Legión arcoíris
Recuerdo que, de niña, uno de mis superhéroes favoritos, sin duda, era El Chapulín Colorado, quien, como ya todos sabemos —o deberíamos saber— era más ágil que una tortuga, más fuerte que un ratón, más noble que una lechuga y su escudo era un corazón amarillo con esa inconfundible “CH” colorada en medio. Ya más grande y casi durante toda mi juventud, sobre todo durante mi época universitaria, consideré como superhéroe a don Ernesto Che Guevara, por aquello de la liberación de los oprimidos, los derechos del proletariado, la clase obrera, etc; quien por cuestiones de crecimiento intelectual y mera decepción fue suplantado por la eterna e incomparable Frida Kahlo. Ella es para mí toda inspiración hasta hoy, por su historia y su legado artístico, sí, pero ante todo por su forma de amar y por sus huesos rotos. Amo todo lo que esta mexicana representa.
No obstante, en mis andares por la vida, he conocido personas ordinarias que, según mi perspectiva, merecerían ser portadoras del título de “Superhéroes”. He aquí sus historias, sencillas, cotidianas, pero con mucho valor.

ANDY
Antes de que Andrea cumpliera los 7 años, sus padres ya se habían dado cuenta de que su nena era diferente de las otras niñas. Su comportamiento un tanto varonil, acompañado de su resistencia a ponerse los vestidos rosas con moñitos que le compraba mamá, además de su predilección por los deportes y los muñecos de acción de superhéroes, hacían de esta niña un caso especial. Lo importante era que mamá y papá la adoraban, criándola con amor y paciencia, la amaban tal cual era y en la medida de sus posibilidades la consentían casi en todo.
Andy, como le decían de cariño, tenía un amiguito, Luisito, a quien quería mucho. Se conocieron en el kínder e iban juntos a la misma unidad educativa desde hacía siete años. Cada tarde, luego de la escuela, jugaban juntos a veces al fútbol y otras veces con canicas, juegos favoritos de Andrea; y cuando estaban muy cansados, Luis hacía una graciosa imitación de su hermana mayor. Solían meterse a hurtadillas en su habitación a probarse sus vestidos de fiesta más exóticos y a carcajada suelta festejaban el maquillaje en sus infantiles y garabateados rostros.
Un día, la familia de Andy se mudó a otro país. La tarde en que se separaron, en medio de un ataque de enojo, Luis no quiso decir adiós y, con un pequeño empujón, fue obligado por su madre a abrazar a su amiga. Recuerda que, obviamente, él no quería la despedida y lanzando una mirada de inocente rencor a los padres de Andrea, corrió a su casa y lloró tanto como pudo, solo, enterrando su cabeza en la almohada para que nadie lo viera llorar por una niña.
Andrea nada más se montó al coche de la mudanza, enfadada por el alejamiento de su querido amigo e ignoró a sus padres lo más que pudo. Malcomió y no jugó ni sonrió por tres días y luego fue recuperándose a medida que el tiempo pasó. Andy y Luisito no se volvieron a ver más. La infancia quedó atrás, vino la secundaria y luego la universidad.
“Pero la vida es generosa y los caminos que conducen a la felicidad están trazados”, dicen ellos. Inolvidable fue esa noche cuando, al ingresar a la biblioteca de su facultad, Lucía conoció al muchacho más apuesto que jamás había visto ¿o tal vez ya lo había visto alguna vez y simplemente lo reconoció? “Hola, mi nombre es Andy”, dijo él y Lucía se enamoró perdidamente.
Admiro a Andrea, quien ahora es Andrés, y a Luis, quien ahora es Lucía, porque se aman y respetan, tienen dos hijos biológicos sanos y hermosos, una familia llena de paz y ternura, y promueven un grupo de apoyo por los derechos de las personas transgénero como ellos.
ADRIANA
En medio del silencio de sus compañeras, al lado de su profesora de Psicología, Adriana está disertando, son los noventa en un colegio de señoritas dirigido por unas monjas españolas.
