La montaña rusa de los treintas
Aquel domingo de diciembre mis padres invitaron a unas tías a casa a almorzar para que, de algún modo, también sean parte de mis festejos cumpleañeros. Hacía menos de un mes había cumplido treinta años, con una fiesta sorpresa junto a mis amigos y mi novio de por medio. La comida era picana, pues a pesar de ser un plato específico de Navidad, también es el de mi cumpleaños. Lo cierto es que no quería hacer algo especial, para no darle tanta importancia al temido cambio de dígito.
En aquel almuerzo con mis tías, en medio de las tertulias acerca la “crisis” en Bolivia y la vida de mis primos —incluyendo sus logros y cuestiones generales—, una de mis tías me consultó qué había hecho para festejar mi cambio de dígito y yo le conté sobre mi sencilla fiesta y lo feliz que había sido ese momento de ver a mis amigos del colegio y la universidad juntos tomándose unos cuantos tequilas conmigo y que no me lo esperaba. Ellas se notaban interesadas en el relato, pero también parecían listas para hablar, entonces llegaron las preguntas, esas que a veces quieres evadir responder.
“¿Qué has logrado en estos treinta años, Yoly?”, me preguntó una de ellas. No lo tomé mal, pero me puse a pensar si realmente había cumplido alguna de mis metas personales. ¿Cuáles eran mis objetivos? Realmente creo que en ese momento me di cuenta de que había olvidado qué quería lograr con mi vida, de pronto me di cuenta que me estaba dedicando a sobrevivir el día a día. “¿Crees que has conseguido éxito en estos años? Porque ya no eres una joven, ahora eres una adulta”, me dijo otra de las tías.
Solo atiné a sonreír y a seguir comiendo mientras pensaba en cómo me imaginaba que iba a llegar a esa edad. Cuando era niña me proyectaba a mis treinta años como una mujer hecha y derecha, segura de sí misma con un gran trabajo, con cientos de premios y a mi lado un esposo, dos hermosos hijos, una casa y un perro. Así veía la Yolanda niña a la Yolanda adulta. Pero lo cierto es que no tengo auto, no tengo casa propia, no tengo esposo ni perro que me ladre, mucho menos hijos. Es más, ni siquiera estoy segura de realmente querer ser responsable de otras vidas en este mundo que cada vez se pone más difícil. Mi generación, los tan odiados y queridos millennials, cada vez quieren menos bebés y no los culpo; si ya de por sí es difícil llegar a fin de mes y pagar las cuentas en un país donde la economía pareciera que poco a poco nos asfixia, una wawita en la ecuación hace más compleja la situación. Las noticias muestran varios estudios que realizan a los millennials y que señalan que, en general, en el mundo están descendiendo las tasas de natalidad. Una de las principales razones para ello es que ahora los jóvenes deciden no tener hijos o posponen ese momento para priorizar su carrera profesional porque apenas pueden sustentar sus propios gastos.
Precisamente mi trabajo, mi profesión, le da sentido a mis días. Soy periodista y amo lo que hago, me gusta contar historias, hablar con las personas, conocer distintas realidades y estar en el lugar de los hechos, pero también eso ha provocado que me aleje de mi familia y de mis amigos por el poco tiempo libre que me queda entre laburar largas horas entrevistando, escribiendo notas y yendo a la oficina fines de semanas y algunos feriados. El entregarme al trabajo también tuvo un costo, uno de los más duros, pues ni mis padres ni mi familia me tienen mucho en cuenta, ya que casi nunca tengo tiempo disponible para otra cosa que no sea trabajar. Me perdí navidades, cumpleaños, comilonas con los primos, idas al médico, viajes y siempre soy la última en enterarme de lo que pasa en mi casa. Y eso duele.
Dediqué mis veintes a laburar duro para lograr mi independencia y solo hace muy poco que lo logré, además me enfoqué en ahorrar para viajar donde pueda y calmar mi sed de conocer nuevas culturas y realidades, algo que siempre ha sido importante para mí, lo cual es muy millennial de mi parte. Si antes el éxito se medía en las propiedades a tu nombre, ahora un buen parámetro es la cantidad de experiencias que uno vive.
