Matilde Casazola, el hechizo de la trovadora
Soy un poco de tierra
que adquirió el don milagroso
de la voz y del canto.
Si los creyerais dignos de alabanza,
ensalzad a la tierra, bendecid a la tierra,
que ella es la dueña, madre de todo
encantamiento,
la fuente origen de perpetuo milagro
TIERRA (fragmento)
Matilde Casazola
La ciudad blanca me acoge con un cielo azul veraniego y desde sus balcones los claveles rojos me dan la bienvenida. Hace mucho que tengo el anhelo de entrevistar a Matilde Casazola, “nuestra Matilde”, como la llamó Willy Claure. Un amigo en común promete concertar una entrevista con la prolífica artista nacional ganadora, entre otros, del Premio Nacional de Culturas y del Cóndor de los Andes en el grado de Caballero. Este es el reconocimiento a la labor de excelencia realizada durante más de cincuenta años dedicados al arte, la música y la poesía con dieciséis libros publicados, nueve discos grabados, casetes y muchas obras inéditas. Pero Matilde está débil, acaba de pasar por un fuerte resfrío que, a su edad, golpea con mayor intensidad. Nacida en Sucre, el 19 de enero de 1943, lleva a cuestas poco más de ochenta intensas primaveras con inviernos grises y agitados que inevitablemente cobran factura.

Mientras estoy a la espera de la ansiada entrevista (cada vez más improbable por los tiempos), un curioso suceso me devuelve la esperanza menos diluida. Había tomado un taxi y, al pasar por una calle, divisé una figura femenina menuda que hizo parar el mismo taxi en que me encontraba. Subió y se sentó en el asiento de adelante: era Matilde Casazola. Desde la parte posterior me presenté, lo más formalmente que pude, como la persona que busca entrevistarla desde hace varios días.
La tarde siguiente, cuando estoy oficialmente agendada y me dirijo a su casa, sucede algo aún más curioso. El tráfico está muy congestionado y, cuando finalmente consigo transporte, le proporciono al conductor la dirección de la artista, a lo que este me pregunta: “¿A la casa de la señorita Matilde?” Me sorprendo, no solo conoce su casa, además su esposa Alejandra colabora con ella en algunas labores como el cuidado de sus queridos gatos, más de doce felinos que hay que alimentar y mimar. “Muchas personas visitan a la señorita, ella siempre ayuda a la gente”, me cuenta el taxista. Entonces empiezo a confirmar que la sincronicidad existe, que por alguna razón los astros conspiran para que este inolvidable encuentro prospere.
El rostro de expresión dulce y pícara esconde siempre una sonrisa. Desde pequeña, Matilde vive en un mundo onírico que marcará su vida para siempre. Escribe versos y tararea melodías mientras tiende la cama o juega en la huerta de la casa familiar solariega con los primos. Hija de Juan Casazola y Tula Mendoza, disfruta de una niñez privilegiada, es heredera de la vena artística de su abuelo, Jaime Mendoza, médico y connotado escritor. Su tío Germán Mendoza, abogado y gran poeta, declama extensos versos que impresionan a la niña y luego aprende. Su tío, el archivista Gunnar Mendoza, domina varios instrumentos; en tanto que su madre toca el piano brillantemente y escribe poesía, ganando concursos en varias oportunidades antes del matrimonio. Es el humus perfecto en el que, inevitablemente, germinaría el genio de la artista.
Llego hasta su puerta pintada de verde y sale a recibirme una mujer delgada, de pelo corto cano, abrigada con una chompa de alpaca. Su expresión es cálida, ninguna pose de diva: es sencilla y natural como las flores y plantas que nos regalan una alegre pincelada al ingreso de su hogar donde, alineadas e impecables, se encuentran las casitas de sus queridos felinos. Ingresamos a su sala, el ambiente está impregnado del delicioso aroma del ayer al igual que los cuadros y fotografías que cubren las paredes. Aunque tomamos asiento, me incorporo para recorrer cada esquina, acariciar con la mirada aquel espacio pleno de tesoros, retratos, adornos, libros y muñecas. Cada pieza es parte de una vida dedicada al arte, del amor que recibió y del amor que dio. Extasiada, descubro de la mano de Matilde la faceta de talentosa pintora que pocos conocen.

