Viernes de son jarocho

Voy a Xalapa (capital del Estado de Veracruz, en México) a la Feria Internacional del Libro Universitario con una agenda cargada. Cuando terminan mis actividades académicas, luego de presentar dos libros y dictar una conferencia magistral, toca un giro cultural. Un amigo me da la recomendación de la noche: ve a La Otra, no te arrepentirás. Obediente, busco en el mapa y doy con el lugar. Es viernes.
Desde la entrada, la cantidad de símbolos por todos lados describen la personalidad del local. La pared de la calle, de color mostaza, tiene dibujado un danzante azteca cargado de los atuendos necesarios, bailando encima de un nopal, réplica de la presentación del pulque descrita en el Códice Borgia. Entro y en la primera sala al lado de la barra del bar hay un muro atiborrado de afiches de múltiples militancias, desde mensajes como “ni olvido ni perdón”, hasta consignas ecologistas, pasando por denuncias al capitalismo o un potente retrato de Francisco Toledo, el pintor y activista oaxaqueño. Pero lo mejor está en el cuarto contiguo, unos pasos al fondo.

Es un patio abierto relativamente amplio, sin paredes, piso de tierra, con techo alto —para evitar el calor— construido con troncos rústicos y bambú, que sostienen las hojas secas de palmera sólidamente amarradas. Las mesas y asientos son de madera ya desvencijada. Me siento en el pequeño espacio que encuentro libre y me pido un pulque curado de melón, pues esa es la bebida distintiva de La Otra. Entre paréntesis: me impresiona cómo el maguey puede ser tan generoso, es la fuente de los placeres espirituosos mexicanos, la base de la enorme diversidad de mezcales, mi bebida favorita.
Llego cuando la fiesta de son jarocho ya ha comenzado. Hay unas cincuenta personas, de distintas edades, algunas familias. Todos ataviados de fiesta popular, las mujeres con vestidos ligeros de colores, unas con flores en el cabello o paliacates, algunos varones con guayaberas, otros con poleras coloridas. Los que bailan, portan zapatos o sandalias con tacos adecuados para resonar con la madera. Alrededor de una pequeña tarima para zapateo, de no más de dos metros cuadrados, se reúnen todos los asistentes; unos parados, otros sentados en las sillas y mesas. No hay un escenario, es una colectividad que hace música en círculo. El que quiere saca su jarana —las hay de varios tamaños y funciones— y toca, empatando con la música que resuena. Cuento una veintena de jaranas, un par de charangos, un violín y varios instrumentos para marcar el ritmo: cajón, pandero, quijada de burro. Las canciones son larguísimas, pueden durar ininterrumpidamente más de media hora, lo que permite que cada uno se incorpore con su instrumento cuando así lo desee. Dos personas sostienen el estribillo cantando, acompañadas por los demás.

En el centro, en la pequeña tarima, solo hay dos parejas (a veces varón-mujer, o en ocasiones solo mujeres). Quienes bailan deben conocer con maestría el zapateo, pues son en parte responsables de la cadencia en la que se sostiene la melodía. Así que las parejas del centro no solo bailan: tocan, ordenan, organizan la música. El baile es rotativo, quienes quieren ingresar al zapateo, dado que la pequeña tabla no soporta más de cuatro personas, tocan en el hombro a la pareja que está zapateando, que de manera ordenada se retira dándoles el paso, hasta que lleguen los próximos y repitan la operación. Como las canciones son largas, permiten que varias duplas roten por la pista, hasta que concluya la música con un efusivo aplauso colectivo. Se calma el ambiente por unos minutos para volver a empezar rápidamente.
El son jarocho es de las tradiciones musicales que más me sorprenden en México. Es canto, es verso, es música, es improvisación, es composición. Todos participan como pueden y cuando quieren, sin protagonismos aplastantes. Unos tocan jarana, otros instrumentos rítmicos, algunos aplauden, los demás cantan. Nadie queda fuera. Quienes bailan tienen una responsabilidad capital con el tempo. Las letras oscilan entre la repetición y el ingenio. En ocasiones surgen conocidos estribillos, o a menudo pueden ser el resultado de la imaginación y juego de palabras que surge en diálogos jocosos entre los participantes. De hecho a un jaranero le escuché por primera vez la palabra “versar”, que es la operación del diálogo improvisado y rítmico que sucede entre quienes cantan. Por sus características, más que lógica de concierto, los fandangos se asemejan a representaciones teatrales: son irrepetibles, sucede lo que pudo acontecer esa noche gracias a las condiciones propias del momento. Al día siguiente, nada será igual, y sin embargo, habrá una continuidad, una tradición que se reinventa diariamente.

Entre que disfruto del pulque, veo la maestría, libertad y encanto con el que tocan todos, la destreza en los pies de quienes están al centro, el ambiente de complicidad colectiva que se ha generado por la música —ojo, con moderado consumo de alcohol—, llega el toque de realidad, el lado oscuro del México actual. Aparecen tres policías fuertemente armados, con casco, chalecos antibalas, armas largas y perros que olfatean todos los rincones. Consciente del clima de violencia que impera en el país, aunque la música no para, yo salgo cautelosamente del local y en la puerta me encuentro con una docena de uniformados y tres patrullas con sus luces rojas encendidas. Les pregunto qué sucede, me dicen que es un operativo de rutina. Como sé bien que la “rutina” es una ruleta que puede terminar mal, me retiro a nuevas búsquedas. Luego me comentan los amigos que se quedaron, que el asunto no pasó a mayores, tras no encontrar nada, la policía se fue permitiendo que siga la fiesta. Pero yo emprendo otros caminos. Al frente hay un salón de baile de salsa, y más allá una discoteca con música para el perreo. Es viernes, la noche no se acaba, pero esta crónica sí. En otra ocasión les cuento cómo terminó la noche xalapeña.