La selección
Es raro: me convocaron a la Selección de Bolivia, un país que nunca pisé. ¿Por qué? Por mi madre, porque ella nació ahí. Investigaron, me registraron y el DT, al que no conozco, me llamó, me preguntó si quería formar parte del equipo. Que me vieron, me estudiaron y les encantaría contar conmigo. Esas fueron sus palabras.
Dudé. Pero al final acepté.
Nací en Argentina, en Buenos Aires. Viví mi infancia y adolescencia en Flores. Los fines de semana mamá me llevaba a pasear a Caballito, a Parque Rivadavia. Luego de tomar helados, de correr por el campo verde, mamá se acercaba a los quioscos de venta de libros y se quedaba ahí por un rato largo, buscando novelas interesantes que leer.
Fue así que me acostumbré a los libros.
Mamá era una escritora frustrada, eso me confesó cuando cumplí 14, cuando le pedí mi primer libro para comprar: Misteriosa Buenos Aires, de Manuel Mujica Laínez. Me dejé guiar por el título, por lo de “misteriosa”. ¿Qué tendría de misterio la ciudad en la que vivía? Ahí, con mi primer libro expresamente pedido en las manos, mamá me dijo que ella había querido publicar novelas o cuentos, pero que las circunstancias no le habían dado.
Así que si tú quieres hacerlo, tienes todo mi apoyo, me dijo.
Pero yo no quería ser escritor, al menos no por aquellos días. Lo que soñaba era ser futbolista.
Y lo estaba logrando. Papá trabajaba en Liniers, en una empresa de marketing que se encargaba de producir carteles para algunas empresas. Ahí había conocido a mi madre, que vendía ropa en una tienda al lado de una salteñería. Se enamoraron y a lo poco nací yo. Desde mi concepción papá ya tenía mi futuro definido: me dedicaría al fútbol, cumpliría su sueño dorado. Me llevaba cada vez que podía a la cancha de Vélez, de la que era fanático. Me compraba casacas con la V azulada al medio del blanco. Y luego, cuando tuve edad, hizo todo lo posible para que ingresara a las inferiores. Utilizó todos sus ahorros e hizo que participara con los chicos, que venían de todos lados.
Así se fueron los años, pero no me fue tan bien como esperaba. No logré debutar en Vélez, pero sí en otro equipo: Chacarita.
Ahí las cosas mejoraron, papá se sentía orgulloso, me decía que todo era cuestión de tiempo, que pronto los equipos más grandes me verían y algún rato me vería jugar en la cancha de River o de Boca. Esa fe me tenía.
Me dolió mucho no cumplir con sus expectativas, no llegar hasta un gigante de Argentina. Lo que sí, tiempo más tarde me contrataron para Talleres. Ese fue mi pico.
Lo único que hacía, además de jugar a la pelota, por supuesto, era leer mucho. Con los años había llenado un librero con las novelas que mamá me había permitido comprar. Las de Cortázar, Sábato, Piglia, Fitzgerald y Hemingway, entre otros. Y Borges, por supuesto, sus cuentos hermosos y difíciles de leer.
Esa era mi vida: literatura y fútbol.
Eso sí, entendía por dónde iban las cosas, que nunca podría cumplir el sueño de papá: jugar en la Selección argentina. El talento no me daba a pesar de lo mucho que me esforzaba. Veía desde lejos a Messi y a Di María cuando venían a jugar por Eliminatorias. Y más de cerca a Julián Álvarez y Enzo Pérez, que eran los únicos convocados de la liga para vestir la celeste y blanco.
Yo no tenía posibilidades, lo había aceptado. Lo único que me quedaba era dar todo de mí para que, algún rato, me contraten en un equipo más poderoso y jugar por lo menos la Copa Libertadores.
Hasta la llamada sorpresiva de Bolivia. Hasta esa convocatoria en la que acepté estar.
