A través del cristal
Si estamos solos
en el Universo,
seguro que es una
terrible pérdida
de espacio.
Carl Sagan, Contacto
I

La tierra exige sacrificios. No está escrito en ningún lugar ni tampoco se habla de ello. Solamente se sabe que los pueblos más antiguos iniciaron mecanismos ritualizados para mantenerla satisfecha y que, durante el tiempo de lluvia, la cosecha era buena y la abundancia era constante hasta que, en el próximo solsticio, la tierra volvía a despertar a medida que se descongelaban las cumbres y su hambre hervía desde las profundidades.
Dicen, aquellos a quienes los cuerdos llaman locos, que cuando los pueblos olvidan o se niegan a alimentarla, es cuando ocurren las más grandes catástrofes. Los escépticos han encontrado muchas maneras de justificar la naturaleza cíclica de los huracanes, los terremotos y los tsunamis. Se han inventado un centenar de ciencias, cada vez más específicas, para comprender el movimiento de las placas tectónicas, los glaciares e incluso el impredecible océano, mientras que, cada vez que un nuevo desastre “natural” descontaba miles de vidas, las religiones se iban apagando y la fe de los humanos se dividía entre la ciencia y lo desconocido.
Todo empezó cuando el bombardero oriental saludó a la madrugada con una serie de explosiones en línea a lo largo de toda la costa oeste, por encima de la cordillera. Las iglesias que prestaban refugio a todas las personas sin hogar, enfermas y marginadas, quedaron reducidas a cenizas y escombros. Pesados bloques de rocas aplastaron a los que, si eran afortunados, dormían sin advertir la inminente muerte que les aguardaba. Los desafortunados debían soportar el dolor siendo invisibles y mudos, porque todo dialecto desaparecía ante el ímpetu de los gritos de dolor que desgarraban sus gargantas. Las personas que estaban fuera y los escuchaban morir, dejaron que murieran, temiendo cruzar la línea que los había mantenido a salvo y unirse, así, a los desdichados, en el infierno que se desataba en las ciudades. Los que no morían, agradecían sin culpa al dios invisible que los había salvado y se olvidaban de él cuando el hambre azotaba al pueblo asediado. Los animales que quedaron se comieron a los hijos de los humanos. Los humanos se comieron a los animales. Y cuando no quedó nada que comer, se comieron entre ellos.
El coronel de las fuerzas armadas lamentó, en una rueda de prensa transmitida por circuito cerrado, que todos los habitantes del pueblo del norte hayan sido víctimas del enemigo en guerra. Juró por su grado, por su familia y por su patria, que no escatimaría recursos para rescatar a los sobrevivientes, si los había. Y aunque los hubo, los recursos sí fueron escatimados. La ayuda nunca llegó y la sangre teñía las manos del coronel, perceptible apenas por los lunares cancerosos que desarrolló doce años después de la catástrofe.
Pero la cosecha fue buena. La tierra se alimentó de los vivos y de los muertos, de los que enterraron en ataúdes y de los que desaparecieron entre las piedras y las matas de hierba y algas. Sus frutos surgieron en las tierras recónditas de los habitantes salvajes, que llenaron sus cestas de fruta y llevaron granos a manos llenas a sus hogares. La comida los hizo sabios y, pronto, esa sabiduría los convirtió en gobernantes. Pelearon con los puños entre ellos, secuestraron a sus mujeres, asesinaron a sus niños, luego pelearon con lanzas y flechas. Las balas llegaron después, pero la guerra no se detuvo.
Ellos llamaron dioses al sol, al viento, al agua y, por supuesto, a la tierra. La tierra fue generosa con ellos, hasta que fue celosa de su devoción. Cegada por su hambre y peleada con el sol, secó las raíces de los árboles y propició el humo y el fuego. El verde se pintó de naranja, y el naranja se volvió negro, un negro tan oscuro como el que se escondía detrás de los párpados cerrados de los jaguares, los pumas y los guacamayos. Como la extinción misma, el festín de la tierra fue infinito. Escupió nuevos bosques y vomitó ríos cristalinos que inundaron los lagos y nacieron nuevos mares.
En la orilla, un renacuajo se arrastraba agonizante.
