El Chueco en el Chaco VI
El héroe absurdo
Luego de su reconocimiento de Campo Jordán, Céspedes regresa a Saavedra. Ahí hará la reportería correspondiente, redactará ideas, organizará apuntes y se preparará para atestiguar el combate. Ni bien da los primeros pasos, descendiendo de su camión, el rumor de hombres afanados que se mueven de un lado a otro captan su atención. El aire pesado se hace más denso aún con la reverberación de miles de órdenes que se oyen como murmullos, y la proliferación de estelas de humo del combustible quemado por los camiones, que mueven hombres, equipos y municiones en un rítmico afán. El engranaje de la guerra se va engrasando y poniendo en movimiento, piensa.
Su condición de corresponsal le permite aproximarse a las cabezas más importantes en ese momento de la campaña. Una de ellas es la del coronel David Toro. El oficial que acompaña a Céspedes apunta con el dedo a un hombre que sobresale de los que lo rodean. La jerarquía de su grado parece ajustarse a su aura. El uniforme, que viste con elegante desprolijo, parece haber sido diseñado para ser utilizado de esa manera. Así lo describiría Céspedes:
Alto, de anchos hombros, ligeramente agachado, con una descuidada capa militar y una gorra de campaña, viene por el camino un militar que parece alemán, de andar pausado. Es rubio, de ojos azules, uno de los cuales pliega los párpados continuamente al colar la reverberación blanca de la arena sobre la que rebota la esfera del sol escondido entre nubes. Sobre la comisura izquierda de los labios se arriesga un gesto que es, al mismo tiempo, irónico y despectivo. Con ese rictus y el fruncimiento del ceño con el que reprime la claridad de sus ojos, fija su atención sobre el objeto que contempla. Este militar parece un hombre maduro por la barba rubia y rala que le apunta en el rostro. Y parece demasiado joven por las carcajadas con que viene llenando el camino.
El coronel David Toro es, en marzo de 1933, el Jefe del Estado Mayor del Primer Cuerpo de Ejército, por su abreviatura Esmacice, y más abreviado aún, Cice. El jefe se desprende del grupo de oficiales que le rodea para atender a Céspedes. La gorra está ligeramente ladeada sobre la cabeza y la capa más cargada sobre un hombro. En sus labios una colilla de cigarrillo en sus últimos estertores.
—Dice que ha sido usted muy tostificado en Nanawa, che —le dice al cronista al momento de extenderle la mano—. Me alegra que haya aprendido a andar de barriga por el terreno.
Céspedes ríe, con una media sonrisa cínica, mientras escruta de pies a cabeza a uno de los hombres que pasaría por la presidencia del país en la posguerra, rodeado de controversias. Para el cronista es imposible saber en ese momento que la participación del Cice en el devenir patrio sería cuestionable, y a pesar de notar la hipnótica personalidad del militar, y de haberla descrito casi como jactándose de ser un cazador que detecta un peligro, a pesar de ello, se deja seducir por la presencia de David Toro.
El momento es interrumpido por un camión lleno de soldados que, en su tránsito hacia la Kilómetro 7, tiene que pasar por Saavedra. El oficial más antiguo de esta comitivita, fiel a las formas militares, debe presentarse ante el jefe ahí presente. Del camión desciende un joven moreno, macizo, de hombros y de rostro ancho en el que se marcan rudos rasgos campesinos.
Con un gesto estricto el oficial siguió la teatralidad sagrada los ritos castrenses. Había algo en la enérgica hipérbole que, por un lado, hacía de la escena una caricatura tragicómica y, por otro, erizaba los pelos con fantasías de virilidad.
El joven moreno caminó hacia Toro con pasos absolutamente seguros. Las mangas de la sucia blusa de combate remangadas hasta el antebrazo. La misma prenda abierta hasta la altura del pecho, más por la ausencia de botones que por la obligación del calor. La gorra bien encastrada en la cabeza hasta casi cubrirle la mirada. Una mirada de ojos negros y pequeños, que parecen examinarlo todo con severidad.