En el avión, a punto de salir de Ezeiza, pienso en mamá, en lo mucho que se alegró cuando me convocaron a la Selección de Bolivia.
Me alegra, hijito. Por fin conocerás parte de tus raíces, me dijo.
Ella había migrado a la Argentina debido a la persecución que había sufrido su padre, un dirigente minero al que querían encarcelar por ser uno de los cabecillas de las marchas que se oponían a la dictadura de aquel entonces. Antes que lo encontraran, torturaran y mataran, logró huir con su esposa e hija, mi madre. Ingresaron apenas por la frontera de Villazón, subieron a un bus, llegaron a Salta y ahí lo decidieron: ¿nos vamos a Buenos Aires o a una ciudad más pequeña?
Decidió lo primero por un amigo muy cercano que le convenció de las posibilidades de trabajo para los bolivianos en Liniers. Entonces fueron ahí, viajaron casi 16 horas. Cuando llegaron se toparon con una ciudad enorme, con trenes que pasaban encima y debajo de la tierra. Se acomodaron en un hostal, luego consiguieron una casita en alquiler y así fueron avanzando de a poco.
Mi madre tenía diez años cuando llegó a Buenos Aires. Es decir, pasó su adolescencia, juventud y madurez acá.
Su padre murió a los años por un enfisema pulmonar debido a su trabajo en la mina. Quedó a resguardo de su madre, que logró colocar una tienda de ropa usada en un local de Liniers.
Ahí mamá conoció a mi padre. Se enamoraron, quedaron en vivir juntos, en crecer como familia. Y a lo poco nací yo.
Eso sí, mamá no volvió a Bolivia. No tenía el dinero ni las ganas, me decía. Pensar en su país de origen le daba tristeza, nostalgia, pero solo eso. Se consolaba con los libros que leía ahí, en Buenos Aires, y las pocas ediciones de editoriales bolivianas que circulaban por las tiendas de libros usados.
Además que no conozco a nadie ahí, me decía. No tengo familia ni amigos en Bolivia. Eso sí, a pesar de eso, ahora, en esta edad, me gustaría ver una vez más mi casita, mi tierra. Pero tú serás mis ojos, hijo. Ahora más que nunca.
Sí, soy los ojos de mi madre, que ven cómo el avión, después de cuatro horas de viaje y una escala, aterriza en el aeropuerto de El Alto. Al menos eso dicen los pasajeros de mi lado, que tienen la piel morena.
Lo primero que siento es el frío, que me llega hasta los huesos. Lo siguiente son las banderas, son las personas que me esperan al salir del aeropuerto, al recoger mi equipaje. Son unas cincuenta. Gritan mi nombre. En un cartel veo la palabra Bienvenido en letras grandes. Se escucha un himno, asumo que el de Bolivia.
Dos hombres relativamente gordos se me acercan y me saludan, me dicen que son de la Federación, que ellos se encargarán de llevarme al hotel donde están concentrados los jugadores, los convocados. Me preguntan si necesito algo, si estoy bien, si la altura no me ha hecho mierda.
Les digo que de momento no, que todo está bien. Asumo que es mi sangre boliviana. Me dicen que, por si acaso, tienen mate de coca preparado ante cualquier eventualidad.
Justo ahí me rodean unos cinco periodistas, todos bajitos. Me apuntan con sus grabadoras y me preguntan cosas que no alcanzo a escuchar. Los dirigentes les dicen que se calmen, que se ordenen.
Entonces se callan y uno de ellos me pregunta cómo estoy, si llegué bien, qué me parece Bolivia. Bonita, muy bonita, les respondo maquinalmente. Es decir, ni siquiera salí del aeropuerto.
Respondo algunas preguntas más, improviso oraciones, y me dan paso para salir. Eso sí, antes de subir a la vagoneta que me espera afuera, los hinchas que me esperaron me piden fotografías con ellos. Acepto, sonrío ante las cámaras de sus celulares. El detalle: me piden que sostenga la bandera roja, amarillo y verde. La pongo a la altura de mi pecho y pienso en estos colores, los que debo apropiarme. Los que, de alguna forma, ya circulan por mi piel.