II
“Otra generación condenada al fracaso”, pensó el genetista cuando la impresora apiló en su bandeja los datos demográficos de la simulación. Desde sus trincheras en el centro mismo de la Tierra, las mentes más brillantes del planeta habían estado trabajando en decenas de planetas artificiales. Recreaban cada una de las seis extinciones masivas y todos los eventos que podían —y seguramente lo harían— destruir toda la humanidad. El desenlace siempre era el mismo: se repetía “el gran evento” y las especies volvían a originarse y evolucionar.
Eso tenía que ser una buena señal, o, al menos, eso fue lo que uno de los pasantes temporales creyó cuando entró a trabajar en los laboratorios secretos. Su nombre era Nicolás, venía de un pueblo escondido entre montañas donde se graduó dos años antes y donde su talento no brillaba bajo ninguna mirada. Nicolás observaba las grandes peceras todos los días que entraba a trabajar antes de recluirse en su propio cubículo. Sus compañeros solían cuchichear y repetir en acentos ininteligibles que Nicolás era como un animalito o un recién nacido y que se impresionaba muy fácilmente con lo que veía. La primera vez que conocieron esta cualidad en él, fue cuando una de las peceras estalló por las elevadas temperaturas a las que había sido sometido el planeta que contenía en su interior. Nicolás corrió para recoger los cristales e intentó, inútilmente, salvar lo que quedaba de aquella tierra inmolada.
Nadie, antes de Nicolás, se había preocupado de esa manera por intentar salvar uno de los planetas condenados. Quien más cerca había estado de hacerlo fue Lili. Decían que Lili había llorado hasta enfermarse en el baño del servicio, que se había llenado los bolsillos de la camisa con restos de tierra y agua que, al final del día, se habían convertido en barro y suciedad. También decían que nadie había conseguido sacarla ni cruzar una palabra con ella. Se rumoraba que, de madrugada, la sacaron en una bolsa negra, sobre un carrito de cargamento. Algunos agregaban que sus manos y sus pies se habían convertido en arcilla, otros, que ella misma se había quitado la vida tras saberse incapaz de salvar vida entre sus dedos. Ninguna de las versiones importaba, porque la mayoría juraba que Lili nunca existió, y, por supuesto, nadie le habló de ella a Nicolás.
III
Tal como habían previsto los científicos, las minúsculas civilizaciones empezaban a agruparse. Las poblaciones buscaban juntarse con aquellos parecidos a ellos y exiliaban a los extraños. Aquel comportamiento provocaba que existieran los muchas veces mencionados “cuellos de botella” que extinguían por completo un legado o un set exclusivo de genes.
Nicolás leía a Darwin mientras observaba a través de la pantalla el surgimiento de las naciones en la superficie más alta de tierra sobre los océanos del planeta 0477. Pasaba los dedos perezosamente por las hojas del viejo libro y, de rato en rato, transcribía algunas ideas que pudiese añadir en su informe. Su hábito de trabajo era ahora silencioso y rutinario. Con el tiempo, se había vuelto como los científicos más veteranos, había perdido la emoción de contemplar cada nueva invención de los seres en las Tierras, cada cambio que realizaban en su ambiente. Había perdido, también, la nostalgia que le causaba saber que, no importaba cuánto hicieran, su destino era inexorable y siempre el mismo.
Excepto que el planeta 0477 era diferente y sus habitantes hacían cosas diferentes.
***
Desde la extensión más amplia de tierra, aquella cubierta por frondosos bosques, un haz de luz insignificante y efímera salió disparada hacia el exterior. Los sensores de la pecera se activaron, se encendió una alarma cuyo pitido acompañaba el parpadeo de una luz roja. La impresora conectada a la pantalla de Nicolás empezó a escupir papeles, uno tras otro, mientras el haz de luz que se había disparado desde la Tierra se fragmentaba en diminutas estrellas que caían, inertes, sobre la mesa del escritorio. Nicolás apartó su libro, se levantó de la silla y retrocedió temeroso en el momento en que las hojas que salían de la impresora rebasaron los bordes de la bandeja y empezaron a caer a sus pies, algunas de frente, otras todavía escondidas.
