Quebrar la resistencia del agua
Ya sin llevar la cuenta de las escenas de frustración, cerré los ojos. El significado de la palabra sueño se había despintado. Noche y día eran la continuación de un malestar. Se cumplían dos semanas de insomnio acalambrado: miálgico. Otra palabra desteñida era paz. ¿Cómo tenerla o entenderla si un mal movimiento, por mínimo que fuera, la volvía inservible? Yo transcurría en los minutos, como si todo hubiese sido un ciclo infinito. Zamzara que parecía iniciar la noche anterior de cada nueva vuelta de la tierra alrededor del sol. Mis piernas ya no parecían mías, había un demonio que las debilitaba y apretaba a su antojo. Me percibía atrapado en una insondable y minúscula tortura.
Seguían los rezos, ofrecimientos y promesas que no sabía si podría cumplir, a una esencia caprichosa que parecía inmutable a mi padecer. Seguí un camino ya conocido, con la mínima esperanza de normalidad. Usé mi última reserva de buena vibra para seguir con el desahogo.
“Estoy bien, todo está bien: nada me falta. El señor es mi pastor, nada me falta. En verdes praderas espero reposar”.
Cuerpo adulto en decadencia. Se arrepentía, ahora, de no haber corrido lo suficiente. De no haber intentado más goles, de no haber amado con más vehemencia. “Estoy bien, todo está bien: nada me falta”, excepto yo.
Ni el nacimiento de Cristo ni una vuelta más al sol ni una nueva cifra en mi edad compadecieron al demonio. ¿A quién más pude haber suplicado misericordia, un milagro de rutina?
El universo observable supera nuestra capacidad de entendimiento, somos como hormigas en un jardín de niños. Y todos los cataclismos desde su creación hasta este punto, vórtice, parecían habitar un par de piernas que apenas deseaban la paz, el sueño que provoca el último rayo de sol.
Gentil demonio encargado de atormentarme, con catorce por veinticuatro horas de insomnio, con los ojos más cerca de los huesos de mi rostro que del cielo, con la repetición en segundo plano —instantánea– de un mantra inventado y que es el mejor placebo. Lo invité a largarse, a tomar una vacación inmediata. Nada diré, le prometí. Le dije: En cuanto usted vuelva a su agujero o su chaco en el infierno, me quedaré dormido. Estoy bien, todo está bien. Nada me falta.
***
Miedo, miedo, miedo. Tacos cavernarios, orugas cumbieras, tamales verdosos. Miedo, miedo, miedo. Polillas caleidoscópicas. Miedo, miedo, miedo. Casi pánico.
—Buenas tardes—. Muy suave. Voz que tiembla, se queda rasposa en la glotis. Casi pica la garganta. “Podría escribir una crónica para canalizar lo que pasa. Qué buena idea, qué pésima historia”.
Vestidor vacío, piso mojado, short negro. Miedo, miedo, miedo. Ataque por un flanco no cubierto. Cañonazo de pánico. pequeña dosis de cortisol para tal cantidad de miedo.
Aroma de eucalipto. “Prohibido el uso de linimentos”. Mujer de unos cincuenta años que se frota el cuerpo con algo que es, quizá, grasa de víbora: lo cura todo.
“Tienes que creer en tu medicamento”. Mamá no está. He viajado en el tiempo. Solo. Mamá no estaba. Vuelvo. Ahora tengo barba y miedo.
Agua caliente. Espuma en el pelo y ardor en los ojos. “¿Estoy bien?”. Sí, estoy. Avanzo con la tarjeta hacia la piscina.
El profe no está, está una versión más joven y atlética de él detrás de la puerta de vidrio. Tiene tatuajes en el cuello y el pelo de color dorado, como un súper saiyajin de rasgos andino-urbanos. Le explico la razón de mi miedo, me mira sin comprender del todo.
—Vengo por terapia.
—¿Ya está con medicación?
—Sí, profe—. Ve mi miedo.
—Ok. ¿Qué estilos sabe?
—Mariposa, libre, pecho, espalda. Pasé clases aquí cuando era niño—. Cuando no tenía miedo.
Hago tres vueltas de estilo libre, debieron ser 10. Miedo. Hay un niño que, al parecer, tiene síndrome de Down. Me saluda, alza la mano y me da cinco. No recuerdo su nombre, apenas su rostro a medio cubrir por un gorro de natación y unos lentes especiales.
Shock.
Miro el reloj que está en la sala de espera a cada vuelta. No avanza, según yo, está sin batería o fue diseñado por Cortázar. Como ya lo había percibido, el nuevo profesor notó mi miedo. Me cambia a un carril inferior. Son personas que no dominan la técnica, tal vez por miedo. Respiro agitado por la boca. “Por la boca no, así aparecen los calambres”. El tiempo no pasa, no a la velocidad que consideraba normal hace unas semanas. La piscina está en el planeta Miller o en Solaris; pasan cosas. El agua es cicuta. Miedo.
Paso al otro carril. Nado, respiro, nado, respiro. Trago agua. Respiro agitado. Grito debajo del agua y muevo las piernas lo menos posible. Meto la cabeza debajo del agua. Grito. Hay otro niño, se da cuenta de mi miedo.
—No tengas miedo.
Segundo shock.
—Ok—. Respiro agitado. Casi tiemblo.
Recibo un flotador para mis piernas. Quiebro la resistencia del agua, con los brazos. Azotes de angustia, de desesperación. A veces miedo, a veces coraje para darle un nuevo golpe a ese que me da miedo nombrar.
Cambio de estilo. 10 de espalda. Miedo. Trato de impulsarme con las piernas. Miedo. Me hundo, trago más agua, respiro debajo del agua, trago más agua, trago más miedo. Llego a la orilla. “Lo logré”. Un poco de orgullo salpica al miedo. El niño me mira.
—No tengas miedo.
—¿Cómo haces para no hundirte?
—Solo dices, no me voy a hundir y ya.
Sale y avanza de espalda. El mejor consejo que recibí en mucho tiempo, eso hasta que volví a hablar con mamá. A hablar de verdad y no me hundí.
El niño con síndrome de Down se queda en el borde, se sujeta a una cuerda con una mano y con la otra golpea su cabeza. Tiene agua en uno de los oídos. No puedo dejar de verlo en cada vuelta.
—No pasa nada, ya va a pasar. Ya va a salir—. El miedo.