¡Bueno, pues!

¿Con qué fantasean los paceños? Una posible respuesta es este divertido y creativo cuento de Max Vino en el que un grupo de seres sobrenaturales disfrazados de kusillos se encargan de poner orden en el tráfico paceño castigando a los transportistas de La Paz.
Editado por : Adrián Nieve

Los primeros choferes que fueron lanzados por los aires caían sobre los techos o quedaban enredados en los cables de electricidad. Este ejercicio servía como una advertencia y, a la vez, un juego para disciplinar a los conductores que se creían por encima de las leyes de tránsito, del hombre e incluso de las leyes de Dios. Con las cebritas hace poco exiliadas por el comportamiento irremediable de los hombres al volante, los kusillos rebeldes eran la única barrera que protegía a los peatones.

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Foto: Max Vino Arcaya

Nadie conoce el origen del cambio de actitud de estos seres. Alguna vez en nuestras vidas vimos a estos personajes saltando en alguna entrada folclórica, sin que se salieran del libreto de ese espacio de festividad. Iban y venían, sin interferir en la vida cotidiana hasta que un día, sin aviso, comenzaron a ejercer castigos. Vecinos de la zona de Buenas Aires afirman que un grupo de estos saltimbanquis fueron vistos por primera vez saltando debajo del puente Abaroa rompiendo macetas de una vendedora con sus juegos. Otras personas afirman que un yatiri provocó un destello en el túnel del colegio Americano, acto seguido se escucharon risas y, como hormigas, emergieron los kusillos y comenzaron a trepar las paredes de los edificios. Lo cierto es que la historia de su origen pronto fue olvidada por los actos que realizaban. Un día comenzaron a educar a su manera, ensañándose con los choferes. Eran incuestionables e inentendibles en su lenguaje, pero eso era opacado por sus actos imparables.

Así fue que los bocinazos fueron reprimidos: a la mala. De la nada, sin previo aviso, un kusillo caía sobre el techo del minibús o del taxi para castigar con un grito que era similar a la bocina, sobre la cara del chofer, dejándolo confundido y asustado, como diciéndole “así se siente”. Como aves rapases, los kusillos estaban parados o sentados sobre los semáforos, vigilando con sus ojos diminutos, brillantes como lentejuelas, sin mover la cabeza, con una visión panorámica de los infractores. Desde esa altura, saltaban sobre los motorizados como una primera amenaza, se echaban como si el techo fuera su cama y desde ahí controlaban.

Estos danzarines también pusieron un alto a la dictadura del trameaje con los lanzamientos, sacando por la ventanilla a los choferes y, como si fueran atletas olímpicos en la prueba del martillo, los hacían volar. Y los pasajeros aplaudíamos, celebrábamos y el viaje continuaba con el “kusi” al volante que nos lanzaba miradas cómplices por el retrovisor. Los transeúntes jamás imaginamos que vivir esta utopía era posible y solo alcanzábamos a aplaudir con entusiasmo para premiar este método correctivo.

Hubo choferes que se animaron a desafiar a estas criaturas. Dejaban el volante y comenzaban a lanzar un arsenal de insultos que el kusillo imitaba en gestos y voz, finalizando con un doloroso calzón chino al chofer. Esa forma de ridiculizar a los conductores se hizo tan viral en las redes sociales, en los noticieros, a nivel internacional, que desde distintas latitudes había solicitudes para hacer un intercambio, viendo que su trabajo como educadores viales estaba colocando en línea a los transportistas. Llegaron ofertas de oro, dólares, salida al mar, futbolistas (de los buenos) y hasta tecnología.

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Foto: Max Vino Arcaya

Eran días de paz, el transporte funcionaba a las mil maravillas. Con decir que Mi Teleférico se convirtió en un adorno de la ciudad. Ver las calles era como ver funcionar un reloj suizo y, de pronto, se acabó en La Paz eso del horario boliviano con los ciudadanos llegando a sus actividades en hora puntual. Y esta tranquilidad con la cual circulaba el transporte público era similar al agua de un río, tanta serenidad sofocó a los choferes, que rompieron la calma con piedras y palos, tratando de acabar con sus antagonistas circunstanciales. En una magna asamblea, los transportistas, cerraron filas, acordaron un contraataque, bloqueos de calles en tres turnos. “Está decidido, compañeros. Responderemos esta afrenta”, dijeron los dirigentes corruptos. “¡Bueno, pues! ¡Qué así sea!”, respondieron en coro los miles de sindicatos. Y así reforzaron sus filas con conductores del sector privado, que también se vieron amenazados por los kusillos, e inclusive tomaron parte los motociclistas de delivery. Los voceadores relocalizados, de pronto volvieron a la circulación, como carne de cañón para la pelea.

