocultar y hacia tanto tiempo que le ardía no poder contar su historia a quien fuera, consciente de que encontrar con quien hablar era imposible en un universo de criaturas que lo venderían sin reparos, condenándolo de nuevo a asumir su rol como tesorero infernal y comandante de los ejércitos del mal. Y, sin embargo, ahí estaba esa criatura, esa hechicera metiche, una humana que no solo era una interesante apuesta de confesionario, sino su más próxima chance a sentirse completo.

—Bueno, dices la verdad, me cago en Dios. Ahora que ya vi tu cabrona historia, igual no termino de entenderte. Parecías miserable, pero poderoso y, al final de todo, a ustedes los diablos les gusta el poder por encima de todas las cosas. 
—Y a ustedes las mujeres les gusta reproducirse por encima de todas las cosas —dijo él, haciendo una voz chillona—. Feo, ¿no crees? Los demonios no somos todos iguales. Tenemos nuestras complejidades subjetivas, pero también somos víctimas del tipo de sociedad que hemos estructurado. No te voy a mentir, mi cuerpo se nutre del dolor, las frustraciones, el odio, pero la forma en que se tortura en el Infierno es totalmente unidimensional…
—Qué cosa irónica que eso lo diga el patrón y creador de la Inquisición. 
—Todos tenemos derecho a nuestras crisis, Matasueños. De hecho, toda esta vida que me he procurado en este país comenzó como una pequeña crisis. 
—¿Qué clase de crisis lleva al Duque del Infierno a ser un mero empleado público?

Por primera vez un brillo de rabia derritió los ojos de Gregorio Tapia. Astaroth vio el terror en los ojos de la hechicera cuando miró los suyos detrás de las cuencas vacías de su traje de carne. 

—Nunca jamás subestimes a los servidores públicos, niña insensata.

La vio morderse el labio hasta cultivar sangre, todo con tal de sostener la mirada. Aquello le dio esperanzas. Quizás hasta existía la posibilidad de que la Matasueños escondiera dentro suyo a quien buscaba. Necesitaba más tiempo con ella. 

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Imagen: Editorial 3600

—No sé si te lo revelaron tus amos, pero a ustedes, hombres y mujeres, y a este mundo de agua y tierra los creó uno al que Dios usurpó. Ninguno de nosotros sabe muy bien qué hizo o quién fue aquel al que derrocó, solo sabemos que lo hizo, se apoderó de lo que no era suyo y reinó sobre los humanos, pero con el tiempo se sintió solo. Así que un día empezó a crear a los ángeles y los alimentaba con las carnes de varios pueblos que se le oponían. Y por un tiempo eso fue suficiente. 

Astaroth empezó a emanar energías que no lograba frenar. Tantos años de silencio supuraban por su cuerpo, más allá del traje de carne, y un aroma a queso rancio se expandía por la oficina de Derechos Reales, despertando la angustia de todos aquellos humanos que, de repente, se daban cuenta de que nunca podrían salir.

—Pero Dios volvió a sentirse solo y comenzó a tener… necesidades especiales. Así que un día nos creó a mí y a mi hermano como los seres más bellos de ese reino robado; éramos una juntucha de lo que nunca pudo inventar por sí mismo: una suerte de mezcla de hombre y mujer, sabios en las leyes y códigos de su nuevo reino, con poderes pensados para doblegar a los humanos. ¡Ah, el viejo! Siempre buscando ningunearlos, como queriendo humillar eso que él no había creado con las mismas características que él no supo idear.

La vio mirar alrededor, analizar una forma de escapar, la sintió conjurar todo tipo de hechizos que no hacían nada, pero quedó algo preocupado de estarla presionando demasiado, haciéndole sentir que tal vez tenía que hacer algo extremo. Después de todo, ese era el historial de la Matasueños: recurrir a lo imposible para, aunque sea, empatar un partido ya perdido. 

—Nos mimaba, Matasueños, nos malcriaba, mejor dicho. Por el día íbamos de aquí para allá humillando a los otros ángeles y eliminando naciones de humanos por diversión… y por las noches él nos desnudaba y nos poseía y nos llamaba sus hijitos, sus hijitas, y con un gemido nos llenaba de él cuando le decíamos padre —una sola lágrima nostálgica que nadie vio se le escapó dentro del traje de carne—… lo hacía llorando, avergonzado, conocedor del tabú que él impuso a los humanos y que él rompía con nosotros noche tras noche. Era patético, Matasueños. Lastimoso y triste a ojos humanos, pero muy divertido para nosotros, seres superiores. 

