Cuando los aparecidos danzan en tu techo
Cuando entré en esa habitación sin luz, hedionda a humedad y humanidad, vi que todos mis amigos estaban muertos.
Días que no los veía. Tiempo que intentaba alejarme de ellos. Trataba de huirles, de huir de esa vida que llevaban, que yo también llevé.

Los observaba mientras alumbraba con mi teléfono; los tres con miradas vacías, moscas, latas de cerveza y drogas.
La casa abandonada, sin cerrojos, sin bardas, sin ningún motivo tentador para alguien que no solo pensara en entrar a autodestruirse. No había luz, se habían valido de linternas, alguna fogata ocasional, un par de velas.
—Oye viejo.
Las palabras me sacaron de la ensoñación como jalar un vello de la nariz.
Nunca había visto un fantasma y luego sería lo único que vería.
Su cara era como el dibujo en crayón negro de un niño no muy talentoso. Había manchas de color en algunas partes de su cuerpo, pero el resto era de un gris sucio, si es que los colores son limpios o desaseados.
—¿Quiénes son esos?
La pregunta no pudo ser más desconcertante que la misma presencia. Reconocí su voz. Él mismo estaba apoyado en una pared con una jeringa colgando de su brazo verduzco. Así que no se reconocía… entonces la muerte no solo era el olvido de los vivos, también ellos olvidaban. Al menos eso pensé en ese momento, viéndolo, ya había reconocido al pobre soquete de Rolo.
—No sé, algunos drogadictos que se metieron aquí, eso creo.
La respuesta no pareció alterarlo, se quedó un rato mirando los cuerpos.
—Ya sé, no soy tan burro. Vos sos nuestro amigo, viniste a ver a tus amigos. Entonces esos fiambres somos nosotros, Machín, Poseidón y yo.
Se paseó un poco por el cuarto, ligero como una danzarina rusa del otro mundo. Se detuvo en el cuerpo de lo que fue él mismo. Tenía una pose corporal que probablemente era de meditación.
—¿Sabés qué sería bueno? —dijo como para cambiar de tema o quizás su dimensión era un caos de ideas— Un poco de música. Está medio sombrío acá.
Solté una risa nerviosa. Al carajo… Saqué mi teléfono, ¿qué más iba a hacer? Le di reproducir a lo que tenía en cola.
Rolo se acercó a una pared y se sentó. Para mí solo estaba sentado en el vacío, pero imagino que en la muerte también las cosas están en otro sitio y seguramente allí debía haber una silla etérea. Empezó a seguir el ritmo con el pie. Luego otras sombras se acercaron a él. Se sentaron haciendo movimientos rítmicos, les gustaba la música. Por supuesto eran mis otros dos amigos.
No hablaban entre ellos, al menos no oía nada o lo que deberían ser sus labios no se movían. Me pregunté si seguirían drogados en el más allá.
Aunque sabía que nadie aparecería en varios días, me preocupaban los cuerpos, ya se sentía el olor. Como si uno de mis amigos me hubiera leído la mente, se acercó.
—No te preocupés, así nos quedaremos un tiempo más, hasta que se abra la tierra y nos trague por completo.
Sí, drogados, completamente. Me decía eso, aunque yo fuera el que estuviese hablando con sus amigos muertos.
—Nada de fuego.
Nuevamente se había adelantado a mis pensamientos. Quemar el lugar hubiera sido lo más decente. Él ex vivo meneó la cabeza.
—¿Sabés qué? Sé que tenés que irte en algún momento, pero esta cosa, ¿cómo decirlo? La Nada. Es muy aburrida. Quisiéramos pedirte algunas cosas.
Creo que sonrió. No podía ser, hasta muertos tendría que hacerles favores.
—Musiquita, como la de ahorita, pero todo el tiempo... —exageraba con los diminutivos cuando se ponía meloso—. Bueno, y otras cositas. Si podrías traernos una radio con una batería. Quizás los amigos de allá tengan algo de dinero —señaló a sus despojos—, cómo imaginarás, tengo los bolsillos vacíos.
