En cuarentena

Al principio de la cuarentena, con una Bolivia todavía afectada por todo el dolor de finales de 2019, Mauricio Rodríguez descubrió la historia de un muy barbudo Kratos en God of War. En el silencio después de la primera sesión de juego, miró por la ventana y…
Editado por : Adrián Nieve

…y de repente se me metió la tristeza. 

Esa tristeza de domingo de cuarentena en la pandemia. Made in Wuhan. Claro, yo estaba en mi cuarto: solo. SOLO. Mi papá se había escapado con su secretaria. Y también con su ayudante de limpieza. Y también con su tramitadora. Mi mamá cuidaba a su novio con COVID. En las noticias, veía a un sacerdote que lanzaba agua bendita desde un helicóptero verde-camuflado de la Fuerzas Armadas. “¿Esa es la imagen del Tata Santiago versión tamaño natural?”, pensé. 

1045
Fuente: Mauricio Rodríguez

Entonces encendí la PS4. En la Play Store se vendía God of War a 9.99 dólares. En una página-pirata-peruana lo vendían a 3 dólares o su equivalente en soles (¡también en rupias indias!). “La vida es un riesgo”, pensé y recordé que dos días antes, un militar cubierto con un pasamontaña negro me había detenido en la final Buenos Aires. “Tu carnet”, me ordenó. “Salí a comprar pan”, mentí y empecé a correr hacia unas gradas que daban a Bajo Tacagua. “¡Alto, carajo!”, me gritó dos veces el militar. Me apuntó con su fusil y se detuvo. Volvió a correr y dejó de apuntarme. “¡Mierda!”, gritó, “por favor, me van a reñir”. Yo me escondí en la casita de un perro tuerto que babeaba. “No me ladres, no seas facho”, susurré. Resumo: ese día, me salvé. “Trabajadores del mundo uníos (1) – Bolivia estilo años 70 (0)”, pensé. 

Compré God of War de la página-pirata-peruana y, más tarde, el administrador cuyo sobrenombre era John Cena y Almuerza me envió un mensaje de WhatsApp con las instrucciones para la descarga. Decía: “este mensaje solo lo podrás leer una vez, pendejo. Dos veces si compraste una cuenta principal”. En el Facebook, veía fotografías donde aparecían unos militares con pasamontañas que golpeaban a un vendedor de eucalipto cerca de la plaza de San Pedro. Un seguidor de una página llamada El Búnker comentó: “Esto es hacer patria”. Luego aparecía el mensaje de una experiodista que escribía que las vacunas contra la COVID-19 eran capaces de causar VIH. 

Memoricé las instrucciones. Con cierto miedo. Con cierta devoción. Con esa adrenalina con que anotaba las claves de Doom en una carpeta roja con tapa de Chayanne (IDDQD). O las claves de Starcraft (show me the money. food for thought). Después descubriría que las instrucciones de John Cena y Almuerza estaban en YouTube (narradas en inglés por un hindú con estrabismo y un bigote incipiente, mientras de fondo se escuchaba la canción principal del soundtrack de Slumdog Millionaire). 

La descarga del juego tardó más de ocho horas. Es decir, empecé a jugar God of War casi a medianoche. Entonces escuché la sirena de un carro militar que rondaba por el barrio. “¡Atrápenlos a todos!”, gritó un soldado. “Banzer resucitó”, gritó alguien desde alguna casa vecina. “Trabajadores del mundo uníos (1) – Bolivia estilo años 70 (1)”, pensé. “Sony Interactive Entertainment presents” apareció en la pantalla negra. Luego el logo de Santa Monica Studio. Luego Kratos, un Kratos con barba de leñador, avejentado, semblante afligido, cicatriz en el abdomen, tiras de tela sucia en los antebrazos que cubrían sus cicatrices. 

1046
Fuente: Javier Mamani

Y silencio. 

El silencio de la mitología nórdica. O el silencio de la pérdida que Kratos había sufrido. O el silencio de la cuarentena que era lo mismo que el silencio de la muerte o de la represión, versión made in Bolivia. Elegí el modo de juego “Quiero un God of War” (para quienes no conocen, este modo de dificultad es todo lo que es el modo difícil, pero con esteroides anabólicos contrabandeados por un fisiculturista de algún gimnasio de la Garita de Lima). Entonces Kratos se arrodilló frente a un árbol de fresno de hojas terrosas y cobrizas, apoyó su rostro en la corteza y puso la palma de su mano cerca de una huella dorada. Escuché unas voces en coro y un harpeleik (léase: cítara nórdica), mientras Kratos cortaba el fresno con el hacha Leviatán. 

Con demasiada brutalidad. Con demasiado dolor. 

Detrás de él, apareció su hijo, Atreus. “¡Boom!”, pensé. No era el God of War que había conocido en la PlayStation 2. El asesino de dioses griegos. El Scarface sin remordimientos. Sin limitaciones. El general espartano que había vendido su alma al dios Ares. “¿Dónde están las espadas de caos?”, pensé. Este Kratos era un padre en ciernes. Era el reciente exesposo de Faye, la gigante guerrera de Jötunheim, que había muerto debido a una enfermedad. El fresno serviría como leña para incinerar el cuerpo. “Encuentra tu camino a casa”, diría Kratos. “Eres libre”. Luego yo aguantaría la respiración. “Benditos-piratas-peruanos”, pensé, y me llegó un mensaje de mi novia con un sticker de un perrito triste: “Te extraño”. “Siempre nos quedará París”, le respondí. 

1047
Fuente: Twitter

En la madrugada, apagué la PS4, lleno de esas cicatrices que me dejaron las primeras heridas de la paternidad de Kratos. O de la comprensión de su paternidad. Miré el cielo nublado, los cerros rodeados de niebla, a través de mi ventana. Las casas en cuarentena con sus luces apagadas. Las ventanas sin cortinas de un vecino, donde una pareja se abrazaba, mi vecino acariciaba el rostro de su chica, ella sonreía y cerraba los ojos (“En un mundo perfecto escuchan What A Wonderful World, de Louis Armstrong”, pensé). También miré a los pocos transeúntes que recorrían a escondidas las calles, con el miedo a los militares o al virus. O al amor. 

Entonces, por fin lloré.

83 me gusta
574 vistas
Este texto forma parte del especial Mi vida y los videojuegos