Estando a la altura del jefe militar, el joven oficial hizo un enérgico alto y una conversión a la derecha con un medio giro sobre su propio eje. El movimiento destacó con dos enérgicos zapatazos, que levantaron polvo y produjeron una ligera vibración en el suelo, junto a un sonido mudo que se sintió como golpe en la boca del estómago. El joven oficial clava la mirada oscura y puntillosa en los ojos azules de Toro, que contrastan con los suyos. Tiene ambas piernas cerradas y ambas palmas apoyadas sobre los extremos laterales de estas: está firme. Con un movimiento enérgico, pero agraciado, con prisa, pero sin urgencia, lleva la mano derecha hacia la cabeza, con la palma extendida y rígida, apoyando apenas la punta del dedo del medio en el nacimiento de la visera de la gorra, a la altura de la sien.
—¡Buenos día, mi coronel! ¡Con permiso, mi coronel! ¡Se presenta el capitán José Castrillo del Regimiento Loa, mi coronel! —dice con un vozarrón que tiene la potencia de un grito, pero la claridad y nitidez de un canto.
—¿Cómo va, Castrillo? Le presento a Céspedes. Céspedes: Castrillo —dice Toro, tras haber devuelto el saludo militar.
Ambos hombres se dan la mano e intercambian breves palabras, cortesías apenas. Se toman una fotografía que incluye también al doctor Genaro Mariaca, que se había detenido ante el hipnótico rito. Castrillo se excusa de más formalidades porque debe seguir viaje inmediatamente. Con un ligero trote parece galopar hasta el camión, se sube casi de un brinco y este arranca.
Toro mira al periodista.
—De Castrillo se ha hablado poco y es un gran muchacho—le dice con tono de reproche—. Entre todos los militares de la campaña, antes y ahora, el primero Germán Jordán. Inteligente, valiente, sereno, un gran jefe. Y después, entre los jóvenes, Busch y Castrillo. Ya lo conocerá usted.
Lo cierto es que la oportunidad de conocer a Castrillo no llegó y la mención de este oficial en las cónicas de Céspedes se limita a este saludo. Empero, José Castrillo sintetiza también las características del héroe absurdo que perfilará después en los cuentos de su Sangre de mestizos. También es notoria la similitud de este hecho con la muerte de Germán Jordán, que Céspedes evocará y narrará más adelante, y cuya figura también precede como referente en la acotación de Toro.
José Agustín Castrillo nació en La Paz en agosto de 1901. Egresó del Colegio Militar en 1927 y cerca de un lustro después, en agosto de 1932, ingresó al Chaco. Oficial de caballería, destacó entre los conductores de la 4ta División.
Sobre su muerte, el coronel Julio Díaz Arguedas escribió:
Después de haber combatido ferozmente en las primeras acciones de la campaña, con distinguida participación en Boquerón. Había llegado el aciago 18 de junio de 1933, fue en las trincheras de Gondra. Un día de calma completa Castrillo iba de un lado a otro en el sector defendido por su regimiento "Loa", en compañía de un estafeta, observando las trincheras sin sufrir fatiga alguna. Se detenía para charlar con su tropa animándole siempre. De pronto una bala le atraviesa el cuello cortándole la aorta. Castrillo que no quiso seguir los consejos de su estafeta pidiéndole se cubriera durante sus caminatas, se apoya en el tronco de un árbol y luego cae al suelo bañado en sangre. Su estafeta trata de auxiliarle, pero pocos minutos después expira el gran soldado....
Aquella tarde de su muerte el cuerpo del héroe es enviado a Fortín Saavedra, en un ataúd fabricado con cajas de munición, después de haber sido envuelto en un mosquitero a manera de Sábana Santa y junto al cual se había puesto en una pequeña bandera nacional descolorida esta inscripción:
"La Cuarta División, a su héroe máximo el Capitán José A. Castrillo.- Campo Gondra, 18 de junio de 1933".
El minotauro en su laberinto
Tras la interrupción, Céspedes vuelve a la conversación con Toro. El jefe militar es lúcido en sus respuestas, sabe ser tan divertido como incisivo. Sabe tener una absoluta confianza en todo lo que dice, barnizando de veracidad cualquier afirmación suya. El cronista, que se cree escéptico, es otro de los engatusados por este hombre. Parece que no hay interlocutor que se le resista.
Dice de él:
Nadie lleva la gorra de campaña y la capa militar con tan estético desarreglo como Toro. Objetivamente es el perfecto jefe de campaña. Por dentro, a juzgar por sus palabras, parece un hombre de una ordenación mental casi matemática, con la circunstancia de que esa matemática reposa sobre el fondo de un humorismo optimista que matiza de amenidad todas las cosas. No es pues una inteligencia fría sino más bien una inteligencia rubia la de este coronel.