Me despido de ellos, les agradezco por estar ahí y huyo en el carro de los dirigentes.
En el hotel me presentan a los jugadores, que me sonríen, que me abrazan y me dan la bienvenida. El DT, un colombiano que ya está acá hace un par de años, me dice que se siente feliz de tenerme. Le agradezco.
Conversamos de algunas cosas y me dejan ir a descansar a mi habitación, en el último piso del hotel. Entro y lo primero que hago es tirarme en la cama. Estoy muy cansado.
Duermo un poco y, al despertar, con el tiempo libre, me dedico a leer. Me traje Verano, de Coetzee, uno de los autores favoritos de mi madre y de mí. Es el tercer volumen de sus memorias, solo que en este trabajo sus recuerdos permanecen novelados, es decir, en la clave de la ficción. Lo más interesante son las “entrevistas” hechas a las mujeres importantes en la vida de Coetzee. Pero, claro, es él quien las escribe.
Leo el primer capítulo y al terminarlo llamo a mamá y a papá, que me ven desde su pantalla de celular. Les cuento que llegué bien, que ahora descanso en el hotel.
Mañana es mi primer entrenamiento con el equipo, les digo.
¡Qué bueno, hijito!, me responde mi madre. ¿Y cómo está Bolivia?
Creo que tranquila. Cuando cruzamos el centro los dirigentes que me recogieron del aeropuerto comentaron que era raro que las calles no estuvieran bloqueadas. Al parecer es lo que más hacen aquí.
Reímos y mamá me aconseja tomar el mate de coca que me ofrecieron, por si acaso. Y comer, que es lo que más debo hacer en Bolivia. Ahí se cocina rico, me dice.
Charlamos un poco más y les digo que les llamaré luego, ya que al parecer, justo, debo bajar a cenar con mis compañeros de equipo. Luego dormir.
Chau, hijito. Besos.
Apago el celular, me preparo para bañarme y bajar a comer a la sala.
Pienso en las mujeres de Coetzee, de las que habla. O, mejor dicho, las que “hablan” de él. Eso mientras troto con los chicos en el pasto, mientras corro de acá para allá con la pelota, escucho al DT, a sus ayudantes, y defino contra el arquero, que juega en uno de los equipos más importantes de la liga de acá, de Bolivia. Pienso en ellas, en lo que cuentan, en las decepciones.
Inevitablemente pienso en las mías, en las mujeres que fueron parte de mi vida, que me importaron de verdad. Recuerdo a la primera, la del colegio. Salíamos y nos subíamos en el primer tren que veíamos. Paseábamos por ahí toda la tarde, registrando las imágenes que se nos presentaban encima de las ventanas sucias. Íbamos desde Constitución hasta donde nos diera la gana, la mayor parte de las veces Quilmes, donde nos deteníamos a comer milanesas.
También me acuerdo de Roxana, la mujer que vino después. Ella, después de jugar en la cancha de Vélez, a semanas que me saquen y me envíen a Chacarita, me esperaba en su cuarto de alquiler, por Morón. Era tres años mayor, trabajaba en las mañanas, vendiendo chipas con café. Pero en la tarde me aguardaba encima de su cama, desnuda, preparada para hacer el amor. El aborto nos mató. Nos obligó a separarnos.
La última fue Sol, que me iba a ver todos los fines de semana a la cancha de Talleres, que se ponía la polera, con mi dorsal, y me esperaba al salir, junto a papá y mamá. Fue lo mejor. Pero se fue, le salió una beca en Estados Unidos. Nos separamos, era lo mejor que podíamos hacer. No creo en las relaciones a distancia.
