Casa retomada

Eduardo Álvarez nos conduce, con su narración, a través de los lugares que habitó en su infancia, mismos que hoy, desde su mirada adulta y experimentada, adquieren nuevos y más complejos significados.
Editado por : Daniela Murillo

El 21 de junio de 2023 volví a entrar a la casa donde viví desde antes de que tenga memoria hasta la mitad de mi caminata universitaria. Con la llave en mano, y con el conocimiento de que el inmueble estaba ya completamente desocupado, atravesé su puerta siendo el que soy ahora: otro, y por supuesto, también el mismo. 

Había ingresado previamente una vez en marzo de 2022, con un arquitecto para que hiciera un avalúo, ¿cuánto cuestas cuánto vales, casita? Y, claro, me emocionó estar ahí luego de tantos años. Estaba habitada y no la había vuelto a pisar desde mi traslado a la Zona Sur. 

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Alto Obrajes, Cuarto Centenario, San Jorge, Zona Sur... Los llamemos casa u hogar, los espacios que nos cobijan atestiguan el paso irremediable del tiempo y de nuestros días. / Fotografía: Autor.

Tuve el privilegio de no saber lo que era un traslado hasta ese entonces. ¡Qué maravilla haber pertenecido ahí, como una planta más del lugar y por tanto tiempo! En ese entonces, jugando con tierra, ante mis ojos el mundo era redondo, completo. También lo fue mucho tiempo después, para cuando empecé a cambiar la voz y hacerme de insulsas taras. ‘Tara’ en ese tiempo y contexto era considerado un insulto y, claro, quién querría ser uno. “Has visto esos taras cómo escupen en el suelo al pasar”. “No juegues, pues, como tara, jugá bien”. Esa palabra, que ahora veo con criticismo, se la utilizaba para comparar con o hacer referencia a una persona campesina, aymara o quechua, poco adaptada a los modales citadinos. De hecho, por ese rumbo va el dilema de mis mudanzas; por lo que, para comprender la magnitud del regalo que significa la tierra, tuve que pasar los siguiente veinte años mudándome. 

Estábamos impregnados de una ilusión ambigua de superación que se dirigía hacia la ‘Zona Sur’. Las calles más anchas y bonitas, y se sentía una mejor temperatura. Vivir ahí, de alguna manera, era estar más a la altura de mi colegio o, mejor dicho, de las chicas más lindas. Pero no solo notaba ese aspecto, sino que, además de lindas, las personas de la Zona Sur parecían tener otro brillo, otro manejo corporal; de por sí querías ser así de canchero como ellos. 

En Alto Obrajes yo era de los pequeños del grupo, era malo para el fútbol y andaba medio calladito, esperando la aprobación de mi hermano para unirme a los juegos. Nunca ganaba en Atari, pero siempre terminaba apareciendo uno de mi tamaño y formábamos nuestro propio cuento aparte. Aunque la diversión fuera interminable en las cercanías de la piscina Olímpica, esos mundos lejanos para conocer prometían una emoción que hacía saltar el corazón del pecho. No obstante, conforme pasaban los años de adolescencia, ir hacia esos mundos, se volvía más una frustración, pues, el anhelado momento de finalmente irse nunca llegaba. La fuente de ilusiones emanaba de mis padres y, bebiendo todos de ella, cada cual inventaría su versión de la película que bajaba de estas medias alturas a la zona prometida, que incluía membresía a quién sabe qué maravillas. 

El anhelado traslado marcó el final de ese ciclo en el que no sucedió mucho más: nos mudamos llevándonos la mismísima capacidad de conservar cachivaches y sostener amistades entrañables. 