Sonrió o eso parecía, pero no me pareció gracioso.
—Ya sé, ya sé, nada es gratis en la vida y en la muerte. Te podríamos pagar hablando con gente en el más allá, ¿qué te parece?
Mi corazón se alborotó, imaginé hablar con familiares fallecidos, gente de la antigüedad. Un fuerte sonido. Ahora sí estaba seguro, eso era una risa.
—Te estaba jodiendo, viejo, acá solo se puede hablar con junkies muertos.
Era una lástima comprobar que ni muerta la gente dejaba de ser imbécil.
- No te enojés, entendé que acá nos aburrimos, más bien que viniste a darnos una mano. Sabíamos que vendrías, siempre lo hacés. En realidad, fue lo primero que me vino a la cabeza cuando, bueno, ya sabés.
Eran unos imbéciles, unos drogadictos y estaban muertos, pero eran mis amigos. Así que al día siguiente volví con una radio que tenía en casa y una lámpara que también me pidieron, al parecer estaban asustados con la oscuridad. Fue triste saberlo.
Encendí la radio, sintonicé cualquier cosa y también conecté el foco. Había ido de día, así que no los vi por ningún lado. Como dicen, hay que temerles más a los vivos que a los muertos, así estaba yo, con miedo de que alguien entre y me vea sentado con tres pitilleros muertos. Dejé todo tal cual estaba y me fui.
Regresé esa noche. Los tres angelitos estaban en el techo. Se movían como sombras, saltaban de un lado a otro, luego bajaban a tierra y volvían al techo; reptaban, se arrastraban, contorsionaban y difuminaban, era tenebroso y tierno. Se divertían como monos, como monos del inframundo.
—Esto está espectacular. Te agradecemos mucho.
Siguieron brincando de un lado a otro, nunca los había visto tan vivos...
Ja, ja, ja.
La música no estaba fuerte, no quería llamar la atención de nadie, pero a ellos no parecía importarles. Me fui a eso de las 3 de la mañana.
Aunque trataba de desechar la pregunta, quería la razón que los mantenía aquí. Sabía que lo más seguro era que una sobredosis o alguna droga de muy mala calidad había acabado con ellos. Por supuesto ahí mismo estaba la respuesta.
—Necesitamos, ya sabés, de la buena.
Sí, eso era. Ante la pregunta de cómo se supone que iban a consumir, siguió un silencio incómodo, más bien ectoplasmático.
—Mirá, estuvimos averiguando con los colegas acá en el otro lado. Es bastante sencillo, simplemente poseemos tu cuerpo.
No quise saber de nada más, hecho una furia me dirigí a la puerta.
—¡Esperá, esperá, esperá! ¡Acá viene la parte buena, hay harta plata de por medio!
Me detuve, todo sonaba a una gran pila de mierda. Pero igual podía escucharlo, mirarlo feo y negarme rotundamente.
—Dejá que te explique un poco. Nosotros tres, tus amigotes, somos unos gasparines nuevos, así que aún no nos hacen saber todo esto del negocio. Pero si hay varios interesados en, bueno, el servicio que ofreceríamos a través de vos. No somos los primeros que estiramos la pata en este barrio de mala vida. Como somos nuevos tampoco no nos dicen todo lo que sucede. ¿Quiénes? Pues como en el mundo de los vivos, acá también hay muchos peces gordos, pero peces que nadan panza arriba. Ellos controlan todo este tráfico, toda la diversión, toda la asustadera y, también, el castigo. Porque todo eso de que “que bueno que se murió, ahora al menos está descansando”, toda una gran mierda reseca. Ves que el aburrimiento es un sufrimiento, pero hay peores cosas, según nos dicen. No lo sabemos muy bien todavía. Estamos unos días asustados y otros días nos burlamos de esos mandamases, pero no mucho. Pero voy a la propuesta; ¿te acordás de esa tu novia que decías que rebuznaba cuando alcanzaba un orgasmo? La que tenía no sé cuántos metros más de tripas e iba una vez al baño.