Nadie se animaba a gritar en Derechos Reales, o dar señal alguna de que notaban la pestilencia derretir sus pieles. El dolor era inimaginable, pero el miedo a algo peor hacía sentir a todos los presentes un peso terrible que los mantenía quietos en sus lugares de las filas. En su inoperancia frente a la opresión, podían notar al tiempo descontrolarse, darse cuenta de que afuera la gente pasaba como a doble velocidad y nadie intentaba entrar para salvarlos, como si fueran una pared más y no un edificio gubernamental lleno de gente derritiéndose. 

—Y, obviamente, nos creímos demasiado, pero nadie como el imbécil de mi hermano. Él tuvo la idea, él quiso organizar la revolución, él trató que los humanos lo llamaran deidad. Yo solo estaba ahí, Matasueños. Un trágico, ingenuo y perfecto imbécil al que papi metería en la misma bolsa que la de Lucifer para desterrarnos de su dimensión santa y así declararnos la guerra.  

Astaroth notó que pronto la piel de la hechicera cedería y ya no podría fingir calma fumando cigarrillos con expresión despreocupada, presa de temblores que delataban sus vanos intentos de romper las amenazas con las que la había rodeado. “Mala señal”, pensó el Duque. 

—Es parecido a lo que le hizo al Nazareno. Dios quería un bando contrario, quería una guerra para descargar toda la rabia de no haber sido el creador de nada, de todas las cosas que tuvo que hacer para lograr que gran parte de la humanidad, ni siquiera toda, crea en él. Era su voluntad, ¿entiendes, Matasueños? Nosotros la cumplíamos a regañadientes —calló un rato, recordó—… y encima el viejo hizo todo para ser cruel conmigo. Me quitó mi mejor mitad, la femenina, me estancó en un ser masculino y escondió la otra parte de mí porque sabe que si yo estuviera completo… ni él ni nadie en esta condenada galaxia podría conmigo.
—Lloras y lloras, Astaroth. Pero eso no explica por qué mierda nos retienes aquí. ¿Quieres un terapeuta? Con gusto te presento a un par. No tienes por qué torturarnos en este maldito altar burocrático.  
—Tú sabes que, de rato en rato, sin querer queriendo los humanos logran invocar algo de verdad poderoso, ¿no es verdad, hechicera? Pocas han sido las ocasiones en que yo, Lucifer, Belcebú, incluso Mammón o Leviatán, fuimos invocados por humanos en contra de nuestra voluntad. Pero ustedes tienen ese algo misterioso que de rato en rato se activa y los habilita a hacer ese tipo de proezas. En fin, eso me pasó, así llegué aquí. Comenzaba la Guerra del Chaco, los demonios y los ángeles se daban un festín con los espíritus y los cuerpos de los soldados, cuando desde una trinchera un hombre que solo hablaba aymara hizo algo, hasta ahora no sé qué, pero aparecí a su lado. Enloquecido de temor me pidió que lo salvara y… yo estaba en consejo de guerra cuando me invocó, escuchando a mis hermanos y colegas lanzar los mismos planes que desde hace milenios manejaban, insistiendo que todos trabajaban para de una vez llegar a la batalla final, cuando sabemos que en el fondo no quieren dejar de consumir a los humanos y seguirán evitando una verdadera confrontación, al menos hasta que estalle el sol y tengan que buscar a otros seres, en otras galaxias, que sean tan apetitosos como lo son ustedes.   

Ya habían pasado cuatro días, algunos todavía tenían piel, pero la mayoría eran solo carne pudriéndose, todavía vivos, llenos de dolor, congelados por la parte reptiliana de sus cerebros que les decía que solo sobrevivirían fingiendo que no existen, conscientes de que había unos cuantos que ya eran solo órganos y huesos que esperaban en filas a que el funcionario deje de atender a la señorita de mohawk pelirrojo.

—Cierra los ojos, Laurent. Acuérdate de lo que te mostré. Ese momento en esa trinchera, cuando a mi alrededor había ángeles, demonios, pesadillas, monstruos, todos gozando con la miseria humana, alentando a que continúe esa guerra, peleando entre sí solo por estar embriagados de sangre y de tripas de estas criaturas tan peculiares que Dios ama tanto como odia. Y yo estaba ahí, aburrido de los demonios, cansado de ser el desdichado que quería volver a la Gracia Divina —quiso calmarse, dejar de emanar tanto poder, temeroso de que lo detectaran sus hermanos, de que lo arrebataran de su felicidad—… Obviamente fingí. Monté un espectáculo y les hice creer que el Caído había caído. Y arrogantes como son, lo creyeron. Se tragaron que yo, el más poderoso de la trinidad infernal había sido derrotado. Me quedé escondido en este país cambiando de piel cada tantos años, cambié mi vida como nunca nadie jamás. 
—Y henos aquí —concluyó por él la Matasueños.