¿Algún día escribirán algo de mí, lo juntarán en un libro así como en Verano? Para eso tendría que ser famoso, que el texto tenga un propósito editorial. Y en Argentina soy uno más. Acá soy un personaje.
Al terminar el entrenamiento soy el más buscado por los periodistas, me preguntan por cómo me va, cómo me trata el equipo.
Muy bien, les respondo. Los chicos son muy buenos, ya hice algunos amigos.
En la tarde, antes de ver videos del equipo rival, descanso un poco en el cuarto y enciendo la TV. Ahí veo lo mucho que esperan de mí, los panelistas de los programas deportivos analizan mi juego, planean jugadas, me tienen mucha fe.
Pienso en eso hasta que alguien toca la puerta, es una mujer muy bonita. Me dice que es la camarógrafa oficial de la Selección, que necesita unas imágenes de mi rostro, que es para la promoción del equipo.
Claro, le digo. ¿Acá?
No, abajo. Armamos un estudio.
Muy bien, ya bajo.
Me sonríe, se arregla el cabello. Es hermosa.
Cierro la puerta, me alisto a bajar y, como última escena, veo a la Selección rival en la TV, analizan sus últimos resultados, puras victorias. Es Uruguay.
La camarógrafa se llama Libertad, eso me contó hace dos días, cuando me sacó las fotografías que le habían pedido. ¿De dónde eres?, le pregunté. De qué ciudad.
De Santa Cruz, me dijo.
Sí, tienes el acento de Vaca, le contesto. El extremo derecho.
Y tú de Buenos Aires.
Sí.
¿Y qué se siente jugar para un país en el que no naciste, en el que no viviste?
Raro, muy raro.
Pienso en ella en los entrenamientos, en las charlas tácticas del DT. En los almuerzos y cenas con los chicos, que son buenas personas. Los que más hablan son, como les dicen los paceños, los cambas. Me recuerdan a mis amigos de Argentina.
Los del altiplano, que se nota por el matiz de su piel, son más callados, tímidos. Pero son humildes, y eso me gusta. Me llevo bien con ellos.
Mamani es el que se me acerca más, me pregunta por Argentina, por cómo es. Me cuenta que su hermano mayor se fue hace años a Buenos Aires por trabajo, pero que se perdió, que no tiene noticias de él. Que quisiera ir a buscarlo.
Claro, cuando vayas puedes llamarme, le digo. Yo te ayudo allá.
Me cuenta de su familia, que está orgullosa de él. Que con sus 27 años fue convocado por primera vez a la Selección, que es el primer Mamani en el equipo de Bolivia, en toda la historia. Que su madre tiene una verdulería en un mercado popular de La Paz, que su papá era chofer y murió en un accidente, que no lo vio salir campeón con San José.
Me muestra una foto, la del festejo del campeonato. Fue el mejor momento de su vida, me dice. Y veo la imagen: sostienen en alto el trofeo. Eso sí, reconozco las casacas.
Che, esa es la polera de Vélez, me río.
¿En serio?
Mamani me cuenta algunas cosas más, de su hijita, de la casa que se compró recién en La Paz, en la zona Sur, en el territorio de los ricos, me dice. Lo felicito.
Pero luego pienso otra vez en Libertad, en lo linda que es. En que quedamos en salir en la tarde, aprovechando el tiempo libre que nos dio el DT.
Te enseñaré un poco de Bolivia, me dijo por mensaje al WhatsApp. Así para que te inspires antes del partido. El debut, tu debut, de mañana.
Es el día, el del partido. La tarde de ayer salí con Libertad, que me contó que tiene ese nombre porque nació el 6 de agosto, aniversario de este país.
¿Y qué te gusta hacer además de jugar al fútbol?, me preguntó.
Leer, le dije.
Entonces te llevo a unas librerías bonitas.
Fuimos a un par. No eran igual de grandes como las de Buenos Aires. Y los libros estaban caros, mucho.