—¿Ah?
—La que era de un pueblito perdido en el Chaco, pero se daba aires de condesa —no respondí—. O la otra, que se creía deportista, esa petisa que no ganaba ni en saltar a la cuerda, que solo corría tres cuadras y siempre estaba lesionada y/o enferma.
Me mantenía en silencio.
—Lo que te decía antes —imitó un suspiro—, que en este barrio y en esta ciudad y, seguramente, en todo el mundo, nosotros habitamos. Aunque no podemos ir muy lejos, sí nos podemos comunicar con nuestros vecinos. Ellos ven, todos oímos y todo lo que vemos y oímos te lo podríamos decir.

—Me proponés chismes a cambio.
—Ja, ja, ja. Sí y no. Estaba esta otra de tus novias, volviendo al tema, aunque pongás cara de culísimo. Y eso mismo casualmente, la del tremendo culo, crespa, pelirroja. Que se divorció no sé cuántas veces; siempre he dicho, si midiéramos el éxito por la cantidad de veces que se ha divorciado una persona… Pero estoy tirando éter fuera del receptáculo. Qué te parece si los colegas van y le pegan un par de sustitos, le aflojaran los nervios, quién sabe, a lo mejor con el miedo vuelve con vos, ja, ja, ja. ¿Te acordás lo que decíamos? “La piedra no tiene orgullo” ¡Ni Coelho!
—Aparte de muerto y tarado, estás loco.
—Ya bueno, ya, por ese lado no avanzamos. ¿Qué tal esto? Que podés entrar en cualquier lugar en el momento preciso, sin alarmas, sin heridos, sin pruebas. Sacás todo lo que te dé la gana y nunca te van a pillar, suave y hermoso. Pensalo un ratito.
Eso sonaba mejor. No podía negarlo, el vicio siempre lleva al crimen. Yo me había tratado de alejar de él, pero no quería decir que eso también me había alejado de la pobreza. Aunque no siempre fui miserable… y eso era lo peor. Había conocido la buena vida y la vagancia.
—Además —el muy vivo había visto que empezaba a interesarme—… ¿Has oído hablar de los entierros? Sabemos de buena fuente dónde podés ir a buscar uno, llenito de joyas y demás bártulos que solo a los vivos les sirven.
Aun en su borrosa cara se notó una sonrisa de autosuficiencia. Este gusaniento debería haber sido orador.
En casa, me recosté en el sillón a pensar. La propuesta no estaba mal, pero reflexionaba que por poco no eran cuatro los cadáveres en ese lugar, ya me había salvado por un pelo. El vicio está en mis genes, siempre me repito. Un árbol genealógico de alcohólicos y energúmenos. Como un libro barato de autoayuda —qué libro así no lo es—, hace un tiempo había decidido romper el ciclo, romper la rama como quien dice. Senté cabeza o más bien asenté las botellas y jeringas donde no las pudiese encontrar. Me alejé de esos amigos que, siendo honesto, ya eran, o éramos, muertos en vida. Conseguí un trabajo, cualquiera, con tal de distraerme, fui a reuniones, conocí alguna chica, busqué pasatiempos. Pero entre este millar de ideas que rondaban mi cabeza, la que ese puto muerto me había metido era que la que más me perturbaba. También caí en cuenta de algo; nunca había tenido privacidad, nadie nunca en su vida la había tenido. Si la hoja de un libro se pasaba de página sola, si una cortina se movía, si en la noche sentía que una esquina era más oscura que el resto… había alguien ahí, observando, riendo, juzgando. Las veinticuatro horas del día, trescientos sesenta y cinco días del año, todo el tiempo y para siempre. Quizás en el momento que pensaba eso, había alguien echado a mi lado. Cuando me duchaba. Cuando me sentaba en la taza. Cuando me miraba en el espejo. Me reí cuando imaginé el sexo. Entendí por qué nos da vergüenza hasta nuestra propia desnudez, solo el deseo ahuyenta momentáneamente esa sensación, no de un dios juzgando, sino de cientos de entes disfrutando el show.