“En aquel entonces vivía en la Paz, daba clases de guitarra, en 1987 caí gravemente enferma con tuberculosis. Había vivido años muy intensos, mi entrega al arte me consumía de tal manera que no dormía bien, me sentaba a escribir y componer, las horas galopaban sin que las sintiera, no percibía cuándo la noche había devorado el día, olvidaba hasta comer… Tuve la necesidad de retornar a la casa familiar en Sucre para poder reponerme, seguir un tratamiento. Estaba muy débil, mis dedos no tenían la fuerza necesaria para tocar la guitarra y había perdido la voz, pero recordé que podía pintar. Siempre me gustó pintar, entonces lo hice con más dedicación durante los dos años y medio que estuve casi al borde de la muerte. En ese periodo, gracias a la gestión de varias personas e instituciones, se me pudo asignar una pensión vitalicia”, cuenta Matilde. Entre muchos cuadros, varios pintados por ella, el de una hermosa pelirroja llama mi atención, “Es mi hermana Gabriela, la de los cabellos de fuego”, comenta con ternura. Observo su rostro emocionado cuando me muestra los retratos que hizo de los abuelos, su madre y los famosos tíos.
Imágenes familiares de infancia y juventud están plasmadas en capturas fotográficas en blanco y negro. El retrato de Federico García Lorca presente en el lienzo como uno de los poetas que marcaron su carrera. Pablo Neruda, Cesar Vallejo, Alfredo Domínguez, entre otros, fueron grandes referentes en su desarrollo artístico. Varias fotografías de otros tiempos yacen junto a una sirena del mar que refleja la inevitable dualidad del ser humano. “Somos día y noche”, me explica mostrándome la luz y la oscuridad. Casi con misticismo, se detiene a contarme sobre el rostro de un delicado ángel de grandes ojos: “Hubo una fogata y yo, aún convaleciente, recogí el último tizón que ardía en la hoguera, en ese instante, esbocé esta imagen de un ángel, supe desde entonces que él es mi ángel de la guarda”.
Cuadros de otros autores, regalos de grandes artistas inmortalizan su imagen, sencilla y casi siempre de negro. “No quiero distraer al público con mi imagen, me interesa más que se concentre en la música y la letra de mis canciones”, apunta. Observamos aquella pintura tan difundida, que la refleja fielmente —Matilde joven, el pelo suelto oscuro enmarca su rostro, grandes gafas y una expresión concentrada mientras toca la guitarra—. Fue realizada durante un almuerzo por su amigo, Ricardo Pérez Alcalá, uno de los más destacados acuarelistas bolivianos.
“Era una muchacha delgada, llevaba el pelo corto con melenita y cerquillo; siempre tuvo un brillo especial, una cualidad que la hacía diferente, en los recreos se aislaba para escribir o tararear mientras las demás jugábamos o charlábamos”, cuenta María del Carmen Toro, su compañera en el Liceo María Josefa Mujía. “Recuerdo que Matilde era muy inteligente y aplicada, siempre la mejor alumna. ‘Carmencita, yo te explico matemáticas’, me decía”, recuerda con afecto.

