Mi cuerpo offline
Karla le tenía fobia a los ascensores y eso que su madre dice que faltó muy poco para que naciera en uno de ellos. El embarazo fue muy complicado y caótico, con hospitalizaciones prolongadas y reposo. El parto se adelantó y, el 31 de mayo de 1999, Karla vio la luz del mundo en La Isabelica, una urbanización ubicada en Valencia, capital del Estado Carabobo en Venezuela. Desde aquel día, 22 años han transcurrido.
La fobia a los ascensores caducó a sus 20 años, cuando le tocó vivir en un edificio alto. Una sonrisa amplia deja ver sus dientes blancos cuando lo recuerda. Tuvo que apañarse con el elevador. Igual hubo otros miedos que llegaron sin ser llamados y se quedaron. El miedo a mostrar su cuerpo es uno de ellos, presente en su día a día, como un animalito siempre alerta, tan real como el aire que respira. Hoy no solo se atreve a comprarse vestidos, sino que los luce, pero solo cuando sale con su novio, Carlos, un dominicano que conoció en Buenos Aires. Con él se siente segura y tranquila. El corto tiempo de terapia psicológica le ayudó a exorcizar el temor, la culpa y la ropa ancha que solía vestir. Eran prendas con las que escondía su piel y sus atributos de mujer.

La única foto en traje de baño que publicó en Facebook fue cuando tenía diez años, su mamá subió la imagen después de una visita a la playa. Ella misma le había abierto la cuenta en esa red social que comenzaba a desperezar sus tentáculos. Era el año 2009. Ella también se encargaba de supervisar los mensajes y las solicitudes de amistad que recibía su hija. A Karla no le interesaba tener contactos, lo que ella quería era jugar. Le gustaban los jueguitos online. Así pasaba el tiempo mientras sus padres trabajaban todo el día. Jugaba y cerraba la aplicación sin mirar nada más. Sabía bien que no debía abrir mensajes de personas desconocidas.
Pero “la curiosidad mató al gato”, reconoce.
El miedo, la culpa y el silencio
Un día Karla abrió uno de los mensajes que había recibido y se encontró “con una desagradable sorpresa con la que ningún niño se debería topar”. Eran fotos grotescas de las partes íntimas de un sujeto que ella no había visto jamás en su vida. En el acto eliminó las fotos, cerró la aplicación y pasó varios días sin entrar a su cuenta. Estaba asustada. Tenía miedo de que le volviera a pasar. La foto en traje de baño de su perfil de Facebook era inocente, Karla repite esa frase una y otra vez. Era apenas una niña de diez años que vivía cerca de la playa y que se pasaba todo el día en traje de baño, eso era lo normal. Su madre nunca llegó a ver las imágenes que a ella no se le borraban de la cabeza. Así comenzó el recelo sobre sus fotos y su cuerpo.
Karla sentía que era su culpa el haber recibido esas fotos, pero hoy, tras varios semestres de estudiar psicología, sabe que no se trató de ella. Ella no era la responsable de que un hombre le enviara fotos de su pene.
“Yo me eché la culpa de algo que no era mi culpa. Es por lo que aprendí en mi casa, porque siempre escuché que la mujer tiene la responsabilidad, la mujer es la causal de situaciones, de lo que sea”.
Nació y creció en una familia en la que el machismo estaba arraigado dentro de las mujeres, lo dice sin titubear. Su abuela, la guardiana del machismo familiar, no permitía que nadie se sentara a comer hasta que el abuelo o el nieto varón no estuviesen sentados a la mesa. Ese era el ejemplo, el discurso, la única verdad, el telón de fondo que acompañó a Karla en su trayecto por el miedo, la culpa y el silencio.
