No quiero ser nadie
Leí una metaficción antes de siquiera saber que esa palabra existía o su impresionante significado. Su forma era la de un libro, uno que no existía más que dentro de un videojuego. Se titulaba: La Rebelión de Primada. Cada página contaba la historia de un hombre que quería derrocar al emperador y así conseguir la mano de una mujer perteneciente a una familia de alta casta. Me encantó.
De inmediato, dentro del mismo videojuego, comencé a buscar más libros en un mundo que apenas conocía y cuya extensión hacía la tarea aún más compleja. Y eso que mi personaje era un héroe, el mismísimo elegido, el Sangre de Dragón. Siempre dentro del juego, compré una pequeña casa y un estante donde pude acomodar a placer los libros que conseguía. Esas metaficciones que complementaban la inmersión en un mundo que no conocería si no fuera por una consola.

Fueron pasando los días y leí La Amenaza Creciente, un texto que cuenta la odisea de Lathenil de Solaria, recopilado por el historiador del imperio Praxis Erratuim que me costó terminar, pues la historia completa data de una colección de cuatro tomos y no conseguía el tercero. Es más, para obtenerlo tuve que ir a la devastada ciudad de Hibernalia y acudir al Arcamaeum, una amplia biblioteca, quizá la más grande de toda la región de Skyrim, cuidada por un energúmeno orco llamado Urag gro-Shub, quien me prestó el tomo restante gracias al renombre que yo tenía dentro de ese universo.
Nunca fui ni creo que seré nadie, pero en aquel mundo virtual cada habitante me conocía bien. Leía bastante y así fue que comencé entender de otra forma aquella región. Igual con el tiempo, sentí que serlo todo no me bastaba. Porque en los videojuegos lo somos todo: activamos cada acción en el mundo que nos dan. Los videojuegos se caracterizan por tener esa estructura de epopeya y nos obligan a ser héroes. ¿Qué pasaría si no quiero ser el héroe que el juego quiere que sea? De seguro no terminaría el primer nivel si es que el juego es plataformero, por ejemplo. Y, en general, no pasaría nada; el mundo, la narrativa, están ahí para que yo los altere.
¿Qué pasaría si yo decidiera crear una metaficción? Desenvolverme dentro de un producto y escribir mis propias historias tal y como Lady Gialene lo hizo en La Rebelión de Primada o Latheniel en La Amenaza Creciente en la nublada región norteña de Skyrim. Crear dentro de algo ya creado. Buscar una oportunidad similar y no solo cumplir con lo que se estableció. En filosofía de videojuegos esta propuesta que puse sobre la mesa es un conflicto entre la idea del libre albedrío contra la predestinación; buscar mis propias alternativas frente a cumplir con lo que se me entrega.

Así que busqué juegos que me dieran la oportunidad de no ser nadie. Encontré dos cuyo ecosistema e interacción me fascinaron. Dos juegos no lineales, donde no hay esa historia principal, donde puedes no ser nadie y hasta crear un relato independiente: la saga de Mount and Blade y el genial Kenshi. Ambos tienen características similares, son juegos de rol de mundo abierto, parcializados a la sobrevivencia. Necesitas comida para tu personaje y un desarrollo de habilidades de acuerdo a lo que hagas.
No quise ser importante, así que en ambos fui un vagabundo. Mi existencia poco o nada afectaban al mundo, a la política y a cambio alguno. La vida en cada esquina, aldea o ciudad continuaba. Aparecían mensajes repentinos anunciando un clan que fue destruido o que hubo una batalla en la que un lord fue apresado. Llamadas a la aventura que decidía ignorar. Y es que puedes dedicarte a robar para sobrevivir, quizá en algún momento establecerte en un reino o ser un nómada sin rumbo. Si tu personaje asciende en poder, por decisión propia, puedes alterar las regiones y generar nuevas guerras. Aun así, no hay una predestinación que nos regule, lo objetivos son los que tú planteas.
Así viví experiencias inolvidables. Conocí a los Asaltantes de las Arenas que dominaban el desierto o los Cangrejos Sangrientos que habitaban en los pantanos, en Kenshi. Ahí, si te vas al norte, puedes ver las ruinas de la civilización robótica que se destruyó a sí misma, en dónde hay humanos que desean ser robots y actúan como tal. Una comunidad peligrosa que pretende desollarte. O las espectaculares tormentas de fuego que caen del cielo al noreste del mapa. Conocí todo solo siendo un nómada vagabundo que buscaba trabajo.