“Desde muy pequeña creaba versos en mi cabeza y cuando aprendí a tocar la guitarra, como a los once años, jugué a que ambos se acompañaban, era la charla perfecta. Jugando, de a poquito, entre los queridos árboles de durazno de la huerta de mi casa, me acostumbré a escribir y crear la música, sin darme cuenta ya estaba componiendo mis canciones. Hoy entiendo el alcance maravilloso que tiene la poesía de la mano de una melodía, el resultado es hermoso y apasionante, tiene la capacidad de llegar a más gente”, comenta Matilde.
A mediados de los años sesenta, cuando la artista concluía el colegio, arribó a la ciudad de los cuatro nombres un hombre argentino de gran estatura y cabello largo, como refleja la fotografía en blanco y negro en el álbum que hojeamos juntas. Se llamaba Alexis Antígues, tenía diecisiete años más que Matilde y era un artista que hacía títeres. Se conocieron en una de las presentaciones y ella quedó embelesada con la función que el artista ofreció, pero aún más con la conversación de esa noche y las muchas que surgirían posteriormente. Se hicieron inseparables; él, grandote con barba y poncho, ella con un cigarro en los labios, luciendo digna un poncho recortado a partir de una manta de su madre, caminaban por la ciudad alegres, tomados de la mano. Era un escándalo para la conservadora capital de aquella época, pero Matilde siempre fue un espíritu libre; soñaba con viajar y conocer lugares y personas, tenía alas en los pies.
Contrajeron matrimonio. Durante un tiempo recorrieron los rincones del país trabajando juntos, hasta que por una invitación llegaron a Monteagudo. Transcurría el año 1967, una época peligrosa, la guerrilla había estallado y todos los extranjeros con pinta de guerrilleros eran sospechosos. Alexis llevaba casi siempre traje de campaña, era extranjero y se parecía a ellos. Casi con urgencia tuvieron que retornar al país de Alexis, donde Matilde trabajó y viajó junto a su compañero como artista trashumante por muchos lugares. Tuvo recitales, hizo teatro, presentó su primer libro, que había sido editado en Bolivia. Conoció a grandes artistas que serían una inspiración en su carrera, como Horacio Guaraní, Violeta Parra y Atahuallpa Yupanqui, quienes valoraron su música. Vivió alegrías y tristezas muy grandes.
Un día de 1968, parque de Avellaneda: debían presentar una función de títeres horas más tarde. Inesperadamente, un hombre drogado ataca a Alexis que queda ensangrentado, Matilde se inclina para ayudarlo y recibe el fuerte golpe de la culata de un revólver que le provocará la irreversible pérdida de la visión del ojo izquierdo. Tenía 24 años. “Sí, perdí la vista parcialmente, pero aprendí a ver más allá”. Quizás el doloroso episodio forjó a la mujer estoica que puede escribir con tanta profundidad sobre la vida y sus colores, como afirma su canción El cuento del mundo.

Después de casi una década retorna a la patria. La nostalgia acumulada, la tristeza y aquel sentimiento infinito que es el amor a la tierra en que nacemos la inspiran a componer una de sus canciones más cantadas por todos los bolivianos: El Regreso. No sería un éxito inmediato, pero se convertiría en un himno eterno, interpretado por los más grandes artistas que este país ha dado. Matilde valora y aprecia el cariño que talentosos colegas tienen por su obra, la interpretan y difunden incluso en otros idiomas como el sueco, el alemán o el francés.
Unos toritos de bronce llaman mi atención, los incontables recuerdos bien cuidados de sus giras por España, Francia, Suiza, y Sudamérica; regalos de la gente que la admira y quiere. Dos muñecas y un payaso pequeño se hallan sentados como invitados sobre una silla antigua, se llaman Galletita, Roxana y Payasito. “¿Hubo otro Alexis?”, le pregunto. “Sí, claro”, me responde, sin ahondar en detalles, “renuncié a los hijos, mis hijos son mis canciones, mis poesías. El arte es celoso, es una batalla constante, absorbe tu tiempo, tu vida entera. Tengo material sin revisar retrasado hace más de veinte años. Mis canciones y poemas son como la hierba; abundantes, pero hay que deshierbar. Aunque soy muy ordenada y todo está clasificado, hay mucho por hacer, revisar cuidadosamente para poder publicar, aunque en la imperfección también se encuentra la belleza”.
En una de las esquinas, como soldaditos parados, listas a prestar el alto servicio de entregarnos música, están sus tres queridas guitarras: Estrella, Luna y Luciérnaga, “todas ellas regalan luz, por eso llevan esos nombres”, me explica. La última, Luciérnaga, ha sido construida por encargo al maestro Pedro Fernández Luther. Confiesa que sin su guitarra a veces siente que le falta un miembro de su cuerpo.
Con la gentileza que derrocha nos convida chocolates, paladea uno. “¿Cantamos una pieza?”, pregunta ofreciéndonos el cielo con naturalidad. Con la seguridad de casi siete décadas tocando, prepara su guitarra con destreza y de aquellas pequeñas aves que son sus manos aleteando sobre las cuerdas de Luciérnaga, brota la magia de una samba apasionada e inédita. Siento una lágrima extraviada, irremisiblemente, confieso que he caído ante el hechizo de la trovadora que le canta al amor, a la tierra y a la vida.

Me dedica uno de sus libros y nos despedimos con un abrazo cargado de cariño, porque Matilde solo inspira eso y una inmensa dosis de admiración por una obra grandiosa realizada en solitario. Me deja en el recuerdo el aroma de su perfume suave; floral y delicado, como es esta rosa de rosal extraordinario.