No había crimen perfecto, siempre habría un testigo que, aunque no podía ir a la policía —por alguna razón, los odiaban—, sí podían contárselo a alguien más. Pero eso, rara vez sucedía. Probablemente la muerte los volvía mezquinos, lujuriosos, adictos, es decir, más humanos que los mismos vivos. Seguro estos pensamientos eran producto de los dos años (no terminados) en la facultad de Filosofía…
Para subrayar mis ideas, una ventana fue cerrándose muy lentamente, sin viento, sin apuro. Traté de romper la rama de mi genealogía, pero no estaba rota, simplemente se había doblado mucho hasta tocar el suelo por un tiempo.
Las ánimas adictas hicieron un alboroto cuando les dije que estaba dispuesto a realizar algunos crímenes de poca monta para poder solventarme.
—Viejo, es lo mejor que pudiste haber dicho —dijo lo que fue mi amigo Rolo. Atrás con sus caras borrosas, Machín y Poseidón (porque siempre quería poseer a las mujeres, olvidé decir) me observaron con expresiones como a través de un vidrio llovido—. Te vamos a llenar de plata y nosotros le meteremos un poco de fiesta a este Valhala de perdedores, ja, ja, ja.
Aún me preguntaba cómo es que se podían comportar como unos drogadictos en el otro mundo. Gradualmente habían empezado a recobrar sus memorias; claro, se acordaban solo de lo malo, de lo vergonzoso y de lo que era gracioso para ellos, es decir, eran tal cual cuando estaban de este lado. Me entró el miedo; si yo moría, ¿qué recordaría?
La primera noche de crimen pensé en el Aullido Nocturno de los 101 Dálmatas, así mismo, pero con muertos; todos transmitiendo sicofonías de una casa a otra hasta llegar a destino, desde quién sabe qué distancia o qué personas. Al final de cuentas hasta la noche más silenciosa estaría llena de sonidos; no existía el silencio tal como no existía la privacidad.
No necesitaban confiar en mí, ni yo darles garantías. Simplemente fui al lugar que indicaron y saqueé todo lo que pude, les dije que me avisaran solo donde había dinero, no iba a estar de acá para allá cargando objetos sospechosos. Luego fui por las drogas.
Ahora la parte más difícil. No podía decir que era una recaída… Sí, en cierta forma lo era, pero al menos tenía un objetivo y debía cumplir con mi parte.
El primero sería Rolo. Él me había convencido, así que tenía el derecho según la Gran Hermandad de Olvidados Sin Tribulación, como se decían llamar o a lo mejor solo era una broma más de estos tolondros.
No haré una apología de las drogas, pero trataré de explicar lo que sentí. Me inyecté la droga y empezó el viaje. Recité una frase que no sé si era latín, hasta se me ha ocurrido que también era algo para que estos desdentados del inframundo se desgañitaran de risa. Como sea, me sentí desvaído. Luego fue como cuando enfermé de salmonella y la fiebre me hizo perder el ancla con la realidad y estuve en un limbo durante varios días. Seguía yo en mi cuerpo, podía ver, oír, sentir, pero solo como un pasajero. Rolo no pensaba nada, o quizás no quería que lo oyera.
Desperté. Asustado. Temblando. Como si hubiera perdido la conciencia en una borrachera y no recordara qué mierda hice, pero de seguro algo malo. Estaba en la casa, los cuerpos momificados a mi lado ya ni olían, que sé yo, las drogas probablemente los disecaran. Me quité la ropa para revisar bien mi cuerpo, nada, solo las marcas usuales. Era de día, no estaban mis amigos. Como pude llegué a mi casa, me duché y tomé barbitúricos, no quería pensar en nada, solo dormir y que se pase el día.
