Olas en la arena
Mientras el buque se aleja del puerto va rompiendo
las nueces, unas contra otras, y tira las cáscaras al mar.
Deja marcado un camino para su regreso.
Humo, Gabriela Alemán.
La distancia entre dos puntos puede medirse de muchas maneras: en kilómetros, en horas, en canciones, en pueblos, en gauchitos giles, en mates o, si se quiere, por los perros dispersos en la carretera. Particularmente, el trayecto Tarija-Tajzara puede ser medido a la perfección así.

Tres perros marcan el inicio del viaje. Uno de ellos es un braco café grisáceo, hiperactivo y juguetón. Lo acompañan dos viejos y heridos canes que están hasta las pulgas de Chuflay, su nombre. Y es que Chuflay vive junto a unas viñas en Tomatitas, donde sus dueños cosechan las uvas para el singani con el que luego otros preparan chuflays. Los bracos son descritos como perros ideales para la caza, pero el conductor de hoy lo changuea con manotazos en la cabeza y a él le encanta.
Mientras esperamos al resto del equipo, entre ellos el dueño de casa, veo en las grietas del suelo de piedra algo como un insecto. Acerco mi pie para ver si lo es y, sin querer, le quiebro dos de seis piernas. Es una especie de escarabajo y mi lástima por las lesiones es mínima. Minutos después Chuflay y el conductor lo rematarán sin darse cuenta.
Llega el resto y nos preparamos para partir. Somos cinco: el conductor, dos fotógrafos, una turista cochala y yo, a quien trajeron para escribir lo que las cámaras no registran. Nuestra carga se resume en termos, cámaras, latas de cerveza, drones, galletas, trípodes y una libreta. Vamos en una camioneta roja, más roja que cualquier otro rojo. Partimos hacia el altiplano tarijeño.
Más o menos a los seis perros en el camino, todavía en Tomatitas, veo una de esas aves que vuela con todas sus fuerzas, pero el viento que va en contra hace que se quede estática en el aire. Un error en la Matrix le llaman en redes sociales. Es un día ventoso, frío y soleado.
A los once perros paramos en la subida a Sama. Los fotógrafos hacen su trabajo en medio de la carretera, entre los segundos de inmortalidad que regala la falta de tráfico. Mientras, el conductor me señala un punto a la distancia. “¿Ves esa línea oscura entre las montañas? Es una cascada que está seca en estas fechas”, dice. Yo me pregunto si una cascada seca es formalmente una cascada o no. Quedamos en ir cuando vuelva el agua.
La siguiente parada es el túnel de Falda La Queñua. La intención es fotear cómo entra y sale la camioneta, lo cual se coordina con walkie-talkies. Luego me piden montar una escena en la que sirvo mate. A pesar de mi gusto por algunos sabores fuertes y amargos, no me gusta el mate, pero me sacrifico por la toma y tomo un sorbo. Me quemo.

A los quince perros de distancia ya estamos en pleno altiplano. Algo de nostalgia me invade porque, a pesar de estar corrupto por la serranía, es altiplano puro. Me recuerda a todas las idas al lago Titicaca y a las caminatas a Copacabana. En un pequeño tramo con curvas el conductor menciona: “Aquí dicen que hay un loquito que se tira contra los autos”. Ni bien termina la frase aparece el loquito, un señor viejo, calvo y con barba sucia de Papá Noel que se para frente a la camioneta. Nadie lo puede creer. Es el timing perfecto, aún mejor que si estuviera planeado.
Damos la vuelta para verlo otra vez. Es un ser temerario. No le asustan los autos. Su único miedo debe ser el aburrimiento, tanto que su oficio es mantener alertas a los conductores que pasan por Chorcoya Méndez. Un hombre mayor demacrado por el sol que quizás solo espera a quien baje la ventana para saludarlo. Arriesga su vida a diario. Pero loquito o no, el viaje continúa.
El primer atractivo es la laguna de Pujzara. Un cartel señala las tarifas: Bs 30 para turistas nacionales, Bs 70 para extranjeros y Bs 10 para estudiantes. Pero no hay un puesto ni una persona que cobre, nadie. El letrero dice “Bien venidos”, así, en dos palabras. Queremos ver flamencos. Los hay junto a unos groseros y obesos patos negros. Parece que son sociedades en perpetua discordia. Uno de los fotógrafos ya había registrado peleas en viajes anteriores. Todo lo que rodea a la laguna es sequedad. Avanzamos junto a dos perros locales sobre huellas de autos y de vacas. Huellas que, por la sequedad, pueden tener semanas.
El conductor encuentra un cadáver de flamenco y sin asco le quita las plumas más rosadas. También está seco. Sus huesos parecen ramitas que se rompen al primer contacto. El viento ya es respetable, dificulta la tarea de caminar en línea recta y empuja un sutil oleaje en la laguna.
Avanzamos hacia la laguna de Tajzara. Hay decenas de flamencos en la orilla. Pero son unos cobardes. Nos ven a lo lejos y salen volando. Uno de los fotógrafos lamenta no tener un lente de 300 mm para atacar desde lejos. Corre para capturar la imagen de su vuelo. Son las 16:30 y el frío es altiplánico. La chica y yo temblamos, los otros están más acostumbrados. Me maravillo por los restos de lo que alguna vez fueron bofedales, o al menos quiero creer que lo fueron, y me cuesta pensar que entre todo lo seco haya espacio para algo húmedo. La tierra, una superficie atópica que se quiebra y cruje bajo nuestros zapatos, seguramente por las estructuras que se formaron luego de alguna lluvia.
De pasada en la camioneta vemos otra masa de agua. “Esa es Laguna Seca”, dice alguno. El oxímoron del viaje: laguna seca, cascada seca, bofedal seco. También encuentro otra ave quieta en el aire. Vuela a contracorriente y no se mueve un centímetro. Es el otro oxímoron: vuelo estático, avanzar en un mismo punto, la relatividad del movimiento.

