Érase una vez una llamita en Uyuni
“Todo empieza en un bar, como las mejores historias”
Gabriel Mamani Magne
“Encontré la solución / al problema de la resaca”, reza una gran cumbia villera que promete aquello que todos anhelamos: disfrutar de la dádiva del vergazo sin padecer al chaqui. Ese bolivianismo para ese tormento físico, psicológico, moral y a veces hasta sexual, que los habitantes de este planeta deseamos dominar y al que solo podemos sobrevivir.
Por otro lado, cuando uno lee o escucha Uyuni, inmediatamente el imaginario colectivo vislumbra el salar. Muchas revistas especializadas de turismo recomiendan enfáticamente no desperdiciar tiempo en el pueblo. No hay nada o casi nada turístico allí. Hace nueve años yo también lo creía. La razón fundamental: no se puede amar lo que no se conoce.
Un día que coincidimos con mi amigo el Piaggio, este me convenció de ir por unas chelas; éramos dos guías de turismo con días libres en la “hija predilecta de Bolivia”. Así que fuimos a uno de los pocos bares existentes, lugar en el que hacía unos años atrás habíamos festejado el cumpleaños del dueño de una agencia de turismo como en fiesta de pueblo. De pronto recordé bien a Roberto De Urioste Vidaurre, el dueño del boliche, compadre del cumpleañero, quien se encargó de que los fastos se magnificaran y terminaran marcando mi memoria a largo plazo.
Entonces éramos dos sedientos entrando al Extreme Fun Pub, nombre en inglés que nadie en el pueblo pudo jamás pronunciar. Casi todos en Uyuni tenemos un apodo y, gracias a la viveza criolla, el bar de la diversión extrema terminó siendo conocido por su logotipo empresarial: una llama, pero no cualquier llama, sino Kuzco, ese camélido de una película de Disney. Con el tiempo, la gente empezó a decirle “La Llama”, para derivar luego en el diminutivo de cariño —tan al estilo andino— de “La Llamita”, así como cuando se le pone la chapa a un cuate entrañable que tiene un nombre raro. En un giro de las cosas, resultaba gracioso escuchar a los gringos tratar de pronunciar “La Llameta”.
En mi primera vez en La llamita, Roberto me maravilló con una simple pregunta: “¿Qué tipo de trago te gusta?”. Respondí sin dubitación: “Algo dulce y exótico”. Inmediatamente me trajo una “Torta de chocolate”. “Primero tomas este shot, lo mantienes en tu boca, lo mezclas, no te lo tragues, luego tomas esta rodaja de limón y lo vas exprimiendo en tu boca, y ya me dices...”, me instruyó el gurú de las bebidas espirituosas. Así lo hice. De pronto, un orgasmo en mi boca, una una fiesta. La alquimia producida se quedó grabada por siempre en mi memoria sensorial, me voló la cabeza. Y, sin saberlo, eso era lo que buscaba en ese retorno a La Llamita: una noche inolvidable.
Mejor que eso, ese día con el Piaggio retomamos el vínculo con Roberto, un biólogo secuestrado por el desierto, quién decidió, contra viento y marea, establecerse en Uyuni y marear a las personas para vivir. Inició, dice, un lactobar que, tras fracasar velozmente, degeneró en un bar, pero no cualquier bar, sino uno de los mejores de Sudamérica según guías turísticas especializadas como Lonely Planet o The HandBook, en esas épocas en las que aún no existía Tripadvisor.
Esa noche (y las siguientes) comprendí que Bolivia es un país innegablemente alcohólico. Uyuni, aún hoy, en pleno siglo XXI, cuenta con una ley seca los lunes debido al ausentismo laboral. No podemos culpar de todos los males importados al turismo, pero más bien podemos nutrir, aprender y diversificar nuestros entendimientos del alcohol. El boliviano promedio es tímido y el etanol es un lubricante social espléndido, al calor del trago mostramos muchas veces nuestra verdadera esencia y en ese estado tan básico, tanto locales como extranjeros se liberan de taras culturales y comparten datos, historias, conocimientos, sabiduría y hasta a veces lágrimas.
La Llamita y su personal lo comprendía bien. Eso se notaba desde el ingreso a ese antro pintado de rojo y negro tiznado, pues uno sentía intriga por frases en los escalones y paredes: “Not for chickens” “Sexy llama bitch”, “Esperma de llama” o “Challenge”. La Llamita era un lugar habitual para llevar turistas a chupar y a comer la única hamburguesa de llama del pueblo, que a su vez era el único bar abierto desde 13:30 hasta que el dueño decidiera que ya era hora de cerrar; nunca tuvo horario fijo de cierre. Era un lugar en el que se sentía el alma viva, latente y ebria de Uyuni, el feliz conglomerado que albergaba a los altos mandos de la minera San Cristóbal, a los guías y pseudo-guías locales, nacionales e internacionales, a los chóferes, a los empresarios, a los gringos de todos los colores y naciones, a los nacionales de paso, a los que no tenían más para hacer mientras esperaban al tren de la madrugada, incluso a los blanqueros, a los uyunenses y los uyuneños (¿cuál es la diferencia? Creo que solo unos se distinguen de los otros). Así como La Paz es el crisol de Bolivia, La Llamita era un hermoso crisol de Uyuni, pero también de Bolivia y del mundo, pues no existía un mejor lugar donde se cumpliera el “todos somos iguales ante la ley”. Quizá por eso, quienes arribábamos de cualquier otro confín, llegábamos a tener tal sentido de pertenencia: estaba en Uyuni, pero ese lugar era tierra sin fronteras, sin banderas, ni presidente.