Tenía ocho años cuando su familia se reunió en la casa de sus abuelos durante las vacaciones de julio. Su padre se ocupaba de la parrilla, primos y tías iban y venían por la casa y la música se escuchaba a tope en todos los rincones. Su primo aprovechó el momento de juego que compartía con ella y manoseó su cuerpo en contra de su voluntad. La casa estaba llena de gente. Nadie la escuchaba. “Si le cuentas a alguien no te van a creer”, le había dicho él. Karla nunca supo cómo explicarle lo que pasó a su mamá. Pero lo que haya sido que ocurrió, no le gustó, se sintió culpable e incapaz de expresarlo con palabras.
Tampoco la escucharon a sus once años. No, no era la casa de sus abuelos. Era un callejón oscuro. No, no había un montón de gente a su alrededor. Era solo un borracho. No, no estaba jugando con su primo. Estaba saliendo de su clase de guitarra. Tuvo que caminar a su casa, sola, porque ningún familiar pudo ir a recogerla. No, no fue solo un manoseo. Fue una violación.
“¿Cómo le cuento eso a mi mamá? Me sentía culpable, pero también me sentía muy sucia”.
Hace una pausa y sus ojos negros y profundos miran hacia el techo, allí donde los rayos del sol se descuelgan para alumbrar su rostro color canela. Así se acumuló el silencio en su interior, custodiado por la culpa.
Decidir morir
Karla tenía un año y un mes y medio de vida cuando nació Eduardo, su hermano. Cinco años compartieron en familia, jugando y creciendo, muy cercanos entre ellos y al mismo tiempo alejados de cualquier dilema existencial. La niñez los protegía de las amenazas del mundo, de las personas que dañan y de las circunstancias peligrosas. Pero no contaron con la leucemia. Eduardo enfermó y sus padres se dedicaron por completo a él, a su tratamiento de quimioterapia y a trajinar la vida cotidiana con el dolor de su inminente partida.
“Unos días antes de que muriera, hablamos. A mí me habían enviado a vivir con mis abuelos. Para mis padres era muy fuerte que yo viviera el proceso de su enfermedad y la quimioterapia, sin embargo, nos comunicábamos con frecuencia. Él preguntaba por mí y yo por él. Me dijo que estaba muy feliz y muy conforme con lo que había vivido. Me dijo que estaba por morir, que él podía saberlo, pero que ya había hecho todo lo que quería hacer. ¡Cinco años! ¿Cómo un niño de cinco años puede decir que está conforme con lo que vivió y con lo que hizo?”
La partida de su hermano significó un cambio de vida. Karla se convirtió en hija única y era la consentida de la casa. No le faltaba nada, lo que pedía se lo daban. Su padre trabajaba en una empresa de transportes y su mamá como enfermera. Ambos pasaban todo el día fuera de la casa.
Algún tiempo más tarde, la madre de Karla se mudó a la casa de sus padres porque requerían de cuidados especiales. Estaban enfermos, el abuelo padecía diabetes. Se hizo cargo de ellos. Seis horas de distancia separaban a la hija de su madre. Su papá estaba siempre ausente por trabajo. Lita, la tía abuela de Karla, asumió la responsabilidad de su crianza, era el único pariente cercano que tenía. Fue ella quien la vio crecer y convertirse pronto en quinceañera.
Un primo suyo llegó a la casa de Lita y se quedó con ella y con Karla por un tiempo. Estaba casado y tenía dos hijos.
“Era súper amigo. Teníamos mucha confianza. Me buscaba en el colegio. Estaba pendiente de mi tía abuela. Y para mí era agradable poder llegar a la casa y que alguien me hubiese guardado comida”.

Karla no pensó más allá. Ella quería confiar, pero las intenciones, las verdaderas no tardaron en saltar. “Te estás poniendo más bonita. Estás creciendo. Te estás desarrollando”, le decía, cada vez con más frecuencia, cada vez con menos tino hasta que el acoso se desató sin filtro alguno. “¿La culpa era mía?”, pregunta y aprieta sus labios delgados y sin pintar.