Al día siguiente aún no me sentía bien. Decidí quedarme, no iría a la casa de mis amigos. Hasta pensé en no volver más. Esa noche, mi casa pareció cobrar vida. El piso sonaba. Las cortinas se azotaban sin viento. Los pocos vasos y platos temblaban. Era obvio lo que pasaba, me estaban llamando la atención, reclamándome. Fui al baño, las fisuras en el espejo formaban una cara. No sé quién era, probablemente mi fantasma personal apurándome.
Pasó otro día, no me moví de casa. Anocheció y, con la noche, llegó la compañía. Se escuchaban ruidos afuera, asomé por la ventana. Siluetas atravesadas por la luz de la luna saltaban en los techos; en la casa de al frente, al lado, en la mía. Cada esquina de cada cuarto era un agujero negro. La pintura de la pared se había descascarado, no eran mensajes sutiles, se formaban cuerpos sin cabeza, sin brazos, sin pito. Afuera ya no se oían ruidos. Miré, ahí seguían ellos, pero no se movían, sus cabezas dirigidas a mi ventana, los borrosos rostros ahora restallaban, ebullían, contorsionaban en humos fluorescentes.
Un remolino empezó a formarse en el centro de la habitación; los objetos fueron atraídos tomando formas, papel higiénico usado, cuadernos, platos, basura, ropa, los muebles se quebraron y fueron a unirse con las demás porquerías. Un grotesco hombre-basura-desechos se paraba desafiante a metros de donde estaba parado. Su cara la formaba metros de cable de cobre enredados en pedazos de basura podrida de la que caían gusanos como una baba retorciéndose. Empezó a moverse con un tambaleo de astillas y trapos húmedos. A un metro un brazo formado por plantas secas y cucarachas envueltas en jirones de botellas plásticas y pedazos de vidrio. Señaló mi propio brazo, en el sitio donde tenía las marcas del vicio. Luego todo el ente explotó mandando restos de desechos orgánicos y basura por todos lados. Las ánimas en los techos se desvanecieron, solo los grafitis grotescos quedaron, probablemente como recordatorio.
“En qué me metí”, pensé. Ahora era esclavo de ellos.
***
Regresé la noche siguiente. No dijeron nada de mi ausencia, como si darme una vacación de dos días hubiera sido lo más normal, pero faltarme tres días… Tendría que olvidar yo también lo que pasó la noche anterior, me había bañado y además había limpiado como pude la casa. Ahora tendría que ir al lugar del robo donde estaba el fantasma anfitrión al que le debía su viaje. Pensé que era lo más estúpido volver a la escena del crimen, pero entendí que esa era la razón de que los criminales lo hicieran. Me aseguraron que los dueños estaban tan aterrados con el robo y por todo lo que sucedió luego no querían volver a poner un pie, la casa era mía o, mejor dicho, nuestra.
Lo mismo que la primera vez: drogas, malestar, inconsciencia. Desperté, logré escabullirme y me perdí dos días en mi casa, imposible quedarme un día más, no después de la otra noche. Aun así, no sé a qué le tenía más miedo, si a la policía o a los fantasmadictos. Cuando se me pasó la resaca y disminuyó la paranoia, regresé.
—El hijo Prodigy —fue lo único que dijo Rolo.
Aún no me querían decir lo del entierro, supuestamente no estaban seguros de mí, por lo tanto, las siguientes semanas fueron de robar en un lugar y otro. Era una suerte descomunal que todavía no apareciera la ley, demasiada suerte me pareció. Estaba en los puros huesos, ojeras de mapache, ropa sucia, barba de varios días. Apenas comía, regresé a lo que siempre fui, un maldito remedo de humanidad.
Pero al fin, llegó el gran día.
Para mi sorpresa no quedaba lejos. El terreno no estaba abandonado y la casa, me dijeron, solo la habitaba una persona que trabajaba todo el día. Los amigos del más allá se habían encargado de que ese pobre inquilino no quisiera pasar mucho tiempo ahí.