Más adelante, con la perspectiva de los años, Céspedes ajustaría su visión sobre Toro. En El dictador suicida, la biografía que Augusto escribe de Germán Busch, David Toro es descrito así:
Un talento semiculto, cultivador de un gran ingenio, puestos ambos a una fisionomía de Gargantúa, no podía construir las cualidades aconsejables para orientar una revolución. A Toro le gustaba demasiado la buena vida para sacrificarse en una tarea revolucionaria. […] En el campo militar, Toro no estaba asegurado sino por su simpatía personal en un sector, que sedujo gracias a su caudalosa facultad de hacer chistes y al aún más caudaloso derroche de carcajadas con que los celebraba.
David Toro Ruilova nació en Sucre el año 1898. Tras egresar como subteniente del Colegio Militar de La Paz, comenzó una carrera en la que supo destacar más por su inteligencia social que por su capacidad de liderazgo. Esta descripción en la biografía de Busch escrita por Céspedes da cuenta de una personalidad que le permitió posicionarse cómodamente en espacios de poder y toma de decisiones importantes. Pero, principalmente, en complots y conspiraciones de nivel nacional, hasta hacerse de la presidencia del país en 1936.
Toro aparece en la biografía de Germán Busch porque es imposible separar la trenza que el destino hiló con la vida de estos dos hombres y el devenir patrio. Robert Brockmann describe así el inicio de esta relación:
Un día, en rueda de oficiales, el subteniente Busch fue presentado al capitán David Toro, cinco años mayor. La buena impresión que le causó Busch hizo que Toro solicitara el traslado del subteniente a la unidad bajo su mando. Germán había conocido a su agente del destino. Desde el primer momento, la relación entre Busch y Toro, ambas personalidades de trato fácil, fue de una estrecha amistad. Busch se convirtió, de hecho, en su protegido. Ese encuentro y esa amistad fueron el comienzo de la carrera del Camba.
La unidad que Toro comandaba era el regimiento Ingavi de Caballería, acantonado en Viacha. Esta unidad se había creado para incorporar a los viejos miembros de la Guardia Republicana, un grupo paramilitar que había sido funcional a Bautista Saavedra, patriarca del partido de gobierno de Hernando Siles. Había también una disputa interna de poder, haciendo el entretelón para la crisis política que devino del afán de Siles de prorrogarse en el poder.
Vale la pena hacer un pequeño recuento de lo acontecido en ese periodo de preguerra:
Hernando Siles Reyes asumió la presidencia de Bolivia el 10 de enero de 1926, al haber sido candidato del oficialista Partido Republicano. Había postulado acompañado de Abdón Saavedra, que además de ganar la vicepresidencia, era hermano de Bautista Saavedra —presidente predecesor y jefe del partido de marras—. Abdón era, en realidad, un satélite de su hermano, que hallaba la manera de seguir siendo el presidente tras las bambalinas. Siles Reyes no iría a permitir estar siempre bajo la mirada del jefe, así que encargó a su vicepresidente una larga misión diplomática. Una vez que esta fue concluida, puso una serie de obstáculos para el retorno al país de Abdón Saavedra. Lo exilió con discreción.
Eventualmente estas disputas de poder en el seno del partido llevarían al quiebre definitivo. Siles Reyes dejaba el Partido Republicano llevándose a una facción de jóvenes y entusiastas seguidores, entre ellos Augusto Céspedes y Carlos Montenegro.
Esta dupla aborrecida estaba en la primera línea de defensa de Siles Reyes, al punto que un joven Céspedes, director de El Comercio enfrentaría en duelo con pistolas a Joaquín Espada, director de El Republicano, de línea Saavedrista. Este evento está comentado en el primer capítulo de este recuento.
Tras el quiebre, pero aún en la presidencia, Siles Reyes crearía el Partido de la Unión Nacionalista, con otro grupo de disidentes jóvenes del Partido Liberal y del Partido Republicano Genuino. Además del Chueco y del Fiero, otros futuros ideólogos del Nacionalismo Revolucionario militaron en las filas de Siles, entre ellos Víctor Paz Estenssoro y Walter Guevara Arce.