Ese mismo año murió Lita y Karla tocó fondo. Con quince años llegó a pesar 30 kilos debido a la anorexia y a la depresión. En el espejo solo veía reflejadas sus profundas ojeras y los pómulos marcados. La tristeza cubría todas las ventanas de su vida y aunque solo era piel y huesos, el acoso no cesó. Ya no era su cuerpo, su primo tenía una fijación enfermiza con la que Karla no sabía lidiar. A ello se sumaron los chismes y las habladurías que él mismo regaba.
El acoso pululaba.
Debido al fallecimiento de Lita, el dueño del colegio al que asistía se mostró comprensivo y empático. Le dijo que sentía su pérdida y que admiraba su fortaleza. Pero también se atrevió a más. A insinuarse como hombre, a decirle que quería tener a su lado a una mujer como ella, una chiquilla quinceañera. Los mensajes de teléfono se convirtieron en su pesadilla, pero la culpa custodiaba y el silencio sometía. Todo el colegio lo sabía, menos su madre. Tuvo que cambiar de número de teléfono porque la situación era insoportable.
La ausencia de Lita. El acoso. La anorexia. Karla no pudo más y le contó a su madre que aquel pariente lejano la tenía sin vida. La reacción le llegó como un golpe seco. “¿Pasó algo entre ustedes? ¿Tengo que llevarte al ginecólogo?”, le había preguntado su madre al enterarse.
“¿Cómo me va a decir si debía llevarme al ginecólogo y no a la policía? En ningún momento me preguntó si necesitaba contención o un psicólogo. Se echó la culpa de lo sucedido. Todo el mundo se enteró y la culpable era yo. Yo me le había ofrecido. Él era un santo”.
El acoso que sufría en el colegio se lo calló. Lo cargó encima, lo arrastró, se lo tragó. Su mamá tenía suficiente con la enfermedad de sus abuelos, con el trabajo, con la rutina, con su propia vida. No necesitaba más agobio, no más preocupación, no más culpa.
Anclado en la ausencia, su padre también se enteró. “¡Lo que has hecho!”, le decía sumido en la vergüenza. Pero la ayuda que ella necesitaba no llegaba. No valía la pena contarlo todo, porque lo primero que hacían era señalarla y cuestionarla. Nadie le preguntaba cómo se sentía o qué necesitaba, en lugar de eso la interrogaban: “¿Le dijiste algo? ¿Te insinuaste? ¿Fue porque te vistes así, o tal vez porque lo miraste de alguna manera?”.
“Mi mamá siempre me ha cuidado, a veces las situaciones que pasan son inevitables, se escapan de nuestras manos. Se deben a terceros, a otras personas, pero no son nuestra responsabilidad”.
Entre el silencio y la culpa, Karla ha criado un perdón generoso hacia su madre. No lo dice, pero lo insinúa. No lo asume, pero lo siente. Es un perdón que duele. Ni ella ni su madre fueron culpables de todo lo que le había pasado. Las mujeres no deben asumir esas cargas. Está viva y eso es lo que le importa.
Pero estar viva después de la anorexia fue un proceso muy largo. Pasó ocho meses sin ingerir alimentos, no por prohibición consciente, sino porque se le cerraba la garganta al punto de no poder tragar nada. Tuvieron que internarla.
“Mi abuela entró llorando a verme. Se me movió el mundo al verla tan destrozada. Acababa de perder a su hermana, mi Lita, y en sus palabras, no quería perder también a su nieta. Le prometí que haría un esfuerzo por comer”.
Doce meses pasaron hasta que Karla pudiera volver a comer y alimentarse como debía.
Decidir vivir
Tenía 17 años cuando terminó la secundaria. Su meta era clara y fue inquebrantable pese a la oposición de su padre. Quería estudiar en el exterior, quería salir de Venezuela y vivir nuevas experiencias. Se decidió por Buenos Aires, Argentina. Un año entero había peleado con su padre para recibir su autorización.
