Pecado de Nintendo
Es 1988. La ciudad minera de Corocoro, ciudad y capital del extinto departamento de Mejillones, se vacía cada día. Han fracasado los proyectos de crianza de cerdos y conejos, y estos han pasado a mejor olla; las carpas solares ya no producen hortalizas para la venta y acompañan a los cerdos y conejos. Un político dijo: “Bolivia se nos muere” y Corocoro muere de muerte lenta. El dinero de los finiquitos y los bonos extralegales recibidos por los mineros oxigenan por unos meses más a Corocoro.
Es ahí que un fin de semana vemos los Ataris de color negro instalados en una tienda con puerta a la calle. Mueves las palancas y sigues los movimientos de Space Invader en las pantallas blanco y negro mientras tratas de eliminar a los extraterrestres. De pronto la planta diesel que provee electricidad a Corocoro por horas, se apaga y con ella la tienda de Ataris.
Una tarde, mi madre Yolanda nos reúne, a mis hermanos, a Juanita —mi segunda madre— y nos dice que nos vamos, que nos iremos de Corocoro. Al día siguiente, recogemos nuestros enseres y embarcamos catres, colchones y camas, algunos implementos de cocina, ropa y viajamos a La Paz en un carro que transporta estuco de Pando. Llegamos de noche a la casa de una amiga de infancia de mi madre, quien nos presta una habitación para pernoctar. Los días se hacen meses, hasta que encuentran escuela para mis hermanos y colegio para mí, amén de una casa. Mi madre consigue tres habitaciones, tienda, trastienda, cocina y baño en contrato anticrético en Ciudad Satélite.
Inscriben a mis hermanos, en la Escuela “Armando Escobar Uría” y a mí en el colegio “Rómulo Gallegos”, turno tarde, ambos en Ciudad Satélite. La ciudad me asusta, ni bien terminan las clases, me voy corriendo las catorce cuadras con rumbo a mi casa. Una tarde, con nuevos amigos, me dicen que vayamos a jugar jueguitos, ingresamos a una tienda con puerta abierta a la calle, hay escolares y colegiales reunidos, hay consolas Nintendo con televisores y banquitos, intento jugar Zelda, no entiendo los controles, nunca paso del primer nivel y no vuelvo a repetir la experiencia.
Una tarde en clases, nos piden escuchar la invitación del Centro “Don Bosco”, nos invitan al cine el sábado, vemos películas cristianas y, con los amigos del curso, jugamos en el parque. Nueva invitación del Centro “Don Bosco”, nos invitan a pasar los cursillos de la primera comunión a quienes estuviesen bautizados. Recuerdo una foto familiar, tengo dos o tres años, estoy vestido de blanco, y al fondo, el frontis de la Iglesia de la Virgen de la Asunción, de estilo holandés hecha con maderas y planchas, construida en 1906 en Corocoro. Así que sí, estoy bautizado. Los cursillos son sábados en la mañana, desde las 9:00 am.
Asisto los sábados, un hermano laico nos da clases sobre la biblia, Jesucristo y así por dos horas. Al volver por la calle 31-B de Ciudad Satélite, descubro una tienda con jueguitos, pido unos quince minutos que se vuelven treinta y luego sesenta minutos. Juego Contra, donde soldados comando deben destruir a Red Falcon, no me va mal. Continuó con las clases sabatinas de preparación para la primera comunión. Un sábado, no asisto a las clases religiosas y me voy directo a jugar Contra. El subsiguiente sábado me acompaña mi hermano menor Richard, no vamos a las clases religiosas, se puede jugar Contra con dos controles y necesito acompañante. Se nos acaba el dinero, con mi hermano vamos a jugar al parque del Don Bosco y retornamos a casa. Así, los sábados.
Un día, mi tío Freddy me pregunta cómo van las clases. De niño, ante la falta de libros, leí la Biblia de cabo a rabo, no una sino siete veces, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, más algunos textos con fuente bíblica publicadas en Selecciones del Reader Digest, así que pude explicar “las clases”. Por amigos me entero que la ceremonia de primera comunión es un domingo, confiado, digo la fecha. Un error fatal. Mi tío era auxiliar de enfermería y, a veces, tenía turnos en fin de semana, así que esperaba que esté “de turno”.
Llega la fecha, mi tío me dice que me acompañara a la ceremonia de primera comunión, me asusto, se descubrirá que no fui a las clases y que, en vez de asistir, jugaba Contra. Listo, lo de Cristo y el Gólgota será poco en comparación con lo que me harán por no asistir a las clases de primera comunión.
Caminamos, me siento como toro —más bien oveja — rumbo al matadero, en cada una de las once cuadras rumbo al Don Bosco siento como si fuesen las catorce estaciones del vía crucis. Estoy por confesar cuando ingreso al Don Bosco, a la iglesia y veo al hermano laico, al lado mi tío con cara de pocos amigos. Nada de lo aprendido en el control Nintendo me sirve. Recuerdo en la tercera estación, donde caen bolas explosivas, que te subes a lo más alto y al disparar desde ahí, pasas el nivel. Lo importante es no perder vidas, correr y disparar, hay que buscar las mejores armas. Contra fue clasificado como juego difícil pues los enemigos aparecen de improviso, solo tienes tres vidas y algunas mejoras en las armas
Me separo de mi tío, me acerco al hermano laico, le explico la situación, le pido comprensión, confieso mi pecado de Nintendo, imploro perdón, estoy arrepentido, le explico que tengo a mi tío en la iglesia y la huasca que recibiré por hereje. Le pido, por favor, que me permita ingresar con los que asistieron a las clases. Su rostro es inexpresivo.
Pienso me dirá que no y tendré que dar explicaciones a mi tío, a mi madre y en casa, solo pienso en una palabra y resultado: vergüenza y huasca. El hermano laico me dice: “¿Te confesaste?” Sí, había asistido a la clase de confesión y esta fue recibida por uno de los curas del Don Bosco. “No vuelvas a mentir”, me dice, “la mentira es pecado”. Y me indica que vaya a la fila de los adolescentes que reciban la primera comunión. Voy a la fila, mi tío me alcanza una vela blanca y unas estampitas. Se realiza la ceremonia religiosa, sermón, cánticos, oraciones y recibo la hostia, cuerpo de Cristo, termina la ceremonia, salgo de la iglesia, retorno a casa, años después me declaro ateo.
Treinta y cinco años después me reúno con mis hermanos y familia en Cochabamba. Es de noche, casi de fin de año, mi madre Yolanda nos acompaña en espíritu, mi tío ya es ajeno a la familia cercana; al calor del vino, practicamos el ejercicio de la memoria y le recuerdo a mi hermano Richard, cuando en vez de ir a clases de primera comunión, lo llevaba a los “tilines”. Sonreímos.