Siles logró controlar los embates del Saavedrismo y apuntó a prorrogarse en el poder al final de su mandato constitucional, que debía concluir el 10 de enero de 1930. En principio, consiguió que el Congreso sancione una ley interpretativa que amplie su mandato hasta agosto de ese año. Pero la intención concreta era acceder a un segundo periodo de mando que sea validado por elecciones, hecho que era inconstitucional. Para lograrlo había que primero llegar a una Asamblea Constituyente que modifique el mandato de la Carta Magna. Los seguidores del presidente le aseguraron que así se haría. Para olear y sacramentar todo este plan, el presidente debía renunciar a su cargo, y así se hizo el 27 de mayo de 1930.
Parecía la estrategia perfecta, pero omitía un particular detalle: Abdón Saavedra, que se encontraba exiliado casi desde el inicio del mandato de Siles, ni había renunciado a su cargo ni había sido destituido de este. Por lo tanto, tras la renuncia de Siles la ley ponía a Abdón Saavedra de presidente. Los prorroguistas decidieron omitir este detalle y meterle nomás.
El gobierno pasó entonces a la junta de Ministros. Tres nombres de este gabinete tendrían también grandes responsabilidades en los desastres que vendrían más adelante, durante la guerra: el general Hans Kundt, como ministro de Guerra, el entonces mayor David Toro como ministro de Fomento y Comunicaciones, y el coronel Carlos Banzer. Más adelante, en la campaña del Chaco, el primero sería el comandante en Jefe del Ejército, el segundo, ascendido a Coronel sería Jefe del Estado Mayor del 1er Cuerpo del Ejército y el tercero comandante de la 9na división. Errores de estrategia, de percepción y desinteligencias entre esta terna provocaron el desastre de Campo Via: 7.500 combatientes bolivianos fueron hechos prisioneros de guerra. Se trataba de dos tercios de toda la fuerza combativa boliviana en el Chaco.
Pero el afán de prórroga del presidente Siles y sus partidarios se enfrentó a lo que no habían calculado: una marcha popular y estudiantil que se oponía a la manipulación de la frágil institucionalidad fue brutalmente reprimida por la policía el 22 de junio de 1930. Según Robert Brockmann, 26 manifestantes murieron aquella jornada. Esto derivó en que diversas unidades del ejército se levanten contra el gobierno. Entre el 24 y el 28 de junio de 1930 se amotinaron los regimientos Camacho, Aroma, Ballivián, Viacha, Pérez y cadetes del Colegio Militar. De manera transversal, las protestas civiles permanecían encabezadas por estudiantes de la Universidad Mayor de San Andrés. La insurrección militar estuvo compuesta por: Carlos Blanco Galindo, Bernardino Bilbao Rioja, Filiberto Osorio y José Leonardo Lanza, entre otros.
El levantamiento supuso el final del sueño de Siles. Su gabinete de ministros fue retirado de las funciones de gobierno. Hans Kundt fue exiliado del país, para luego de unos años regresar triunfante a comandar las fuerzas bolivianas en el Chaco, historia que comentamos brevemente en un capítulo anterior.
Una junta de gobierno encabezada por el general Carlos Blanco Galindo asumió el gobierno el 28 de junio de 1930, hasta el 5 de marzo de 1931, con el mandato de ser un gobierno de transición que llame a elecciones. Fue un lapso que permitió la recomposición política de la oligarquía boliviana, que había sido fiel al Bautista Saavedra. La elección resultante dio como ganadores a Daniel Salamanca Urey y David Tejada Sorzano del Partido Republicano Genuino.
Los militares que fueron partidarios del Saavedrismo, entre ellos Toro y Busch, recibieron destinos “castigo”, pero eso lo veremos un poco más adelante.
A continuación, un dato relevante para la chismografía nacional: Dos hijos de Hernando Siles Reyes llegarían a la presidencia.
Hernán Siles Suazo, hijo extramatrimonial de Siles Reyes, y Luis Adolfo Siles Salinas, hijo legítimo del mismo. Orbitarían en lados antagonistas del poder, como en la mejor de las ficciones de aventura, intriga y drama familiar. Pero esa es otra historia y debe ser contada en otra oportunidad.
***
Este es el contexto político en el que Toro y Busch se conocen. El Camba se gana la simpatía de Toro por su determinado liderazgo militar, el que usa para imponer disciplina en ese grupo de hombres en constante motín. Toro decide entonces que cabalgará sobre las seguras y briosas ancas de Busch en su propia carrera al poder.
