Los juegos de tu memoria
En 1971 yo aún no había nacido y, sin embargo, me acuerdo de lo que decían mis cuidadosos padres acerca del golpe militar de 1971 entre susurros para que nosotras, sus niñas (tres más después de mí), no lográsemos oír del todo; con señas y disimulos, con recogimiento tierno en los tonos y palabras, hablaban con sus invitados a cenar sobre lo que había ocurrido durante la dictadura del entonces coronel Hugo Bánzer Suárez. Mi madre contaba que su madre le había escrito una extensa carta a México DF, donde vivíamos entonces, en la que le narraba que los grafitis eran pan de cada día y que, como en Macondo, los muros de Sucre amanecían pintados denunciando la dictadura y los pecados públicos de la sociedad boliviana de entonces. Que el hijito de tal estaba preso, que a tal señora le confiscaron los productos de su tienda, que la picana no era el plato navideño que conocemos desde siempre, sino un instrumento bien pensado de tortura.
Barry White sonando quedamente en el tocadiscos y las cuatro niñas perturbando la reunión de adultos. Disimulados todos, padres e invitados, para que, de una u otra manera, nuestras memorias no retuviesen el horror de los relatos del pasado. “¡Shsst!”, “las niñas no pueden estar despiertas a esta hora” o “vamos, es hora de dormir”.
Y, sin embargo, pese a las difuminaciones y los estragos que causa el tiempo, la memoria puede ser un lugar tan seguro.
Al escribir estas pocas líneas no puedo dejar de nombrar Me acuerdo, de Georges Perec, dedicado a su vez a Joe Brainard, quien, en 1970, había escrito otro libro titulado I Remember. Algunos ejemplos son: “Me acuerdo de la única vez que he visto llorar a mi madre. Me estaba comiendo una tarta de albaricoque” o “Me acuerdo de los pueblos vacíos. De las lunas tintadas de verde. Y de los carteles de neón justo cuando se apagan”.
Más tarde, en 2014, la escritora mexicana Margo Glantz recreó el Me acuerdo a través de Yo también me acuerdo. Estos libros están escritos con el mismo objetivo: mediante frases sueltas o más bien dispersas, con gracia repentina, resultan inesperados trazos de recuerdos que logran explicar algo que el otro —el universo de los otros— recuerda o cree, acaso, recordar, ya que muchos de nuestros recuerdos no son más que relatos cercanos que oímos y tomamos, a veces, tan a pie juntillas haciéndolos nuestros, tan nuestros que hasta parecen propios.
La memoria, entonces, como un lugar tan inseguro: un acantilado lleno de niebla.
Pues bien, aunque aparentemente el ejercicio literario es sencillo, también es engañoso, como la vida misma. Es pues, eso sí, hondo, ya que termina revelando aquellas cosas que son las que subyacen, asentadas silenciosamente en el sedimento de nuestra memoria. También es un ejercicio práctico, sin duda, pues de una u otra manera ‘arranca’ recuerdos como el útil tirabuzón que en las manos adecuadas destapa el corcho de un viejo, viejísimo vino que ha estado empolvándose en la semioscura cava o como un recuerdo de ayer, tan solo, o de anteayer.
Qué extraño y a la vez deslumbrante sentarse frente a una hoja en blanco y vaciar literariamente —esto es, literalmente— aquella parte mínima y caprichosa del contenido de nuestra memoria.
La memoria como un mueble recio de roble, lleno de cajones prodigiosos.
Pongamos un ejemplo de la vida real: ”Yo también me acuerdo del brillo en el rostro de Margo Glantz, caminando cogida de mi brazo en Coyoacán, cuando nos dirigíamos al restaurante donde le regalé un collar boliviano con cuentas de wayrurus, rojo y negro, rojo y negro, y ella, entonces, me invitó una michelada”.
¿Ven? Recordar es casi como tomar conciencia del estado de las cosas de nuestros mundos, esto es, a partir de la forma de nuestros recuerdos.
La memoria, entonces, como un templo antiguo y rodeado de antorchas luminosas.
Con todo lo complejo —lo menos que se puede decir es “complejo”— que ello implica, aquella parte mínima de la memoria —de los otros, mis otros y, por qué no, entonces, algo mía— se me presentó hace ya muchos años cuando una revista dominical de variedades cayó en mis manos inexpertas, no recuerdo la fecha con exactitud y, sin embargo, sé con seguridad que era agosto y, tal vez, domingo. En ella figuraba un reportaje completo titulado, palabras más, palabras menos: “Tomar el cielo por asalto: La gran fuga del siglo XX”.
Como cada agosto, la prensa boliviana ponía especial atención en publicar noticias o secciones especiales referidas a recordar el 21 de agosto de 1971, día del golpe militar perpetrado por Bánzer. Aquella vez no era la excepción, como ningún año lo será.
El texto narraba la historia de Jesús Taborga, beniano, dirigente estudiantil de la carrera de Filosofía de la Universidad Mayor de San Andrés, como parte de un grupo de jóvenes universitarios llevados a la selva del Madidi (noroeste del departamento de La Paz, Bolivia) como consecuencia a sus actividades subversivas de resistencia al golpe militar.
En primera persona, Jesús Taborga contó que una vez en el campamento fueron obligados a realizar trabajo forzado —construir su propio galpón—, en un malsano clima, más de cuarenta grados a la sombra; los jóvenes vieron achicados sus espíritus de lucha que tan bien habían ejercido en la Universidad y en el seno de sus partidos políticos. Por si fuera poco, a los pocos días de pisar Madidi, sus organismos sufrieron un colapso, pues atacados por extrañas especies amazónicas y lejos de toda atención médica, se debatían entre la constante fiebre, disentería y multitud de dolencias.