Para ir un poco más allá en el arte de emborracharse en ese bar de Uyuni, tenías un checklist de estados de la borrachera según la nacionalidad colgado en la barra principal, bastante desgastado, pero legible. Roberto recibía personas de todos los lugares del mundo y una vez que entablaba un vínculo acelerado por el número de cervezas, les pedía a los extranjeroparlantes que pudieran contribuir con algo parecido al decálogo alcohólico de su nacionalidad. “¡Santé, cheers, campai, skol, prost, saude, cambei, nasdarobia!”, así como dicen que para el amor no existe un lenguaje, para la bebendurria capaz que tampoco. Esos extranjerismos se mezclaban con nuestro amplio argot chupístico, pues a nivel local, gracias a nuestra plurinacionalidad, disponemos de palabras y términos como seco, volteado, cruzadito, cascadita, liwi-liwi, palanca, yuca, chispeado, por mencionar algunos. Entonces, un ciudadano del mundo que llegaba a La Llamita y quería demostrar que lo era, tenía aprender todo eso, pero entre sus primeras palabras siempre estaba el famoso “¡salud!”, que incluso estaba estampado en las mesas.
En aquel vendaval verbal apareció el mitiquísimo Challenge: ¿Aceptas un desafío? El Challenge era lo que necesitabas, un concurso para beber lo más rápido posible diez tragos en diez cócteles. Al día siguiente tendrías tu nombre, nacionalidad y tiempo inmortalizados en cuadritos a full color de 5 cm por 15 cm repartidos por todas las paredes del lugar. Recuerdo que al llegar ahí me preguntaba: “¿Quién en su sano juicio haría algo así?”, absorta en todas las personas que habían intentado el Challenge, olvidando que no somos nada sin esas decisiones tomadas al calor del alcohol y que un espacio se vuelve sagrado por sus ritos.
Muchas veces vi el boliche transmutarse en un dancefloor en el que los danzantes entraban en trances que iban desde lo folclórico hasta un viaje en el tiempo con música disco o rock n´ roll, pasando por el perreo más intenso al ritmo del beat más reggeatonero de moda. Todo esto en una época antes de que existiera el Spotify, cuando la señal del internet en Uyuni no era de las mejores. Lo cual hacía de cada noche una experiencia diferente y especial. Y en el baile, pasaban cosas. Muchos aún somos agradecidos por los hembrones o los dioses encarnados que nos regalaron las veladas de La Llamita: tantos besos furtivos, delirios de trasnoche, historias que no van a ningún lado. Amores del turismo.
Así La Llamita se fue forjando en una meca del alcohol en Bolivia, la cual se nutría de saberes de todo el mundo, que llegaban gota a gota con sus dignos e indignos parroquianos. “Este juego me lo enseñó un irlandés”, “este cóctel lo aprendí de un japonés”, “hubo una hermosa mujer camba que me inspiró a crear el dulce veneno”. Un verdadero museo interactivo del chupe. La mística del boliche estaba además ornamentada por fotos de culos, sí, de culos de miles de personas que al terminar la happy hour podían clamar por una extensión única e indefinida a cambio de dejar la foto de su desnudo trasero en el muro de los culos: viajeros, oportunistas, tacaños, ebrios y arrechos no dudaron un segundo en acceder a tan accesible y justa transacción.
Entonces... ¿por qué murió La Llamita? Un día insospechado, Roberto decidió girar el timón de ese barco y cambiar su rumbo hacia tierras más prometedoras, menos decadentes, por lo que tuvo que cerrar La Llamita. Y para mi esa noticia fue desoladora. Ni siquiera pude estar para el último brindis, el último adiós, no pude despedirme de ella. Lo escribo con lágrimas en los ojos, sucumbiendo a las ganas de recordarla, nombrarla, detestando ser la portavoz de la mala noticia para quienes alguna vez pudieron disfrutar de ella. Esa gente dispersa por el mundo me entenderá: es como si hubiera muerto una entrañable amiga.
Extraño ese olor a cigarrillo eterno, la familiaridad de llegar a reencontrarte con amigos de ruta, coincidir con tantos individuos similares, pero diferentes, quienes convirtieron a La Llamita en mi segundo hogar. Literal. Fue gracias a una invitación de Roberto que pasé a formar parte del equipo mediante su nuevo proyecto turístico y terminé viviendo en Uyuni, precisamente en La Llamita, durante casi una década, en una casa céntrica construida de adobe, lo cual funcionaba como un excelente aislante sonoro que me ayudaba a dormir pese al ruido estruendoso que se mantenía en el bar aledaño.
Ese bar fue mi hogar en Uyuni, mi primera conexión con un gran mundo de personas y saberes, mi iniciación en el desierto andino. Roberto fue, además del dueño de La Llamita, un amigo, alguien que podía prodigar enseñanzas, incluso en vena paternal. Alguien a quien visitar con sed de conocimiento, sed de incertidumbre, sed a secas, para siempre encontrar en él una fuente inagotable de sabiduría. Y cócteles.
La Llamita ya no está, pero la impresión que dejó perdura. Tanto así que un buen día llegó Israel Flores, un geólogo paceño con poco norte, quien tras una charla con Roberto, sintió la necesidad de tomar la posta. Hoy a raíz de esa charla, la vida de Israel cambió y ahora rige un restobar, el Hotspot, The new religion. La llamita ya no está, pero gracias al “esperma de llama”, tuvo crías; Israel aprendió bien del maestro y hoy nos brinda un espacio donde tomar el mejor singani sour del altiplano mientras brindamos a la memoria de La Llamita, siempre entonando a voz en cuello “que no te cierren el bar de la esquina”.