Por eso, cuando Kundt pide recomendaciones para designar a su ayudante en el Estado Mayor, Toro no duda en nominar a Germán. No solo porque es un oficial de espíritu ejemplar, o porque espera que conecten por el vínculo alemán, sino principalmente por su afán de tener una mirada privilegiada al corazón del ejército boliviano.
El comandante alemán fue otro de los absolutos seducidos por Toro, teniéndolo siempre cerca, siempre en lugares privilegiados, siempre como buen consejero. Ambos, además, serían ministros del gabinete del presidente Siles Reyes hacia el final de su gestión. Luego de esto, y tras el fracaso del intento prorroguista comentado con anterioridad, Kundt se va del país hasta su retorno para encargarse del ejército en la guerra; Toro cumple destinos menores y Busch es asignado con una misión casi suicida: hallar las ruinas de la reducción jesuítica en Zamucos, hecho que ayudaría a Bolivia en su argumentación legal de soberanía en el territorio, pero esa es otra historia.
Algunos años más tarde, y durante la guerra, Kundt se arrepentiría de haber confiado tanto en aquel hombre de risa fácil y respuestas complacientes.
El primer revés en la jefatura de Kundt vino tras el fracaso de Nanawa, en Julio de 1933.
Robert Brockmann señala en su libro El general y sus presidentes que Toro había logrado sembrar desconfianza hacia el comandante, su padrino, entre los oficiales:
Apenas a un mes de haber asumido Kundt la comandancia suprema del Ejército en Campaña, el ministro Alvéstegui vio en esta desaprobación de Toro —que el coronel se encargó de divulgar a espaldas de su jefe— el principio del fin de la autoridad del alemán:
Propiamente una descalificación rotunda de la capacidad profesional del comandante supremo, fulminada por uno de sus subalternos, su preferido de siempre. Nada pudo hacer pero Kundt para labrar sus desprestigio ante sus subordinados, los militares en campaña. Porque al ser divulgado entre estos el juicio despreciativo de Toro, quedó como un axioma que ninguna orden del generalísimo llevaría en sí la calidad del acierto si no contaba con la aprobación de Toro. Y esta convicción se afirmó, ante el hecho de que realizado el cotejo de los proyectos para atacar Nanawa, fue hallado bueno el de Toro y adoptado para el ataque, y desechado el de Kundt. […] Y hacía un mes apenas que este asumió la comandancia suprema.
Toro conspiraba en contra de su jefe, mientras le ofrecía también consuelo:
¿Qué hacía Kundt durante la batalla? Según Toro, que ya conspiraba, el comandante en Jefe “estuvo presente en el campo de batalla observando como Napoleón con sus anteojos el desarrollo del ataque”. Con todo, fiel a sí mismo, Toro le dijo a su jefe: “No se aflija, mi general, ya vamos a arreglar las cosas en el camino con un informe que sea convincente”. Casi simultáneamente, pensaba que ”mi deber de boliviano y de jefe me señalaba un solo camino […] resolví dar el grito de alarma […] muy discretamente me alejé del Comando y del teatro de operaciones”. Más sincero, el coronel Óscar Moscoso le dijo a Kundt: “A usted lo van a colgar, mi general”.
Tras el fracaso de Nanawa, evento del que hablamos en un capítulo anterior, la carrera de Kundt a la cabeza del Ejército en Campaña duraría aproximadamente un semestre más. Hasta el desastre de Campo Vía en diciembre de 1933.
Años después, en 1935, Kundt descubrió las puñaladas en la espalda que había recibido, y escribió una carta a su otrora protegido:
Raro es que usted no recuerde haber opinado por escrito a favor del segundo ataque a Nanawa. Tampoco existen motivos para negar este ataque, que debe ser contemplado no como un hecho aislado, sino dentro del conjunto de las operaciones. Y sostengo todavía hoy que si todas las órdenes se hubiesen cumplido, tal y como han sido dadas, el éxito hubiese sido nuestro, pero he sido informado en estos días que usted, en días anteriores al ataque había demostrado en público su opinión adversa al ataque, desmoralizando en esta forma a la tropa y quebrantando la fe en el éxito.