“¿Piensas casarte o tener hijos? Porque yo creo que estás en una edad ideal para hacerlo”, me dijo otra de mis tías sacándome de mis pensamientos. Y, de nuevo, ni siquiera tenía una respuesta certera al respecto. Me hubiera gustado decirle que, por lo menos en mi entorno, conocía a muchas personas pasando por crisis con sus parejas debido a infidelidades, desencantos, desamores y mentiras y que la idea de casarme no estaba muy clara, pues vivimos un momento en el que, de forma colectiva, estamos cuestionando nuestras formas de amar, nuestros límites, lo que estamos dispuestos a tolerar y lo que no vamos a callar. “Cada vez hay menos matrimonios y más irse a vivir con el novio, cada vez hay más divorcios y menos ganas de compromiso”, me hubiera gustado haberle dicho a mi tía, pero aún no sabía que un estudio del Instituto Urbano, un centro de estudios sociales con sede en Washington, dice que más del 30 % de las mujeres millennials estarán solteras a sus 40 años, casi el doble de lo que sucedía con la generación X (nacidos entre los sesentas y los ochentas).
¿Será que formo parte de ese 30 %?
No estaría mal. El plan de vida ya no era estudiar y casarse para formar una familia, como usualmente sucedía con la generación X o los boomers, había otras alternativas y vivir una vida sola era una de esas. Me quedé callada pensando, pues las preguntas de mis tías iban disipando mis certezas y las incertidumbres parecían satélites multiplicándose en mi cabeza. Me sentía perdida, pero me daba miedo aceptarlo abiertamente. A veces pensamos que las dudas y los vaivenes son para los “changos” y no para un “adulto joven”, como ya me correspondía ser.
Esa es la realidad de los treintañeros. En Bolivia se estima que hay alrededor de 189.399 personas que tienen treinta años, de acuerdo a datos del 2022 del Instituto Nacional de Estadística (INE). En general somos más de 905.000 personas de treinta a treinta y cuatro años. Somos los millennials, una generación que tuvo que crecer a medida que la tecnología avanzaba. Hemos vivido parte de nuestra niñez sin conocer un celular o una tablet y jugando el “oculta-oculta” o el “pato-pato-ganso”, hemos usado diskettes para la computadora y el VHS para ver películas, también hemos utilizado los cassettes para escuchar música y hemos visto los Walkman y más tarde los Discman. Somos la generación que tenía que pagar tres bolivianos la hora en el internet de la esquina para jugar o hacer las tareas o dejar sin teléfono por lo menos unas dos horas a tu casa para entrar al Messenger en un momento pactado para juntarse virtualmente con los amigos y escribirse o mandarse besos y zumbidos. Somos de los que bajábamos música de páginas de dudosa procedencia que descargaba una canción en horas y con “kilos” de virus, de los que cambiaron el Encarta por Google, los que tenían perfil en Hi5 antes que en Facebook.
Somos los que ahora nos quejamos porque nos duelen las rodillas o nos ofendemos cuando nos dicen por primera vez “señor” o “señora” y que usamos las redes como TikTok para expresar en videos esos cambios: dejar la fiesta por el gimnasio y una vida más saludable, convertirse en el cuidador de plantas o la doña de los gatos, como yo. Los millennials aprendimos a adaptarnos a la tecnología, a las redes sociales y al ritmo de vida que cada vez se va apresurando más y más; ahora estamos aprendiendo a convivir con la inteligencia artificial, las secuelas de la pandemia de la COVID-19 y una vieja confiable: la inestabilidad política. Esta última caracterizada actualmente por constantes marchas, falta de dólares y menor cantidad de oportunidades laborales.
De hecho, hoy en día, cada vez hay que estudiar más (especializarse y —si está en tus posibilidades— llegar a tener un doctorado) para aplicar a trabajos para los que, según tu perfil de Linkedin, estás “sobrecalificado” y cuyos salarios no van acorde con todos los esfuerzos realizados. A eso se suma que para salir del nido de los padres hay que pagar tremendos alquileres, una situación que cada vez se hace más difícil porque la vida (comprar comida, pasajes de transporte, pagar los servicios, las idas al médico) está cara y sacar un préstamo no es una opción para todos, especialmente si no tienes trabajo. Sí, puedes emprender ya que eso es una alternativa a la falta de oportunidades laborales, pero también se ha vuelto una pesadilla por los impuestos y las trabas que terminan truncando sueños.
