Manual para asistir a un funeral

Casi todos los eventos que implican reuniones sociales, parecen contar con una suerte de protocolo preestablecido. Pero, ¿qué pasa cuando el evento implica algo tan fuerte como el fallecimiento de un ser amado? Anelís Díaz propone una serie de pasos tentativos acerca de cómo comportarse en un funeral, en este texto, producto del Taller de Análisis Literario de El Laberinto de la soledad, organizado por el Club de Lectura La Paz, con el apoyo de la Embajada de México en Bolivia.
Editado por : Lourdes Reynaga

Una vez más, alguien acaba de morir. A partir de ese quiebre, se enjugan las lágrimas por su despedida, se genera otra vez la dualidad que permea el dolor. La noche baña los gestos de los que padecen y les quita las ganas de a poco. Contrario a otros, hay quienes sonríen y buscan un consuelo en medio de la celebración de una partida que, más que una despedida, es un hasta pronto.

Ya lo veo, la muerte arde, seca y quiebra. Nada sacia, nada complace, nada quema, nada… No es casualidad que el tema encandile. En la perspectiva de Octavio Paz, la muerte, lejos de ser un punto final, es un recordatorio de la brevedad de la vida y de la incesante renovación que emerge en lo pasajero. Sin embargo, hay quienes se limitan a marcar una despedida como el final del encuentro entre los que se amaron en vida. ¿Y cómo se sana uno de ese dolor? ¿Qué sería de la muerte sin el manto que la penetra? ¿Qué sería de la espera por entender el desvarío, la simpleza de la angustia y de lo que va por encima de lo tosco? Pero, ¿quiénes somos sino dolientes en vida cruzando el umbral del duelo en busca de una tregua?

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Ph. Carolynn Booth en Pixabay

Este ensayo no va de rigideces protocolares, sino de sutilezas poéticas. Pues yo, como tantos otros, solo busco entender las despedidas.

Paso uno: Hacer fila

La gente se resigna como con todo lo demás. La gente puede, sin refunfuñar, hacer la fila en el cementerio y esperar hasta recibir la bendición del padre. Los hombres que se prestan para sujetar el ataúd por lo alto tienen la fuerza de otros en su interior. Algunos tratan de mantener la compostura y otros se dejan ver frágiles sin resquemor. Rancia es la escena para los que miran de lejos, costumbre y castigo para los afligidos.

Paso dos: Dar el pésame

Es meramente ridículo no saber qué decir, y no es una falsedad que la mayoría de los días no haya casi nada por contar, peor aún en un funeral. La voz quebrada de tantos se mezcla con el aliento vano de otros. Las palabras son una búsqueda inconmensurable de calma, los labios cuarteados y las gargantas secas dejan fluir con desgano el esperado pésame.

Paso tres: Llorar en conjunto

Llorar en conjunto es compartir el dolor, las lágrimas son un testimonio de lo que se vivió, más aún del impacto innegable que dejó el que se marchó en la vida de los que lloran.

En cuanto el ataúd es enterrado, en lo mudo que permanece el ambiente basta un quejido minúsculo para alcanzar a contagiar al resto; resto que ya se juraba contenido. Ese detonante es capaz de inundar el sitio y hacer que parezca más un aguacero, lágrimas queriendo ser enjugadas en busca de sobriedad ante las miradas; puros sollozos de quienes se amargan con o sin motivo.

Paso cuatro: Llegar al pena penita

Puede que llegar a un sitio sea más tedio que placer, y puede que llegar a un quitapenas sea más que solo una espera irremediable. Llegar es un limbo de agonías guardadas, es curiosidad indebida, es resentir de a poco la vida; y de yapa, un trance de pensamientos que envejece la mente.

Paso cinco: Compartir, tomar, lamentar

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“Ya lo veo, la muerte arde, seca y quiebra. Nada sacia, nada complace, nada quema, nada…” / Ph. Bommel2012 en Pixabay

El alcohol es líquido que calma, líquido que adormece, y en su contrariedad el incentivo del desvarío de los vulnerables. Beber en un funeral boliviano no es una mera evasión del dolor, sino un acto de conexión con la esencia de la vida. El alcohol es el lubricante social que libera el pudor de los deudos.

Por ello, cuando las velas mal teñidas cesan el fuego y se consumen, la gente vestida de negro se refugia en el lugar que cobija las ganas de beber; se sacia la sed por fin. Más tarde las cajas de cerveza quedan vacías. Algunos caen rendidos bajo el sueño que pesa en sus párpados, mientras que otros permanecen aferrados a una botella. Los ruidos retumbando no penetran los oídos, las lágrimas se secan de a poco y el desgano es un estado permanente. 

Paso seis: Revivir con un buen Thimpu

La sed trae consigo al hambre y el hambre a la sed. Los platos de comida bien cargados de arroz y cordero son el impulso para seguir. Las manos se ensucian de ahogado y las lenguas arden por la llajua; nada que un poco más de líquido no pueda apaciguar.

Paso siete: Marcharse

El tedio es una compañía; la muerte observa muda y no existe mayor premio que huir de la incomodidad. Cuando todo ha terminado, solo queda marcharse.

En México, como en Bolivia, existe una muerte colectiva que se convierte en una metáfora de la historia compartida, aquella que define y da forma a la identidad de una nación. Para quienes es un recordatorio constante de que incluso en la muerte se halla cambio y renacimiento. La gente vive como puede y es vulnerable casi siempre, dócil en conveniencia, egoísta y noble bajo sus entendimientos. 

Destruir los ánimos y convertirlos en una fiesta que cuestiona el dolor es una vieja duda. No hay hombre más patético que el que asegura que llorar frente al ataúd es pura tortura ingenua, y no hay más entusiasta que el que afirma que beber hasta sosegar los sentidos es un escape. 

La ambigüedad y la percepción son solo eso: ambigüedad. Por ello, no caeré en extremos ni refutaré lo que no conozco. El permanente debate seguirá su rumbo aferrado a un bucle sin salida. Para quienes la muerte es renovación o un final sin retorno, no existirá un vuelco que modifique lo que termina siendo solo eso: muerte.

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Este texto forma parte del especial Especial del 2024