“En Venezuela estaba muy rudo. Conseguir pasaje era tortuoso. Las cosas estaban comenzando a ponerse mal. Yo quería vivir en otro lado y tener otra experiencia. No tenía necesidades en mi casa, pero quería viajar. Me agarré de lo que estaba pasando en Venezuela para salir de mi casa”.
Corría el año 2016.
Buenos Aires, aires distintos. Karla cumplió uno de los sueños de su vida, lo hizo realidad a sus 17 años. Cumplía también el sueño de su hermano, el de “ser mayor en todos los países”. Una tía la recibió en su nuevo destino y en seguida le consiguió a su primera amiga. Se trataba de una chica dominicana con la que compartió un piso durante los primeros semestres de estudio y que la ayudó con los trámites de inscripción en la universidad. ¡Qué alivio conseguir una compañera sin relacionamiento social previo!

“Yo no sé cómo hablarle a la gente. No sé cómo acercarme a las personas. Me pregunto siempre: ¿Y si es malo? ¿Y si me hace algo? ¿Y si…? Yo no hablo. Para mí fue muy duro abrirme a nuevas personas cuando llegué a la Argentina”.
En la facultad de psicología, Karla era el bicho raro que no compartía su contacto de WhatsApp ni de Instagram. Por presión social reabrió la cuenta que tenía en esa red social, pero solo publicaba fotos de sus alrededores, de lo que sus ojos miraban, de sus exteriores. Ninguna selfie, ninguna foto de su ojos, de sus manos, de sus pies; manteniendo su cuerpo offline. Nada que pudiera interpretarse como una provocación. Nada que pudiera dar lugar a un acoso. Nada. ¿Y en la calle? La ropa ancha, grande y holgada, que cubriera sus 51 kilos y su metro sesenta y cuatro de estatura.
Un año después de su llegada a Buenos Aires, la Cámara de Diputados argentina oficializó la iniciativa para dar curso a la Ley de Protección Integral a las Mujeres. En abril de 2019 el Senado finalmente aprobó la norma que considera como violencia de género al acoso que sufren las mujeres en la calle y en espacios públicos.
Las denuncias por acoso sexual callejero ante la justicia bonaerense habían amentado más de 50% en 2018 con respecto al año anterior. El Observatorio de la Violencia Contra las Mujeres Ni Una Menos registraba que 100% de las mujeres que residen en Argentina experimentaron algún tipo de acoso a lo largo de sus vidas. Karla no fue la excepción.
Límites invisibles
Offline u online, el acoso no tiene límites y se mueve como un fantasma entre uno y otro. Ambos vulneran y atacan. Ambos se alimentan de la vertiginosa cotidianidad de la calle y de las situaciones más normales.
“Estaba en el supermercado haciendo las compras del mes y en todos los pasillos me cruzaba con un hombre, en todos los pasillos veía al mismo hombre. Estuve como dos horas comprando. Cuando fui a pagar, el hombre se paró justo tras de mí en la fila y yo, normal, guardé mis cosas, saqué mis documentos y se los pasé a la cajera. La chica me devolvió la tarjeta y el DNI (cédula de identidad) y los puso arriba de la mesada del super mientras yo tomaba las bolsas. El hombre me alcanzó mis documentos. ‘No te olvidés’, me dijo. Le di las gracias y salí. Me siguió hasta afuera, se ofreció a llevarme a casa. ‘Deja que te acompañe, que no podés con las bolsas, son muchas cosas’, me decía. Logré deshacerme de él y me fui a casa. A las dos horas recibí una solicitud en Facebook, era del mismo hombre. No tenía ni un año viviendo en Argentina, tenía 17 años”.