Además, como rescatan algunos periódicos nacionales e internacionales, basándose en estudios académicos, los millennials somos una “generación deprimida” debido a la ansiedad social, la soledad, la frustración laboral, la constante comparación con los otros a través de las redes sociales y otros factores. Eso sí, todo ello ha empujado a toda una generación a sacudirse los tabués de los baby boomers respecto a la terapia para poder acudir al psicólogo o al psiquiatra. Lo cual es bueno, pero caro, casi un lujo.
A veces es abrumador pensar en el futuro y vivir este presente. Es complicado, especialmente porque los boomers (los que nacieron entre los cuarentas y sesentas) como mis tías juzgan mucho cuando te “quejas” de los obstáculos. Sienten que ellos superaron situaciones mucho más duras y que nosotros los millennials la tenemos fácil. Como si la vida se tratara de resistir todo el tiempo, como si eso fuera algo honorable para encajar o para sobrevivir.
Yo sé que mis tías no lo dijeron con mala intención, o eso es lo que quiero creer, pero fue inevitable que esas preguntas se quedaran en mi cabeza dando vueltas, como buscando una respuesta. Esas interrogantes se volvieron en reflexiones, largas horas pensando si era o no lo que debía hacer o si aún quiero las cosas que anhelaba en mis veintes. Siento que a esa edad creía que la vida era un poco más fácil, que podía cambiar las cosas, pero la realidad fue revelándose como otra; no fue una desilusión, solo fue crecer y darse cuenta de lo que implica avanzar en la vida y lo duro que hay que trabajar para alcanzarlo.
Ahora, en esta tercera temporada de mi vida, he puesto en duda cuestiones de mi identidad, mis prioridades, mis hábitos, mis límites, mi forma de relacionarme, del amor y sus derivados, incluso de si aún quiero vivir en La Paz (mi ciudad, que es hermosa, pero muy caótica con sus marchas, petardos, gritos, dinamitas). Me pongo a pensar si es un momento adecuado para cambiar, para probar, para lanzarse a nuevos caminos o mantenerme firme en el ya labrado.
Estoy segura que este tipo de preguntas una se las hace a lo largo de su vida, pero siento que los treintas son un momento en el que te replanteas cosas con mucha más seriedad sobre el trabajo, la independencia, el futuro, el amor, la salud mental, las deudas, los amigos; por eso las dudas pesan más y se vuelve en un vaivén, en una montaña rusa de decisiones, emociones, lecciones, transformaciones, en una crisis entre la realidad y las expectativas que una misma, la familia y la sociedad puso en cada uno de nosotros, que a veces nos lleva a vivir episodios de depresión o una sensación constante de no estar avanzando en la vida.
Tenía tantas dudas que pregunté a mi madre si ella había sentido la misma incertidumbre a los treinta y me contestó que sí, pero que su contexto era distinto. Ella a sus treinta se estaba casando con mi papá y comenzando un hogar mientras los dos trabajaban y, poco a poco, adquirían muebles, electrodomésticos, entre otros, todo para construir un hogar. Mi madre a sus treinta y uno estaba embarazada de mí y vivíamos en la casa de mi abuela. En ese momento mi mamá ya no pensaba en ella, solo en la familia, en lo mejor para todos. Ella no tenía tiempo para estas reflexiones internas, sus prioridades eran otras, tal vez por eso le parece exagerado que ahora sus hijos acudan al psicólogo para cuestionarse y cuidar la salud mental. En ese momento la presión a las mujeres de ya tener establecido un matrimonio con hijos era mucho más fuerte, porque no tenían tanta libertad de elegir, como yo la tengo ahora.
Al final me di cuenta que de pequeña me proyectaba como veía a mi mamá y ahora que soy grande no me parezco mucho a ella. No quiero las mismas cosas, tal vez por eso a veces chocamos, pero supongo que es parte de crecer, de aprender, de madurar y de pasar por ciertas crisis que nos sacuden, nos cambian la perspectiva y nos hace seguir.
Lo cierto es que, así como mi madre, parte de la generación boomer, tuvo presiones con las que lidiar y expectativas que no tuvo de otra que cumplir, nosotros los millennials intentamos romper con esa guía de vida para seguir nuestra intuición, aunque a veces nos lleve por crisis y subibajas que reflejen nuestra propia fragilidad. Es por eso que ahora espero que esta montaña rusa interna, estas mil preguntas y cuestionamientos míos, sirvan como punta de lanza para sentirme orgullosa de mi avance y de despojarme de las nuevas cargas que implica ir más allá de los treintas.