Sin embargo, como líder de los presos políticos, no había cejado en su anhelo de libertad. Aunque debilitado por la leishmaniasis, una idea resplandeció en su cerebro. Convenció a sus compañeros y juntos planearon milimétricamente el secuestro del avión militar Douglas C-47 que cada dos semanas aterrizaba en Madidi para dejarles comida y agua. Lo demás fue historia.
Quise saber más. Contacté a una periodista que había conocido al filósofo de mis desvelos, Jesús Taborga; la aturdí con extensas, arduas, curiosas preguntas, pero cesé al poco tiempo para no parecerle una obsesa impertinente y, además, sobre todo, porque quise hacerme una idea propia, según mi imaginación y no según los relatos de otros. A Jesús, por cierto, ya no pude entrevistarlo porque había muerto tras la visita que aquella periodista le hizo a su tienda paceña de expendio de café llamado Moxos.
Comprendí entonces que era mi destino seguir trabajando con mis propias ideas sobre él. Contacté a personas que habían vivido de cerca el 21 de agosto de 1971 y, como lo había hecho con la periodista, las ametrallé con preguntas. Tuve suerte, pues generosamente respondieron, nutriéndome así de sus vivencias y criterios. Al mismo tiempo, profundicé en la investigación y así, con la misma obsesión, consulté fuentes primarias y secundarias en el Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia y en el archivo del Ministerio de Relaciones Exteriores. Estudié documentos, periódicos y miré largamente las fotografías en blanco y negro de la época. Tras algunos meses de empaparme de aquella realidad, mi estado del arte arrojó sus resultados. Si bien existían —y existen— especializados estudios de historia política del siglo XX boliviano, extensos y muy profesionales reportajes periodísticos y documentales realizados por cineastas bolivianos, me pregunté seriamente por qué no existía una película boliviana sobre ese escape genial.
Entonces, aunque sin fecha definida y con cierta soberbia, me lo prometí tajantemente a mí misma: “algún día escribiré una novela sobre este hecho”. Muchos años más tarde (re)escribí laboriosamente unos cuantos capítulos que tenía guardados en el cajón y los presenté como proyecto final de maestría a la Universidad de Salamanca. Aprobé y, como en el Vaticano, fue una señal clara de humo blanco. Eran aquellos muertos de 1971 hablándome desde sus mundos, me dije a mí misma, con el peso de una bala de plomo sobre mi alma.
“Las promesas hechas a la propia memoria son las más importantes”, me dije también, en tono de sentencia.
Entonces, se me vino una duda seria: no supe y no sé aún si sea lícito o, acaso, “políticamente correcto” escribir sobre uno mismo y, sin embargo, ¡qué ironía!, pecamos pedantemente todo el tiempo, y si no es desde la academia, pues más. A nuestro pesar, escribimos a partir desde el reino del imaginario, de los entresijos de la memoria, en fin, recuerdos que duran y alumbran lo que un flash.
¡Qué egoísta es escribir ficción! Dejar de lado todo lo demás y encima esperar que nos lo crean, ponernos en las manos del lector cual relatores responsables de lo que se afirma. Cuántas veces hemos tenido un momento repentino y recargado de conciencia y retirado de repente la vista de la hoja a medio escribir, pestañear y mirar al frente, hacia el paisaje de nieve o resolana y preguntarnos, desmedidos, una palma sobre la frente: “¿Qué diablos estoy haciendo?” o “¿Por qué soy tan pueril?”
La memoria, entonces, como luz parpadeante en cuarto oscuro.
Hemos leído que el 22 de agosto de 1971, Bolivia amaneció bajo el humo negro del golpe de Estado llevado a cabo por Bánzer, apoyado por el plan Cóndor. Muertos, desaparecidos y violencia por doquier fueron el pan de cada día desde entonces, hasta la década siguiente. El problema radica en lograr hacernos la idea por nosotros mismos comprometidamente y con distancia crítica, a través de la indagación, investigación y estudio de las mentalidades para lograr una comprensión aproximada de los hechos.
Hay cosas insólitas como esta novela mía —¿y/o acaso de otros?— titulada De esta noche no te marchas que buscan escribirse caprichosamente en forma de recuerdo no propio. Tímidamente, nombraré aquí la punta del iceberg de esta historia escrita desde la(s) memoria(s). En La Paz, Bolivia, corre agosto de 2019, cuando una avezada periodista recurre a entrevistar a Montecristo, un sobreviviente del golpe militar de 1971, clarividente desde niño, pero ahora ya anciano y sabio. Aunque él es reacio a conversar con los periodistas y a enfrentarse con sus propios fantasmas, ella logra sostener un diálogo que va fluyendo como un largo río, sea el Cheliff o el Madidi.
Los personajes que acompañan su historia buscan ser —precisan, es más— estar elaborados desde la precariedad, el disenso, la rebeldía y la belleza. Son jóvenes en el recuerdo que no envejece. Montecristo los describe como seres dotados de una necesaria irracionalidad para su tiempo. Él es uno de ellos.
Académico activo, conspicuo, ateo, solitario, agudo y dueño de una gran biblioteca, permite que, a través de la entrevista, sean reveladas sus sombras, sus tirrias, sus amores y el horizonte de su memoria donde se dibuja la sociedad e idea de país que los jóvenes abrazaron entonces.
Todo tiene que ver con nuestra memoria, no hay tiento en ello. “Callar, callar, es la gran aspiración que nadie cumple ni aún después de muerto”, escribe Javier Marías en Cuando fui mortal. Acaso la memoria, entonces, como una retahíla de palabras que no cesa, como río extensísimo de sangre que llega lleno de piedras sonando, como una imprecación consentida: un acto funesto y necesario.
Sucre, otoño de 2022