A los veinte perros llegamos a la plaza de Copacabana, coronada por una especie de puerta del sol que no entiendo por qué construyeron, nada tiene que ver con culturas prehispánicas. Junto a ella hay dos niños de caras sucias y mocos secos. Cursan primero y cuarto básico. Tiemblan tanto como yo y venden desde llamas artesanales de adorno hasta Pepsi en lata, pero no cuentan con más de diez productos. Me pregunto qué esperanza de vender tenían en un pueblo tan aislado un domingo por la tarde. Y, sin embargo, ahí estamos. Compro un alfajor.
Por fin llegamos al destino: las dunas de Tajzara durante los últimos minutos de sol. El viento luce toda su fuerza y hasta quiebra la solidez de mis rulos. El frío, o el Frío, porque ahora debería escribirlo con mayúscula. Por suerte el paisaje distrae los sentidos. Las dunas parecen sacadas de una película, en escala, obvio. Una sábana de arena se mueve constantemente, es un halo que dota de misticismo al panorama. El terreno es irregular. Por lo general los pies se hunden y los pasos son pesados, pero también hay partes sólidas y más llevaderas.
Pienso en nuestras huellas. Como las de las vacas, también están en medio de la sequedad absoluta, pero esta es de otro tipo. Una sequedad dinámica y fluctuante que poco tardará en eliminar la evidencia de que estuvimos ahí.
Los de las cámaras aprovechan cada instante del ocaso. Yo me congelo, incluso tomo unos sorbos de mate para ilusamente tratar de calentarme. La chica come su primera comida del día: pollo con arroz. Ahí, en las dunas, pollo con arroz a las 17:30. Y es que su visita a la vida nocturna de Tarija dejó secuelas no menores.
Más tarde, uno de los fotógrafos le enseña al conductor a servir un buen mate, mientras el otro lo registra con su cámara. En el horizonte vemos nuestro destino de un próximo viaje: el Morao, aparentemente la montaña más alta de Tarija según los mapas y viajes del abuelo de un fotógrafo, lo cual planeamos comprobar —lo hicimos semanas después—. El nombre de la montaña combina con el paisaje. Es como si un filtro purpúreo estuviese delante de todo. El matiz es propio de algún más allá cinematográfico.
Con el sol en sus últimos segundos, la arena luce también un oleaje. Miles de olas en las dunas, una detrás de otra, solo interrumpidas por nuestras pisadas, las que serán borradas durante la noche. Esta arena fina es un mar con alzhéimer.
El frío ha hablado y el sol ya no está. Hora de irse. Volvemos sobre lo que queda de nuestras pisadas y cargamos todo en la camioneta. Adentro nos curamos con calor humano.

Me duermo por un buen tramo, pero no importa, es de noche y solo se ven los ojos de gato sobre la carretera. En Iscayachi, el conductor dice que lo esperemos un rato, que va a comprar ajo, que ahí está el mejor de Bolivia. Al escuchar esa descripción nos decimos con el resto que también debemos comprarlo. Entramos por el portón de lata roja de doña María Luisa, la productora del mejor ajo nacional, exportado a todo el país y parte del Perú. El conductor dijo una mentira involuntaria. No compra nada. En realidad, le regalan tres kilos. Nosotros compramos un kilo por persona a Bs 15. No sé cuánto cuesta en el mercado, pero sí sé que aprovechamos un ofertón.
Dejamos al primer fotógrafo en su casa en Tomatitas. Chuflay no sale a despedirse, seguro se guarece del frío. La chica se queda en su hotel en el centro. Ahora es mi turno. El conductor dice que durante la pandemia consumía el ajo de María Luisa como medida anticovid. Escéptico, le digo que el ajo solo sirve para cocinar y para ahuyentar vampiros.
Me pregunto qué será de nuestras huellas en Tajzara y entro a mi casa con las zapatillas llenas de arena.