La putridez desapareció. El miedo aminoró. El cerebro reptiliano retrocedía y daba paso a la consciencia del horror. Las filas se derrumbaron, la gente lloraba por sus cuerpos deformados, mientras unos pocos más valientes se chocaron con el muro invisible de la puerta pidiendo a gritos que alguien los despertase de aquella pesadilla. La misma Matasueños vomitó y, jadeando fatigada, trató en vano de mantener la compostura frente a él. 

—¿Qué pasará ahora, Astaroth? —dijo a duras penas la Matasueños.
—Nada, hechicera. Creo que de verdad necesitaba un poco de terapia y tú fuiste un muy buen oído. Pero tú y toda esta gente sabe mi secreto y, lamentablemente, los tengo que eliminar.
—Solo tienes que borrarnos los últimos días de la memoria, asqueroso infeliz. 
—No, claro que no. Desde que me fui han nacido nuevos demonios entre los míos, incluso nuevos ángeles. ¿Quién sabe qué hay ahora entre ellos? O la clase de cosas que pueden hacer. Tú deberías saberlo, hace poco ayudaste a crear a un demonio. No. No, no, no. Hay que cortar por lo sano y eliminar a los humanos. Adonde sea que vayan al morir, nadie podrá seguirlos. 
—Y yo aquí creyéndome tu fama de inspirador de artesanos, pintores y matemáticos. Cuando leí sobre ti me hice la idea de que eras una suerte de Prometeo en las mitologías cristianas. Pero no, eres otro demonio más que elimina por eliminar, sin ninguna clase de criterio o fineza. No me sorprende que el imbécil de Yahvé te haya torturado limitándote a ser un hombre: te falta imaginación, te falta profundidad, aspiras al primer impulso y te complaces con facilidad. Que puto asc…

Astaroth logró controlarse a tiempo, pero aún así el estallido de furia fue mayor a lo que hubiera deseado. La putridez volvió a derretir la piel de las personas, salvo unas cuantas que la hechicera logró salvar. El demonio leyó su mente y se dio cuenta de que lo estaba provocando para que el Infierno se hiciera presente en la Tierra y los arrastraran lejos de la humanidad. 

Complacido, la miró sonriente y deseó con toda su alma que ella fuera su otra mitad. Por años, desde que Dios le quitara su mitad femenina a modo de castigo por su rebelión, había albergado la esperanza de que un ser tan notable lo fuera por estar relacionada a él. Sin embargo, ahora que la había podido analizar por dentro y por fuera, finalmente confirmó que esas esperanzas habían sido en vano.

—No soy ella, ¿verdad? —dijo la Matasueños, haciendo honor al apodo que le habían puesto ángeles, demonios, monstruos y seres intergalácticos. 
—Pues… no —contestó él tratando de preguntarse cómo lo había adivinado. 
—¿Qué harás cuando la encuentres? 
—Forzaré la guerra entre los demonios y el viejo. Voy a librarme de ellos y continuaré viviendo mi vida de funcionario público en paz, en este bello país con el sistema burocrático más abiertamente punitivo de la humanidad.  

La Matasueños rio. Se contemplaron por un rato. La gente a su alrededor gritaba y se deshacía en un festival sangriento de huesos, tripas y piel quemada. 

—Cúralos, bórrales la mente, haz eso y yo misma te ayudaré a buscar a tu otra mitad. 

Astaroth lo consideró. No confiaba en la hechicera, pero a lo mejor este era el principio del fin. Quizás se trataba de ceder y arriesgar todo en una apuesta para estar completo una vez más, y no esperar a estarlo para cambiar el mundo.

Con un chasquido de sus dedos, la gente en Derechos Reales terminó de derretirse y en los restos de sus ropas aparecieron cigotos que se convirtieron en fetos que se desarrollaron en niños y niñas que crecieron a distintos ritmos, viviendo vidas falsas en sus mentes, hasta que pudieron llenar las ropas de los derretidos. Todos, salvo la Matasueños.

—No, querida hechicera. No será como tú digas. Pero ya que me interesa tenerte de posible aliada, hice una concesión. Yo sé que a tus amos no les gusta cuando un ser muere tan violentamente, pero lo tuve que hacer. Y como no soy un loco idiota, creé nueva vida. En sus mentes vivieron lo mismo que los que se fueron, pero para ellos es una semana atrás —la hechicera revisó su celular y se cercioró de que habían pasado una semana encerrados ahí—. Son vidas nuevas con las memorias de quienes maté. Hay algo de balance ahí, no puedes decir que no. 
—Bastardo —contestó prendiendo un cigarro y dirigiéndose a la salida—. No me llames, yo te llamo. ¡Ah! Resuelve mi problema de propiedad —Astaroth la miró con dureza—… por favor. 

El demonio sonrió y la dejó ir. Arregló los daños a su traje de carne, descongeló a los recién nacidos y resumió su querido trabajo. Era lunes otra vez e iba a divertirse de lo lindo viendo a la gente confundirse y negar que habían perdido una semana y no sabían cómo.

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