Según me contaron, la casa se construyó luego de que el tesoro fuera enterrado, este estaba bajo el suelo de un sótano donde, para mayor facilidad, encontraría lo necesario para cavar.
La llave de repuesto estaba justo donde debía estar, así que entré como si fuera mi propia casa. Un lugar solitario, gris, desordenado y sucio, como mi propia casa. Encontré la puerta del sótano y bajé. A estas alturas ya no debía tenerle miedo a nada, pero siempre uno llega a sorprenderse de cómo funciona la mente ante lo desconocido; las escaleras crujían, las telarañas se campeaban alrededor, la humedad, el polvo, el abandono parecían reinar en ese sitio.
Ante mí se vislumbraba una habitación completamente amoblada; cama, mesa, silla, una pequeña heladera en un rincón y al otro lado lo que parecía ser un baño.
¡Pum!
La puerta del sótano se había cerrado. Congelado. No me moví, quizás estuve un par de minutos paralizado. El sudor frío corría por mi espalda. Una idea cruzó mi cabeza como un proyectil de Mauser.
Sí, todo fue una trampa.
Por supuesto traté de abrir la puerta, aunque era obvio que estaría cerrada, esta tenía una pequeña trampilla.
—Lo, lo siento —escuché una temblorosa voz a través—… No tenía opción, de lo contrario ellos vendrían por mí. Perdón. Yo no… —y se escucharon pasos cada vez más lejanos.
Le grité, supliqué, lloré. En vano.
Cansado fui a la cama. Empezaron las voces, era como si todos los ladrillos de la construcción se pusieran a hablar al mismo tiempo. Entendí que ahora estaba ahí hasta el día que me uniera a ellos. Por lo pronto, sería el depositario de sus vicios. Si me negaba no recibiría comida ni agua que El Hombre de la Voz Temblorosa me suministraría religiosamente si cumplía con mi parte. Tampoco podía tomar mi propia vida, en el otro lado, así como había risas, también había dolor y ellos se encargarían de que solo sintiera lo último.
—¿Por qué yo? —dije con un hilo de voz.
—Nadie soportó más de tres veces las posesiones, todos morían —los ladrillos hablaban con un repiqueteo que trazumaba humedad—. Nadie había sido tan resistente, vemos que estás hecho para esto, para el castigo, para el dolor, para la autodestrucción —todo el techo temblaba haciendo caer polvo, cal, arena—. Es una cualidad que muy pocos tienen —el sonido de varios ladrillos frotándose me dio a entender que reían—. La vida es algo precioso, quién mejor para decírtelo. La carne, la sangre, la saliva, el semen, todo lo que corre en esa supuesta prisión carnal es hermoso, lleno de pasiones, de dolor, de esperanzas. Necesitamos tenerlas, ese es el mayor vicio que existe.
Callaron, la habitación quedó en silencio, las arañas volvieron a sus quehaceres, los pájaros a cantar, aunque no los oía y las ratas a escarbar entre la porquería. Todo era normal nuevamente.
***
Soy un prisionero. Al menos El Hombre de la Voz Temblorosa, luego de varios días de ruego, accedió a darme papel y lápiz. Los ladrillos me siguen hablando, me cuentan otras historias, me narran como vivieron y cómo murieron, legiones y legiones, décadas, siglos. Historias de vivos, de muertos, de donnadies, de grandes, de hombres, de mujeres, de niños. Tengo suficiente papel para transcribir sus historias, tal como he hecho con la mía y como acaban de leer; esa es mi distracción, mi pasatiempo cuando no estoy en el penoso viaje del vicio y la posesión.
Así que ustedes que aún viven y leen, agarren el veneno de su gusto, pongan algo de buen heavy metal y denle un saludo a los fantasmas o entidades que seguro los observan con ojos vacíos en un rincón y sean bienvenidos a este culto teratológico de la autodestrucción.