Después de que Kundt fuera destituido en diciembre de 1933, la sombra de Toro seguiría presente en las decisiones políticas y militares de alto nivel. Siempre apoyado en la ingenuidad temeraria de Busch que le ganaba la simpatía de los oficiales jóvenes, por un lado, y daba la contundencia de un golpe bien dado, por el otro. Así la siguiente conspiración de Toro sería para derrocar nada más y nada menos que al presidente Daniel Salamanca.
Tras la destitución de Hans Kundt, la jefatura del Ejército recayó sobre el general Enrique Peñaranda, coronel que había tenido relevancia en el afán de detener la debacle del ejercito tras la caída de Boquerón, en la defensa de Kilómetro 7. El presidente Salamanca designó a Peñaranda, ascendiéndolo a general, con la idea de que había sido el único jefe que logró romper el cerco paraguayo, tratando de evitar su caída en desgracia en Campo Vía.
La realidad fue algo diferente. Fueron los hombres del Regimiento Lanza quienes, a base de fuerza y empuje lograron abrir una brecha sobre la tenaza opresiva que se cerraba sobre Campo Vía.
El coronel Peñaranda, al momento del avance tenaz del Lanza, había replegado a la tropa de zapadores bajo su mando que abrían la picada “Capriles”, una ruta alterna que se abría entre Alihuatá y Saavedra, la zona en conflicto en el contexto del desastre de Campo Vía, con la urgencia de romper el cerco; Peñaranda y sus zapadores retrocedieron hasta Saavedra. Los hombres del Lanza habían logrado romper el cerco, al costo de menguar significativamente sus fuerzas. En ese punto crucial decidieron dividir a los hombres que ahí restaban. Los tenientes Román Urdidinea, Armando Ichazo y Román Urriolagoitia continuaron rumbo hacia Saavedra con 123 soldados. Lograron su cometido y se escabulleron entre el acecho enemigo justamente por su escaso número. Este grupo logró sumarse a las tropas de Peñaranda que se replegaban a Saavedra, salvo el teniente Urriolagoitia, que falleció en las escaramuzas. El resto del regimiento Lanza, que, siguiendo en las crónicas de Céspedes hasta entonces, exudaba el máximo de heroísmo por cada uno de sus poros, decidió quedarse ahí, sosteniendo la brecha abierta con tanta sangre y sudor sacrificados, para que la mayor parte posible de bolivianos pudiera escapar del cerco que se había cerrado y que estaba por consolidarse. Como toda la guerra, el sacrificio de estos hombres fue burdo y estéril: absurdo, pues. Nadie más alcanzó a librarse del cerco por esa vía. Al cabo de poco tiempo la superioridad del enemigo logró dar de baja a ese remanente de hombres, que muertos o cautivos dieron todo de sí mismos por sus camaradas. 7500 bolivianos fueron hechos prisioneros, y otro número indeterminado de connacionales —que seguro sobrepasa los miles— fallecieron entregados a la hostilidad del Chaco, escapando del enemigo.
Por la urgencia de las comunicaciones en la campaña, pero también por las manipulaciones de David Toro en los informes, el presidente Salamanca entendió que fue Enrique Peñaranda el gestor de esta heroica resistencia. No solo lo ascendió a general, sino que también lo designó como comandante del Ejército en campaña, en lugar de Kundt. La página en Wikipedia que describe los acontecimientos de Campo Vía lo narra así:
El teniente coronel Toro se apresuró a obtener de Kundt su última orden, nombrar a Peñaranda como sucesor. Se adelantó así a los ministros Quiroga y Benavides que traían al general Lanza como candidato. Salamanca destituyó al general Kundt y lo reemplazó por Peñaranda creyendo que había logrado romper el cerco paraguayo. Peñaranda nunca aclaró esa situación. Y así, un regular comandante de regimiento, fue ascendido a general de Brigada y nombrado Comandante del Ejército Boliviano.