¿Conoces el Ateneo?, le pregunté. Es la librería más grande y bonita de Argentina. Y, tal vez, de Sudamérica.
No, la vez que fui no me llevaron a pasear por ahí.
Cuando vayas te llevo.
Ya, fija.
Al salir me compré una edición de la poesía completa de Borges. Libertad pagó por otro libro.
Tomá, te regalo, me dijo. Lo vi y titulaba Sangre de mestizos, de Augusto Céspedes.
Es el libro de cuentos más famoso de acá, me contó. Están contextualizados en la Guerra del Chaco.
Ahora, un día más tarde, a pocas horas del partido, en el hotel, hojeo el libro. Leo el primer cuento, que titula El pozo. Me gustó.
Antes de proseguir con el libro, mi celular vibra en la cama: es mamá.
Hola, hijo, me dice. ¿Cómo te está yendo? ¿Qué tal Bolivia?
Linda, pequeña. Ayer salí a pasear con una chica que conocí, me enseñó el Teleférico, viajamos en unas dos o tres cabinas de colores diferentes. Vi la famosa hoyada, los techos de calamina. Las casas de ladrillo.
¡Qué lindo!
Sí, mamá. Y después fui a unas librerías. Te cuento que estoy leyendo esto.
Levanto el libro, se lo muestro.
¡Es bello ese libro!, me cuenta. Fue el último que leí en Bolivia. Papá tenía un ejemplar gastado en casa.
Lo voy a llevar a casa al regresar, lo podrás leer.
Gracias, hijo. ¿Y tú te lo compraste?
No, me lo regaló ella.
Mamá sonríe, entiende.
Bueno, hijo, mucha suerte esta tarde. Verás que te irá excelente. Vas a ganar y meter un gol.
Gracias, mamá. Saludos a papá.
Me dijo que se apurará del trabajo para verte, te apoyaremos desde casa, te veremos en la TV.
Nos mandamos unos besos y nos despedimos. Coloco el celular a un costado, cerca de los libros de Céspedes y Borges.
Cierro los ojos y hago todo lo posible por poner mi mente en blanco. En solo concentrarme en respirar lento.
Salimos al césped, a la cancha llena de hinchas vestidos de verde. Gritan, cantan. Corean mi nombre, el apellido de mi padre.
Luego es el Himno. No lo conozco, pero cierro los ojos para intentar entenderlo, conocerlo. Morir antes que esclavos vivir, repiten tres veces. Más que todo Mamani, que está a mi lado, que tiene un brazo en mi hombro, que parece escupir mientras canta.
Así que es esto jugar para una Selección, pienso. Una bala en el pecho. Una bomba.
Ahora tocan los saludos. Reconozco a Suárez, a Cavani. A Valverde, la joya del Real Madrid. Sé que nunca jugaré con ellos en sus equipos. Por eso juego acá, para Bolivia y no para la Argentina, que ganó a Venezuela con tres goles de Messi.
¿Qué estarás pensando, papá? ¿Sentirás orgullo o solo conformidad? Me soñabas con la celeste y blanca, pero ahora me ves de verde.
Al menos mamá está feliz, sí, eso sí. Visto sus colores, los que dejó atrás, los que no volvió a ver. En la siguiente, si es que me convocan otra vez, prometo traerte acá, mamá, a tu tierra. Para que me la expliques, para entenderla un poquito más. Para verte feliz.
Suena el pitido inicial. Atacamos con más ímpetu que estrategia. Más convicción que talento. A poco de llegar al minuto 45, en una contra, Suárez dispara y la pelota pega en el travesaño.
El primer tiempo se termina. Nos vamos a los camarines. Paredes, el otro argentino como yo, pero que fue nacionalizado hace poco por jugar ocho años en la Liga boliviana, nos dice que debemos ser más rápidos, tocar el balón con más precisión.
