El canto de las sirenas
“Sé una sirena que no se detiene hasta que hace maremotos.
Sé una sirena que sabe detenerse antes de devastar el mundo con ella”.
(Amanda Lovelace. EE.UU. 1991)
La voz es nuestro mayor instrumento para crear; es una poderosa arma inventora o destructora de mundos. Por tanto, somos poseedoras de un don… la voz. El sonido único y personal que contiene nuestra huella y sello. La propia voz, el canto, el grito o el susurro que alberga la magia para colmar un espacio e irrumpir con nuestra presencia hecha sonido. Sin embargo, el hechizo sonoro que producimos puede causar espanto y horror por su contenido o impacto, por su caricia o golpe. El saber utilizar la fuerza creadora de las palabras o el canto es un arte. Pero sobre todo, el arte mayor es romper los grilletes que nos sofocan; denunciando todo aquello que nos limita, levantando desde lo hondo esa voz primigenia que hace caer muros y nos permite reconocernos en esencia.
Los hilos de voz se tejen desde oscuros telares que conectan con nuestras historias y emociones, sintiendo el eco sordo, el ahogo de palabras cargadas, pronunciadas e impronunciadas, palabras que emergen o se sumergen en las profundidades de nuestro mar interior. Así, lo que no brota se estanca, lo que no se mueve se atrofia, lo que no se comparte se pudre.
Es ardua labor hilar sonidos, crear olas sonoras que impacten en rocas o lleguen a cálidas playas; es ardua labor permitirse el derecho de ser y brotar como vertiente, como cantarina voz y semilla que nutre el mundo. Nuestra voz nos reta a fortalecernos y entrenar el poderoso sonido, la vibración que viaja en tiempo, en espacio y que jamás se destruye, transformándose; ya que las ondas expansivas inciden infinitamente, rebotando con el sonido individual y colectivo del universo, conectándonos y conectándolo todo.
El sonido hecho palabra o canto, el sonido como energía se posa y anida en sus receptores. Nuestra historia sonora alberga la sumatoria de todas las palabras o cantos que nos han dicho o tarareado al oído; o las palabras que hemos inspirado en voz alta o en silencio. También contiene los sonidos rotos, inconclusos, dañinos o muertos. Somos parecidos a las caracolas que retienen el eco del mar, el danzar de las olas, el invisible movimiento de la arena que se seca y humedece, o el palpitar de todas las criaturas que alberga el coloso acuoso.
Asimismo, nuestros cuerpos retienen y almacenan los sonidos que nos han producido alegrías o tristezas y que están celosamente custodiados, a los cuales recurrimos para evocar imágenes, rostros, olores o sabores. Cada persona, lugar o situación tiene sus propios diarios sonoros, estos registros son un tipo de historia almacenada. Recordar las voces de los que ya no son parte de nuestro camino, o de los que ya no habitan este plano es reconfortante pero también doloroso, ya que el sonido es espejo de todo lo que existe o una vez existió, y que se niega a perecer en el mundo de nuestra memoria.
A su vez, un ejemplo que nos permite repensar la fuerza del sonido, la voz y el canto, es el personaje mitológico de la sirena, y su errónea interpretación relacionada con el poder destructivo de su voz. La sirena comparte el estigma de lo monstruoso, habitando los territorios de lo grotesco y peligroso. Las sirenas son concebidas como mensajeras de la seducción y la perdición. Sin embargo, quizá sea necesario analizar su verdadero poder; el de la muerte. Muerte que trae la liberación de todo aquello que debe perecer para renacer. Lo bello, en este caso, es concebido como dañino, poniendo en peligro la vida del viajero, una vida que debe ser protegida de la aniquilación. Empero, lo que nos cuesta entender es que el peregrino debe transitar las pruebas de lo desconocido para encontrarse y templarse. La sirena es una de estas pruebas.
El canto de las sirenas aparentemente atrae y engaña, adormeciendo los sentidos de los que se creen fuertes, pero sucumben ante las melodiosas voces que entonan cálidos sonidos y palabras. Las sirenas conducen al caminante hacia paradisíacos lugares, embriagándolo de placer al inicio; y de terror y muerte al final. Los viajeros se doblegan a causa de su propia debilidad, dejándose llevar por el magnetismo del mar y la oleada de experiencias que tratan de reprimir y callar. De esta manera, la misión de las sirenas es ahogar a los que temen, entregándolos como ofrenda al abismo y oscuridad. No obstante, la sirena que mata a los temerosos en realidad los libera. El rol de las sirenas es ahogar a los incautos en las aguas de las negadas emociones que son consideradas nefastas, o contrarias a la razón. Las sirenas sumergen a los ambulantes para que no le teman al sentir, para que se expresen sin complejos ni prejuicios.
La sirena es la emisaria de la liberación, del libre sonido y el desenfreno de lo húmedo, placentero y envolvente. Ella trabaja para lograr la incineración. La sirena, por tanto, representa la antorcha, el fuego y la luz, la fuerza de la expresión y las emociones del mar implacable, del amor, de la entrega total, de las pasiones desmedidas e incomprendidas, las que solo están destinadas para los valientes.
El canto de las sirenas nos alienta a entregarnos al goce de los sentidos, a no poner resistencia ante lo emotivo, a dejar que la voz destilada pero violenta nos inunde y nos salve del verdadero ahogo de la razón, de la extrema lógica. Para descubrir lo que existe en nuestras propias profundidades, para integrarlo, para entonar las melodías prohibidas, aquellas que conmueven las fibras más profundas del cuerpo y el alma. El canto de las sirenas nos recuerda que lo temido es en realidad una gran oportunidad para liberarnos, siendo marineros que no le tiemblen al mar, a amar y a sus misterios, pues ahora los inescrutables oleajes y tempestuosos vientos habitan en nosotros, y avanzan a nuestro favor, (pro)moviendo el continuo deleite, descubrimiento, plenitud y autenticidad.
Gracias al canto de las sirenas, escuchamos nuestras propias melodías, dejándolas que se escurran en autonomía para mutar lo superfluo, para dar paso a los misterios de lo nuevo en regocijante locura, comandada por el agua y sus inclementes emociones que son envolventes tentáculos; creando maremotos y devastando el mundo pero también renovándolo. Las sirenas cantan no solo con la voz, sino con todo el cuerpo y sus múltiples pasiones; su canto es muerte, pero también anhelada resurrección.