Cinco segundos fueron suficientes para que aquel hombre leyera su nombre en el DNI y 120 minutos para encontrarla e identificarla en Facebook. Él insistía con la solicitud y comenzó con los mensajes privados. Karla bloqueó el contacto. Pero el acoso no paró. Recibió una nueva solicitud, era del mismo hombre, pero desde un perfil diferente. Tres meses duró la persecución virtual hasta que Karla lo amenazó con denunciarlo y entonces se detuvo.
“Tener que amenazar a alguien para que no te siga acosando es un extremo”.
Extrema también fue la pandemia durante el 2020. La cuarentena fue estricta. No fue fácil estar lejos de su familia y perder personas queridas por el COVID-19. La gran Buenos Aires se convirtió en una metrópoli fantasma. Las calles se vaciaron de la marea de personas que iba y venía, de día y de noche por la ciudad. Sin pausa. El encierro fue total. Solo se podía salir a comprar comida o medicamentos. La economía se cayó a pedazos al igual que la salud mental de un gran porcentaje de la población.
Hoy que la vida busca el curso de una nueva normalidad, Karla lo hace también, aprendiendo a vivir con el fantasma, domesticando al silencio, acallando al miedo, haciéndole frente a una sociedad en la que se respira con la misma frecuencia con la que se acosa. El barbijo cubría la cara de las mujeres, pero no filtra el abuso ni la violencia.
“Ayer estuve con la nutricionista, que no me conoce la cara porque siempre estoy con barbijo. Estaba saliendo de la consulta y a media cuadra un viejo me acorraló contra la pared. Yo tapada hasta el cuello, con barbijo. ‘Qué hermosa que sos, morocha’, me dijo. Dos cuadras más allá se me acercó otro viejo y me dijo: ‘Lo que yo te haría’. No es el barbijo, no es la ropa, es la sociedad en que vivimos”.
La Ley 5742 de la Ciudad de Buenos Aires entiende por acoso sexual en espacios públicos a las conductas físicas o verbales de naturaleza o connotación sexual, basadas en el género, identidad y/u orientación sexual, realizadas por una o más personas en contra de otra u otras, quienes no desean o rechazan estas conductas en tanto afectan su dignidad, sus derechos fundamentales como la libertad, integridad y libre tránsito, creando en ellas intimidación, hostilidad, degradación, humillación o un ambiente ofensivo en los espacios públicos y en los espacios privados de acceso público.
“Un día estaba esperando a mi sobrinito cerca del hospital y al lado mío un tipo se estaba haciendo la paja, viéndome y murmurando cosas. Para mí fue demasiado impactante. Me acerqué a un policía y le pedí ayuda, hicieron que se retirara y mientras lo hacía comenzó a decirme cosas”.
La Ley tiene por objeto prevenir y sancionar el acoso sexual en espacios públicos. Quien acose sexualmente a otro, siempre que el hecho no constituya delito, será sancionado con dos a diez días de trabajo de utilidad pública, multa de doscientos (dos dólares) a mil (diez dólares) pesos.
El acoso en las calles argentinas está naturalizado. No son actos sutiles, son acciones deliberadas y violentas que nadie denuncia ni detiene. Claro, cuestan entre dos y diez dólares.
Reconstruir
Karla se reunió con su madre en Buenos Aires en 2018. Abandonó Venezuela por las mismas razones que el resto de los cinco millones y más de venezolanos que han dejado su tierra y que buscan a diario un destino mejor. Por la política y la economía, por la violencia y la falta de libertad para vivir con dignidad. No importa si dejan toda una vida atrás o si apenas han acumulado 17 años de caminar.

Karla no era la misma niña que su madre recordaba. Tras dos años de batallas en su interior y con el exterior, de sus aprendizajes como migrante, su hija era ya una mujer adulta, dueña de su vida, reconstruida y ataviada con la armadura de las experiencias que había vivido en Argentina. Aunque no viven juntas, tan solo hay dos horas de distancia entre ellas e incontables kilómetros de verdades que se callaron, que la culpa custodió y el silencio escondió.