Escobar, el zurdo paraguayo que juega para nosotros, que me hace pensar en la Guerra del Chaco, en Sangre de mestizos, nos explica cómo debemos avanzar, mejor por la izquierda, que es su punto flojo.
Mamani, que se sienta a mi lado, los escucha con atención, al igual que Montaño, el central de Santa Cruz, que es el capitán del equipo. Él me contó en la mañana, en el desayuno, que su padre era un ganadero que hace unos años había fungido como gobernador de esa ciudad. Que, si algún día me animaba, podíamos hacer un asado en una de sus estancias.
Salimos a la cancha para jugar el segundo tiempo. La hinchada nos aplaude, mueven pompones blancos y verdes. Gritan: Bo Bo Bo Li Li Li Via Via Via...
Movemos la pelota. Cuando faltan solo dos minutos para el final del partido, empatados a ceros, Torrico, que ingresó recién por Paredes, que es de Yacuiba, cerca de la frontera con mi país (me lo explicó cuando llegué al hotel), me lanza un centro, le gano a Godín y empujo la pelota con la cabeza, casi con la frente. Le pego bien: veo cómo el balón sobrepasa la mano derecha de Muslera, que queda en el piso, lamentándose.
Entonces es el grito, los abrazos, el festejo. Corro hacia la barra, levanto las manos y muevo frenéticamente los brazos. Y ahí es que lo hago, no sé por qué, solo me sale, como si fuera parte del destino, de ese juego: me tomo el escudo de la camiseta, esa imagen de un cóndor encima de un cerro, con una vicuña debajo, y lo beso, lo muerdo. Ahí recibo más aplausos, vítores.
Volvemos a la cancha, la euforia sigue en mi pecho. Cavani, en el último segundo, dispara un balón cerca del área del arquero, que es el único del equipo que juega en una liga de importancia (la brasilera), y la pelota sale a milímetros de la red.
Suena el silbato del árbitro. Es el final.
El DT se me acerca y me abraza, me dice que no se equivocó, lo recalca: No me equivoqué.
Paredes, Torrico, Escobar, Arce, Vaca y los demás me abrazan. El que más lo hace es Mamani, que incluso llora.
Yo solo pienso en mamá, en papá. En ellos.
La vida cambia en 24 horas. Las llamadas, las entrevistas. La televisión, la prensa, la radio. La gente que me espera afuera del hotel, que me piden autógrafos. Que posan con sus poleras verdes, que tienen mi apellido bordado encima, arriba.
Al zafarme, al encontrar un poco de tiempo libre, llamo a mamá, que me dice que papá está en el trabajo, pero que lloró cuando marqué el gol. Está muy feliz, hijito. Así como yo.
Es la sangre, mamá. La sangre.
Nos contamos algunas cosas más y me felicita antes de despedirse, me dice que me extraña, que cuando esté de nuevo en casa, en Argentina, me cocinará algo rico, haremos una fiesta, la prepararemos.
Me manda un beso, y pienso en cuánto la quiero.
Cortamos la llamada y, ahora sí, descanso en la cama del hotel, sin interrupciones. Pero, por más que cierre los ojos, no puedo dormir. La adrenalina sigue en mi cuerpo. Así que tomo el libro de Céspedes y leo el segundo cuento, después el otro y el otro hasta que termino con La paraguaya, el que más me gustó de todos. El de la fotografía que pasa de mano en mano, de enemigo en enemigo. El rostro de una mujer.
La identifico con Libertad, pienso en ella como la protagonista del relato. Quiero responderle el mensaje que me envió hace poco, invitarla a salir ese mismo día. Pero aguanto un poco y reflexiono acerca del libro.