Era la Zona Sur y la habíamos anhelado tanto, que decidí que sería mejor guardarme de comentar que el jardín de la casa en la zona de Cuarto Centenario era más grande y soleado. Tal vez los cuatro pensamos lo mismo. Eso sí, ya no veríamos a los vecinos con los que fuimos armando nuestras casas a la par que tejíamos y enredábamos vínculos. En Cota Cota no era costumbre charlar entre vecinos; tardamos en conocer de saludo a los de las casas colindantes, pero el conversar un poco más allá de la cordialidad no se dio. En un principio sentí que esto nos daba un aire de distinción y no eché de menos lo contrario durante los primeros años de loca juventud. Tuvieron que pasar muchos más, una etapa de vivir solo en un departamento y la llegada de un hijo —que me llevaría a armar y armonizar convivencia—, para que me detenga en la reflexión de lo mucho que puede significar un jardín en la infancia o de tener amigos de barrio con los cuales perderse por los caminos infinitos de la zona al mando de una bici.

Desde el embarazo pasamos por cinco traslados, íbamos de un departamento a otro. Recuerdo, así, en una mudanza, a mi pequeño de dos años llorando cuando vaciábamos y desmantelábamos el lugar por el que habían andado sus primeros pasos y habitado él junto a sus juguetes... A ver cómo le volveríamos a dar espacio en otro departamento a los pasos, a los juegos, pero con la novedad de la ausencia de sol, aspecto tan preciado en nuestra ciudad. 

En el primer regreso a la casa para el avalúo, ya en 2022, me acordé brevemente del cuento “Niebla y retorno” de René Bascopé Aspiazu, texto fascinante que, lastimosamente, se encuentra en un libro que ya no poseo y que, sin leerlo en un tiempo, olvidé parcialmente. Esos olvidos son como una planta arrancada de raíz, de cualquier forma resisten. Me divierto reconstruyendo el cuento en la versión que tengo en mi memoria para acordarme con gusto de la que fue mi casa. En el cuento, narrado en primera persona, ya de adulto y acompañado de su pareja, René pasa por la casa de su infancia. Con ello, le vienen las imágenes de él jugando en el conventillo; se percibe la nostalgia y también algo perturbador, que termina de revelarse al final de la historia. Recién en el presente se permite evocar esa perturbación del niño que fue. ¡Cuántos recuerdos en esa casa!

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“He nacido ayer para volver hoy con la frente en Alto Obrajes, como sabiamente dice Gardel: ‘veinte años no es nada’ y otros veinte tampoco”. / Fotografía: Autor.

La segunda vez que volví a pisarla me permití recorrerla completa una y otra vez. Sin embargo, recién al cabo de un mes me permití estarme en uno u otro de sus ambientes. La asumí y todavía hay muchos arreglos por hacer, además de una ampliación.

Pasando clases virtuales en uno de sus dormitorios doy cuenta de que no ha perdido su calor. Hablo por la pantalla y mantengo videoconferencias, algo que —en el tiempo de mi infancia— solo podía suceder en el salón de la justicia de los dibujos animados de los superamigos. Años atrás yo veía ese programa en la misma habitación. 

No puedo evitar pensar en el cuento “Casa tomada”, de Julio Cortázar, pero mi recorrido es inverso. Me acuerdo también de un cuento que leímos en secundaria en una Antología para gente joven; el personaje, luego de ser golpeado por la ciudad, vuelve a su pueblo diciendo “me he regresado nomás”. Quiero pesquisar el autor y el título, ¡qué importante la memoria! 

Parece que he nacido ayer y me digo: “si no me acordaba de esta casa, ¿acaso hubiera podido regresar?” Cuarto Centenario es más cerca de Villa Armonía que de Alto Obrajes; en los mapas figura como parte de San Isidro. Esa es (y fue) mi zona, como decir mi pueblo. La memoria, los traslados y el regreso abrieron mi perspectiva: He nacido ayer para volver hoy con la frente en Alto Obrajes, como sabiamente dice Gardel: “veinte años no es nada” y otros veinte tampoco. 

Mi casa es uno de esos rincones que sobreviven a los golpes de la ciudad, siguen los chicos saliendo a jugar y ahora hay un tobogán en la esquina. Volveeeeer, pronto volveremos a habitarla por completo.

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