Ganaba dinero de pequeñas migajas. Cumplía tareas aleatorias que me asignaba un NPC. Pero tenía que sobrevivir si es que quería que mi experiencia sea larga; el único Game Over es la muerte de tu personaje. Así comencé a “escribir” mi propia odisea. Aprendí a pelear con los Asaltantes Ninja y a robar con los bandidos. Me alimentaba de lo que podía y observaba a los grandes señores de las Tierras Libres manejar numerosos recursos y ejércitos. Vi una batalla al medio de un desierto entre los Paladines, fanáticos religiosos, y los Samurais. Y quizá si no me hubiera encontrado viajando por aquel lugar, hubiera perdido la oportunidad de ver aquella masacre porque el combate pasaría de todas formas sin mi presencia. Robé armaduras de los cadáveres, me quedé con una para mi protección y vendí el resto. Pronto mi personaje podía hacerle frente a más de 10 bandidos o soldados de alguna facción al mismo tiempo.
Calradia no fue la excepción. Mount and Blade te deja en la libertad total. Mientras era vagabundo en los callejones de la ciudad de Sargoth, rica en grano y manzana, me enfrente a pandillas sin meterme en los asuntos políticos de los grandes señores. Pero la necesidad me obligó a servir como mercenario. Para hacerlo, entré a la Arena y entrené en combate con armas de dos manos, mandobles y hachas en su mayoría. Podría omitirlo, pero no fue así. Hice una compañía de 70 hombres y luchamos en la guerra entre Vladia contra el Imperio de Oriente. En la batalla participaron alrededor de 7 lores vlandianos. Perdí a casi todos mis hombres y apenas sobreviví.
La comida escasea en tiempos de guerra. Con las habilidades de pelea mejoradas, entré en la vida criminal y me hice con Callejones en las ciudades orientales, en donde cobraba impuestos a los mercaderes si es que no querían que asalte sus caravanas. Mi fama se encontraba en un quiebre muy bajo, ningún gran señor me quería en su reino. Tenía que redimirme. Ayudé a aldeanos a protegerse de bandidos y a pueblos a establecer mejores rutas de comercio, esto generaba mayores oportunidades de progreso. Creé mi propia historia, la de un Robin Hood. Si la tinta no fuera escasa, el relato continuaría.

En blogs sobre ambos videojuegos, pude observar las historias más variadas e incongruentes. Ninguna experiencia de otros jugadores se parecía en algo; las heterogeneidades de relatos eran interminables. Metaficciones creadas en limitadas posibilidades, las del juego, pero aún así inacabables.
Un jugador de Kenshi decidió crear una comunidad de 30 personajes y dominar los pantanos, derrotando en diferentes batallas a los líderes de aquella región. A mí nunca se me hubiera ocurrido y sabía que la dificultad de semejante hazaña era alta. Entrenó por mucho tiempo a todos sus personajes y cada uno podía enfrentar hasta a 20 criminales en una sola batalla. Ganó y amuralló todo ese territorio. Otro decidió dejarse desollar y cumplir con su deber con los humanos que deseaban ser robots. Me imagino que la partida debió ser aburrida, pero esa era la historia que aquel jugador decidió escribir.
En Mount and Blade, muchos terminaron siendo reyes de todo el continente. Quizá es la opción más lógica a buscar, la toma del control y el poder total. Un jugador hasta creó una apasionante historia: la liberación del dominio Vlandiano, imponiendo ideas comunistas. Comenzó generando la independencia de la ciudad de Marunath y renombrarla “Leningrado”. De ahí expandió su “revolución comunista” por todo ese imperio, generando alianzas de otros señores y aumentando sus números militares. Su propia metaficción política. Salió victorioso.

En aquellos juegos, hay guerras sangrientas que destruyen hogares y familias. Desaparecen nombres y legados. Las economías caen y se transforman, el juego cambia. Pero no necesariamente por decisión mía. Yo no era nadie.