Tanto que, en un rato, busco en internet información de la Guerra del Chaco. En una nota leo que fue el desierto en el que se encontraron por primera vez los ciudadanos de este país, los habitantes de Bolivia. Es decir, los que no se habían visto antes. Los cambas y los collas, así dice en el texto. Los del altiplano y los de tierra caliente. Ahí compartieron las carpas, la intimidad. Se vieron obligados a mirarse de frente, a comprenderse, a amigarse. Ese fue el germen de la Revolución del 52, el cambio de todo. Esa guerra sirvió para unir a los de acá con los de allá. A formar, sin quererlo, un solo equipo.
Es inevitable no comparar aquella imagen con la de la Selección: Mamani con Montaño, Torrico con Vaca. Somos un equipo matizado por acentos, por colores de piel. Pero funcionamos como un solo hombre. O al menos ese es el objetivo. Es el único modo de triunfar.
Antes de dormir leo algunos poemas de Borges. Sueño con un soldado boliviano que cava y no deja de cavar, como si encontrara ahí la salida al laberinto en el que su narrador lo ha sumergido.
Son las últimas horas en Bolivia. Libertad me acompaña en el aeropuerto, me cuenta algunas cosas de la ciudad. Que sacaron hace unos quince años a un presidente gringo, que lo obligaron a huir. Y que, hace poco, consiguieron algo similar: después de una masacre en El Alto, vencieron a una presidenta del oriente que había llegado a gobernar después de una crisis política muy grande, que había hecho que el presidente de aquel entonces, acusado de organizar un fraude en las elecciones, huya a México. Pero claro, antes pasó por Buenos Aires.
Sí, lo recuerdo, le cuento. Alberto Fernández le abrió las puertas.
Me cuenta de una feria muy grande, llamada 16 de julio, en la que se vende de todo. Me dice que, si es que regreso, me llevará a pasear por ahí.
Volveré, eso es seguro.
¿Ya te has enamorado de Bolivia?
Más o menos.
Claro, ahora eres su héroe.
Justo en ese rato un par de niños se me acerca y me pide una fotografía y autógrafos en sus chompas. Su madre me agradece y me da un abrazo.
Eso no pasaría ni pasará en Argentina, le cuento.
Ya verás que sí, solo es cuestión de tiempo.
No, no será así, pienso. No llegaré a Boca ni a River. Eso no sucederá. Pero no me hace infeliz.
Entonces la voz de una mujer se escucha por los parlantes del aeropuerto: llama a los pasajeros del avión a Buenos Aires.
Bueno, me voy, le cuento a Libertad, que se levanta de la silla, a mi lado, y se me pone de frente. Gracias por todo, le digo.
No fue nada. Pero, eso sí, tienes que volver. Ya quedamos en hacer muchas cosas.
Claro, regresaré por eso.
Y por la Selección. Ya eres la estrella, y eso que solo jugaste un partido nada más.
Nos abrazamos, siento su piel caliente, suave. Quisiera besarla de una, pero no me precipito. Tiempo al tiempo, me convenzo.
Camino al avión, entrego el boleto y paso. Me acomodo en mi asiento, veo el paisaje, que es la pista de cemento, los hombres que caminan ahí debajo, que organizan el despegue.
Ahí pienso en la siguiente fecha, en dónde nos tocará jugar: en Buenos Aires, en la Bombonera. Contra la Selección argentina.
Mi pecho rebota más de lo normal de solo pensar en eso. Mis dos raíces...
Recuerdo a mamá, su carita, y solo sé que quiero verla ya. Y cebar un mate con papá, contarle cómo fue todo.
El avión anuncia el despegue, se escucha el motor. Se mueve. Serán cuatro horas. Chau, Bolivia. Fue lindo estar acá. Nos vemos pronto.
Antes de relajarme del todo y dejar de pensar en lo venidero, saco de mi mochila el sobre que me regaló Libertad al despedirnos. Para que lo disfrutes en el viaje, me dijo. Lo veo, es un libro. Titula Recorrer esta distancia, de Jaime Saenz. Lo abro y entiendo que son poemas. Comienzo a leerlos.
Qué lindo título, pienso. Muy justo, demasiado justo.