A pesar de la derrota militar, Toro tenía razones para festejar. Su muy privada guerra para llegar al poder se movía en direcciones favorables. La misma entrada en Wikipedia señala:
El 24 de diciembre, en Ballivián, a 200 km al noroeste de Campo Vía, se reunieron para festejar la Navidad: Enrique Peñaranda, Ángel Rodríguez, Oscar Moscoso, David Toro y su protegido Germán Busch. El historiador boliviano Querejazu Calvo describe así aquella noche:
"Los nuevos jefes se reunieron alrededor de una larga mesa para celebrar su encumbramiento. El desastre de Campo Vía quedó olvidado. El principal culpable [Kundt] estaba confinado […] sus espíritus retozaban de libertad y alegría. Ellos eran ahora los dueños de la situación y sabrían demostrar al país y al mundo que podían bastarse a sí mismos, conduciendo la campaña como no lo pudieron hacer ni Quintanilla, ni Guillén, ni Lanza, ni Kundt. El licor corrió sin tasa. Era la primera de las parrandas con que los integrantes de esos comandos, con contadas excepciones, iban a sumar, a su fracaso como estrategas, la fama de intemperantes"
La sentencia del historiador y excombatiente, hace referencia a la seguidilla de malas daciones que tomaría este grupo empoderado, apoyado en la bravosidad de los seguidores de Busch —claramente manipulado por Toro—. Estas decisiones terminarían en fracasos en el campo de batalla y situaciones peliagudas para Bolivia en la posguerra. El siguiente paso de este grupúsculo de conspiradores sería el derrocamiento del presidente Salamanca.
El tristemente célebre Corralito de Villamontes. Así se denomina al sitio que sufrió la comisión presidencial de Daniel Salamanca en su visita al Chaco en noviembre de 1934, a casi un año de la destitución de Kundt y el ascenso de Peñaranda. En Dos disparos al amanecer, Robert Brockmann lo relata de la siguiente manera:
La segunda semana de noviembre de 1934 ocurrió el desastre de El Carmen, donde, debido a errores de Toro, cayeron prisioneros 7.000 soldados bolivianos y el fortín Ingavi —aquel fundado por Ayoroa y Busch en 1931— fue capturado por el enemigo, dejando en la línea boliviana un enorme boquete casi imposible de tapar.
Salamanca resolvió dirigirse al Chaco y destituir a ese alto mando. Extrañamente, no a Toro. En Villamontes se dispuso el nombramiento de José Leonardo Lanza como comandante en Jefe, en Lugar de Peñaranda y al teniente coronel Luis Añez en remplazo de Felipe M. Rivera.
Para resumir un poco, al arribo de Salamanca, y enterado el alto mando en Campaña de las decisiones del presidente, se tomó la determinación de derrocar al jefe de Estado. El encargado de la acción sería el mayor Germán Busch, que la madrugada del 27 de noviembre tomó por asalto la casa en la que se encontraba el presidente y su comitiva. Tras un frente a frente, pistola en mano, con el general José Leonardo Lanza, Busch decide que su participación en la conspiración ha concluido, esta está completamente encaminada. Busch se repliega. La casa, de todas formas, es el objetivo de algunas baterías de artillería. Por si acaso. Al concluir esa jornada, en medio de acaloradas deliberaciones con los insurrectos, el general Lanza acabaría arrancándose los grados de las presillas del uniforme, mientras profería con indignación que se avergonzaba de ser general del Ejército de Bolivia.
Sin dejar vacío de poder, asumió la presidencia el vicepresidente Luis Tejada Sorzano, y el alto mando en campaña quedó como los conspiradores lo desearon. Por demás está decir que fue un mando desastroso, culpable de fracaso tras fracaso. David Toro fue el artífice de muchos de estos desastres.
Se debe decir que honra a David Toro el no haber participado ni en la planificación del golpe ni en su ejecución, ni en este último debacle de cómo legalizar lo ilegal. Pero no debe olvidarse que fue su indudable liderazgo político y su absoluta negativa a aceptar a los generales Lanza y Bilbao [Rioja] —por su rivalidad personal, debido a los antecedentes políticos anotados— lo que hizo posible e impulsó la rebelión contra Salamanca.
Los antecedentes políticos a los que se hacen referencia son los comentados con anterioridad, aquellos de la insurrección, encabezada justamente por Lanza y Bilbao Rioja, contra el intento de prórroga de Hernando Siles, apoyado por Toro.
Continúa Brockmann:
Seis semanas después del desastre de El Carmen —es decir, solo un mes después del Corralito de Villamontes— Toro protagonizó otra debacle militar en Picuiba, donde se perdieron casi 8.000 soldados, por la inconcebible incuria de Toro de haber abandonado el puesto de provisión de agua. La mayoría de aquellos infelices murieron de sed.