“Lo sabemos” eran las dos palabras que podía identificarse sobre el papel.

Lo sabemos Lo sabemos Lo sabemos Lo sabemos Lo sabemos Lo sabemos Lo sabemos Lo sabemos Lo sabemos Lo sabemos Lo sabemos Lo sabemos Lo sabemos Lo sabemos Lo sabemos Lo sabemos Lo sabemos Lo sabemos Lo sabemos Lo sabemos Lo sabemos Lo sabemos Lo sabemos Lo sabem
Decretaron código rojo en el área de Nicolás. Apagaron los sistemas, las luces y sellaron con cinta naranja las puertas del laboratorio. A él lo retuvieron durante doce horas en la enfermería, administrándole innecesarias dosis de calmantes que, por poco, no evitaban que dejase de respirar. Escuchó voces en medio de su somnolencia, voces que se lamentaban por lo que había visto, por lo que podría saber, por todo lo que probablemente le harían para conseguir que dijera, sin reparos, todo lo que había visto en el planeta 0477. “Yo no vi nada”, repetía él dentro de su mente, sin poder mover los labios ni la lengua ni emitir más sonido que el mudo silbido de su respiración pausada. “Yo no sé nada. Yo no hice nada”. La enfermera a cargo sujetó la bolsa del suero que estaba conectado por vía intravenosa a su muñeca izquierda. Frenó el goteo e inyectó una ampolla de un líquido ámbar espeso que se diluyó al instante y bajó velozmente por la manguerilla transparente.
“Yo no sé nada”, repitió. Y, no importaba que dijera la verdad, en cuanto el líquido entró en sus venas, sus ojos se cerraron (¿o su vista oscureció sin que sus párpados se movieran?) y Nicolás dejó de existir. Nunca existió. Así como había ocurrido con Lili.
IV
En el museo más memorable de la ciudad considerada cuna de la cultura de la humanidad, la prensa había improvisado una especie de anfiteatro, donde el foco principal estaba en un pequeño hombre que se arrastraba en una silla de ruedas, escoltado por una docena de personas, vestidas todas con trajes oscuros, armados con pistolas estándar en sus cinturas.
El hombre de la silla de ruedas se posicionó frente al micrófono ajustado a su altura. El mundo guardó silencio y lo escucharon todos, sin excepción. A lo largo y alrededor del planeta, en altamar y en tierra firme, en las montañas y en las costas, en la nieve y en el desierto, todos escucharon sus palabras. Las religiones aguardaban por él, algunos con rifles y bombas, otros con misiles y otros con vino en el cáliz y pan en el regazo. La voz robótica que traducía los pensamientos del hombre emitió un sonido que ahuyentó a las aves y a los perros:
“Nos hemos comunicado con aquello que está afuera. Después de intentarlo por cientos de años y gracias a la investigación de los primeros hombres, de los médiums, de los sobrevivientes y matemáticos que han estudiado la muerte y la posibilidad de sus orígenes, hemos conseguido atravesar el espacio que está más allá del cénit de la tierra misma. Pueden regocijarse todos, porque hemos descubierto la verdad de los hombres. Hemos hablado con Dios...”
Las guerras cesaron.
“Les digo que el universo es infinito, como infinitas son nuestras neuronas. Pero las palabras que pueden describir lo que está allá afuera no se han inventado todavía. Dios es como los hombres...”
Las religiones se desmoronaron, los gobiernos se abolieron entre ellos mismos.
“Es más, sepan que Dios es cruel y va a matarnos...”
La estática que mantenía la vida sobre la Tierra desfasó su sintonía. Todos sentían que aquello que decía el hombre de la silla de ruedas no era algo que debían saber. Se sentía de ese modo, porque era así. Los bebés aprendieron a hablar, los viejos dejaron de envejecer. La verdad absoluta detuvo sus vidas.
Las luces se apagaron porque Dios ya no existía.
V
A treinta días de estabilizado el planeta 0478, el nuevo pasante a cargo se mostraba fascinado con el alcance de la energía atómica experimental. Creía que podía salvar vidas. La pequeña Tierra en la pecera que le habían asignado apenas comenzaba a descongelarse.