Karla no tiene fórmulas perfectas ni recetas infalibles de resiliencia. Su hermano y su Lita fueron los alquimistas de su bienestar. De esa felicidad que no está dispuesta a entregarle a nadie. Ni a los ataques de pánico ni a la ansiedad.
“Cuando mi Lita murió a los 93 años, ella no quería morir. Decía que todavía le faltaba mucho por vivir y yo decía: ¡Por favor, señora, 93 años!, ¿qué más le falta por vivir?”
Karla tuvo que hablar mucho con su tía abuela para convencerla de que diera su brazo a torcer, para que aceptara descansar. Con casi un siglo de vida encima, Lita esperaba poder ir a su boda. En el otro extremo de la existencia, su hermanito llegó a vivir cinco años y antes de morir decidió estar conforme con todo lo que había experimentado en su corto paso por el mundo.
“Son ochenta y pico años de diferencia. Siempre me pregunto qué quiero el día de mañana. ¿Quiero morir a los 20 años sintiendo que no hice nada o quiero morir tranquila y conforme diciendo que hice todo lo que quería hacer? ¿Cuál es el motivo de estar aquí y qué significado tiene? Siempre escojo la opción de mi hermano. A pesar de que me falta mucho: graduarme, viajar, casarme. Pero en mi presente, en mi ahora soy feliz y nada de lo que me pasó o me va a pasar me va a quitar esa felicidad. No le voy a entregar ese poder a nadie”.
Una risa nerviosa se escapa de su boca cuando habla de su novio. Sus ojos se iluminan y vuelan mariposas en su barriga. Hasta sus largos rizos negros parecieran brincar. Lo conoció gracias a su amiga dominicana, era su paisano. Recuerda que tenía que prepararse mentalmente cuando él llegaba de visita y su compañera todavía no estaba en casa. Le tocaba quedarse a solas con él. Cuando su compañera regresó a República Dominicana, el contacto entre ellos se mantuvo. Carlos insistía en la relación. Karla se negaba. Nunca antes había tenido un enamorado. Era su tabú.
“Si él no hubiese insistido yo seguiría sola como el perro. Ya me visualizaba como la loca que recoge a todos los animalitos de la calle”.
Carlos reconstruyó su historia con paciencia y entendimiento. Se dio la oportunidad de conocerla, pero al ritmo y al tiempo que ella necesitaba. Tienen tres años de relación, viven juntos y crían un perro.
Aunque Karla ha dejado de vestirse con prendas tres tallas más grandes que la suya, ama el invierno porque tiene que andar con bufanda, guantes y gorros.
“Me encanta porque estoy tapada de principio a fin”.
En el verano se ha soltado un poquito más. Todavía se siente susceptible cuando viste ciertas prendas, pero cuando está con él, se viste como le gusta.
No está sola y cuando enumera a las personas que habitan su mundo personal, sabe que es afortunada por tener vida, salud y amor.
“Tengo 22 años, tengo un perro y un novio. Tengo a mi abuela y a mis papás. Tengo una mejor amiga a la que conozco desde los seis años. Hay personas que no tienen nada de eso, que no se sienten acompañadas, no tienen la seguridad de que alguien los espera. Y, sobre todo, tengo salud y eso me da la certeza de que puedo hacer todo lo que quiera. No tengo que hacerme diálisis ni quimio y en caso de que tuviera que, tengo a alguien que me sostenga la mano. Así como sucedió con mi hermano”.
Y sus manos parecen aleteos de ave cuando conversa. Se notan sus huesos delgados en sus dedos. En su acento caribeño se aparece de tanto en tanto un dejo bonaerense. Su voz nítida amenaza con quebrarse, pero ella no se lo permite. Está segura de que estudiar psicología es un reflejo de lo que ella necesitó. Una forma de enfrentar la indiferencia de la que fue víctima demasiadas veces en tan solo 22 años.