El resto de la campaña sería una serie de derrotas vergonzosas encabezadas por los insurrectos, salvo Busch, que aunque continuaba confiando en Toro, aún lograba heroicos aciertos militares.
Otro uniformado que supo salvar un poco la debacle fue Bernardino Bilbao Rioja con su formidable defensa de Villamontes, hecho ya narrado en un capítulo anterior.
En la posguerra Toro continuaría en las conspiraciones, principalmente en el afán de eludir responsabilidades, las suyas y las del alto mando, en la desastrosa campaña final del Chaco. Mientras supervisaba la desmovilización de las tropas en Villamontes, Toro organizó un golpe contra Tejada Sorzano, ejecutado por Busch.
Pero el gobierno en manos de Toro acabaría marcando el despertar de Germán Busch que, decepcionado de su otrora protector, encabezaría una nueva insurrección, esta vez Busch no golpeaba para otros, ahora se quedaría con el poder. Era Julio de 1937.
Un año después, Toro intentó derrocar a Busch con un golpe que fracasó. Por ello tuvo que exiliarse a Chile, donde residió hasta su muerte en 1977, a los 79 años de edad.
La víspera en el avispero
—La ofensiva en Campo Jordán que ha de producirse mañana —expone Toro al periodista que toma apuntes en su libreta— tiene dos objetivos: colaborar estratégicamente al movimiento de la 9° División que tomará Alihuatá, y romper la línea paraguaya que se encuentra estabilizada desde noviembre a 12 kilómetros de Saavedra.
Interrumpe la exposición un suboficial que llega con un ligero trote: correr con un mandato es indigno de su rango, pero es una convocatoria urgente. Se cuadra ante el jefe y saluda.
—Con permiso, mi coronel. El general le llama al teléfono.
—Bueno, no se pierda, che —le dice a Céspedes mientras le extiende la mano—. Nos veremos mañana en la batalla…
Hay cierta fascinación en Céspedes, que observa con su mirada profunda el afán y correteo de la gente que se prepara para el combate. El cronista ya ha estado en la línea de una posición estancada, en su paso por Nanawa, y ha experimentado un poco de la experiencia de la guerra. Ahora está a horas de presenciar un combate y reportearlo desde la primera línea. Aquello le llena de emoción y de un estúpido orgullo viril.
Apunta los detalles de todo aquel movimiento que parece caótico pero que en realidad se maneja con la precisión de un reloj. Pasea el resto del día alrededor de todo el fortín, atento al afanoso movimiento de enjambre. Escribirá en su crónica:
Más preparativos: las baterías de artillería, emplazadas algunos kilómetros detrás, se abarrotaban de munición y era un espectáculo de escuela y de fiesta ver cómo los comandantes de batería, libreta en mano, dictaban en lata voz indicaciones que eran recibidas por los servidores sentados en cada pieza, mientras que, cerca, los cajones de grandas eran abiertos y su contenido depositado en mesas. Los soldados atornillaban y colocaban las granadas en filas simétricas, con gran actividad.
Por otro lado, se distribuía en todo el frente la munición de infantería. Descargada de los camiones la recibían los comandantes de compañía, los que a su vez la repartían por medio de los clases.
Los camiones aguateros iban y venían, y 60 camiones estaban en formación, listos a trasladar tropas, municiones o agua.
Traían también los camiones grandes carretes de alambre, con el objeto de extender las líneas telefónicas conforme avanzaran nuestras fuerzas al día siguiente. Entretanto, tres telefonistas operaban la central, ubicada en un pahichi en el km X (borrado por la censura).
Se recibía partes de las patrullas que, cautelosamente y con objeto de no hacer percibir que se preparaba un ataque, obtenían datos de las posiciones del enemigo, que nio habían variado desde el 27 de diciembre.
Más preparativos: a las 5 de la tarde del día 10 llegó el general Kundt al puesto del comando, donde estaban citados todos los jefes de regimiento que deberían intervenir al día siguiente, [el]de la batalla. Allá se ultimaron los preparativos del plan de ataque en una larga conferencia.
En la noche, recostado en el catre de campaña asignado en su condición de huésped, el cronista apenas puede dormir. Si bien estará en un lugar más o menos seguro, ha hecho las gestiones necesarias para lograr reportear la batalla desde el frente mismo.