Todo aquel que trabajaba detrás de un volante se armó de palos (o a puño limpio) y desafió a los saltarines, que eran indestructibles, parecían de goma, resistían los ataques sin inmutarse. Las piedras, proporcionadas por los loteadores —temerosos de que los kusillos los persiguieran eventualmente—, tampoco los afectaban. En una medida extrema, llegaron a capturarlos y les metieron dinamita por sus bocas. La explosión solo hizo hinchar la barriga de los kusillos, que devolvieron esta ofensiva con más lanzamientos, compitiendo por quién enviaba más lejos a los conductores. Plazas como la Villarroel, San Francisco, el atrio del Monobloc o la Costanera, calles de Villa Victoria, la Terminal, Villa Copacabana, Alto Obrajes, Aranjuez, Sopocachi, la Tumusla, todas eran puntos de combate. Cuando los recursos se acababan, los kusillos arrancaban los grafitis de las paredes y tomaban posición de esgrimista para hacer retroceder a sus enemigos.

Con la ciudadanía exteriorizando su apoyo a favor de estos enmascarados, los transportistas quisieron firmar tregua, para pronto darse cuenta de que no estaban en posición de pedir nada. Con señas, los “kusis” les hacían entender que ellos estaban equivocados y que en ellos estaba el mal, pero también el cambio. Y ningún transportista quiso aceptarlo. Pero, mientras los enfrentamientos seguían, una delegación de dirigentes del transporte público y privado no formaron parte de la violencia y, más bien, pedían de rodillas que vuelvan las cebras a la calle. De hecho, se armaron carpas y una gran campaña en las inmediaciones del Parque de las Cebras, pero los albinegros estaban cómodos, paseando dentro de ese espacio que se había vuelvo su hábitat, muchas incluso habían vuelto a su naturaleza de cuatro patas.

Los enfrentamientos se extendieron por meses, y hasta la Policía se vio rebasada. Esta era una guerra que parecía no tener un final, fue entonces que las chifleras tomaron parte en la pelea. En las noches, se reunían a escondidas, cada una llevaba su mejor ingrediente, improvisaban recetas, intercambiaban conocimiento y por fin dieron con el brebaje, el menjunje, que colocaría un final a esta lucha.

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Foto: Max Vino Arcaya

Las palomas de la plaza Murillo fueron entrenadas para esparcir el líquido mágico sobre las cebras, un hechizo que las devolvió a su forma anterior. De vuelta sobre dos patas, inspiradas por la magia chiflera, las cebras salieron disparadas de su territorio, bajaron como una avalancha por las calles de Sopocachi, engullendo uno a uno a los “kusis” hasta limpiar a la ciudad de su presencia. El trabajo había finalizado.

La Paz volvió a su agenda habitual, con las cebras circulando por las calles y avenidas, ayudando a los niños y ancianos a cruzar de extremo de extremo, regalando saludos a cada paso, con ese timbre de voz de campanilla. Los días posteriores al asalto final, los vehículos emergieron, todavía con recaudo, entre 40 a 50 kilómetros por hora. Desde las ventanillas de los autos, la gente buscaba en el cielo, sin éxito, choferes volando. Los suspiros expulsaban pena y alivio. Esta convivencia iba a estar a prueba en breve.

Una de las tareas más difíciles de la vida es desaprender. Los vicios no se erradican, se esconden hasta encontrar un momento de debilidad para cargar con la misma fuerza con que fueron empujados. Ya desde hace tiempo que el segundero se confunde con la aguja del kilometraje, que el minibús invade carriles y, escuché por ahí, que hace poco dos niños pidieron a un minibús que “pare” y fueron ignorados; que el motorizado aceleró y, recién dos cuadras más abajo, los dejó bajar solo para levantar a un puñado de nuevos pasajeros. Dicen que los niños bajaron y pagaron, pero que el chofer no les quiso devolver el cambio, porque no tenía sueltitos. Se dice que los pasajeros y los niños se quejaron y el chofer gritó “¡Bueno, pues!” y aceleró a toda máquina, saltándose un semáforo en rojo, dejando a los niños con los brazos colgados en el aire y que, al frente, una cebrita, testigo mudo de aquella escena, dejó caer su bandera blanca y desde lo profundo de su boca salió un brazo de kusillo abriéndose paso hacia la libertad.

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