De pronto, se abre la puerta del curso e, inmediatamente, las jovencitas saludan de pie, como de costumbre, a la regente, quien termina de entrar y lentamente se acerca a Adriana. Al llegar a su pupitre rápidamente se arrodilla frente a ella y, de repente, debajo de su guardapolvo, Adriana siente cómo una ráfaga cortante de hielo recorre su pierna izquierda desde el zapato hasta el muslo. Doña Lidia, la regente, acababa de romperle el pantalón. Hasta el día de hoy, Adriana rememora no solo aquel mal momento, sino también las duras palabras de la educadora, cargadas de un fuerte machismo, muy presente en ese entonces: “¡Es la última vez que viene con pantalón en lugar de falda, señorita! ¡Este es un colegio de damitas, no de marimachos y usted siempre vestida como varoncito!”
Adriana era la mejor estudiante de la promoción, medallista en voleibol, hija amorosa y amiga incomparable. Ese día, ella volvió a ser feliz únicamente cuando se quedó a solas con su profesora de Psicología, de quien se había enamorado hace un tiempo atrás, cuando ella se encontraba atravesando difíciles momentos familiares a causa del alcoholismo de su padre. Ángela, de alguna manera la había salvado de una fuerte depresión que quizá habría desencadenado en ella el mismo problema. pues se había dado cuenta de que su alumna estaba bebiendo con cierta regularidad.
La joven profe Ángela, se había convertido en aquel tiempo en un gran apoyo emocional para Adriana, pues la escuchaba y reflexionaba, —más allá de una buena maestra o profesional—, con la complicidad y comprensión de la mejor de las amigas. Eso hizo que el lazo entre las dos se estrechara cada vez más, pero Ángela sabía los graves dilemas, sobre todo “morales”, que implicaría cualquier intento de relación con su alumna y en el instante en que Adriana confirmó sus sospechas confesándole sus sentimientos, la maestra decidió tomar distancia y no tocar más el tema hasta que la muchacha cumpliera la mayoría de edad.

Aquel día, Adriana además cumplía años, había alcanzado los dieciocho y tiernamente su profe trató de animarla diciéndole que faltaba poco para que se graduase y que, a pesar de los malos ratos y la presión del colegio, ella también la amaba. Era noviembre y faltaban dos semanas para que acabase el año escolar, entonces podrían estar juntas libremente. Mientras tanto, en la soledad de su aula, sobre el escritorio, Ángela va entrelazando sus piernas a la cintura de Adriana, la abraza y con un largo beso de fuego olvidan el incidente del pantalón roto.
JOSÉ
Cerca de la medianoche del día de navidad, Tía Lola irrumpió en la habitación de José, preocupada por verlo llorando todos los días, sin comer, ni dormir, ni salir. La anciana mujer no entendía cómo una relación amorosa podía haberle afectado tanto a su sobrino. En su ignorancia solamente pensaba que, habiendo tantas mujeres en el mundo, era una absurdez tremenda hundirse en pena por una.
Sin duda, José estaba sufriendo el rompimiento con su primer amor y extrañaba sobre todo el cariño y ternura de su pareja, su comprensión, su risa y su olor, inclusive su mal genio durante esas largas tardes que lo esperaba en el entrenamiento de fútbol.
José aún podía sentir su perfume, su presencia en esa almohada sobre la cual, mirándose a los ojos, se juraron estar juntos siempre y en la que ahora tan solo hay lágrimas. Recuerda el primer beso, que para los dos fue la experiencia más hermosa y cercana al cielo, cuando sus cuerpos, al rozarse al nivel de la cintura, se reconocieron alterados por la emoción, por el temblor y el calor.
¿Cómo explicarle a la vieja y cansada Tía Lola el mar de sentimientos tristes y la melancolía que inundaban esa Nochebuena a José? Más aún si Tía Lola creía que acababa de romper con una chica. Pero no, en realidad su pareja se llamaba Pablo, miembro activo del Grupo Voluntario de Salvamento Bolivia (S.A.R.), a quien amaba con todas sus fuerzas, de quien no pudo despedirse y a quien no podrá volver a ver jamás, pues hacía dos semanas, en un accidente de tránsito en la carretera hacia los Yungas, al rescatar de un precipicio a una niña y a su madre, cayó y murió.
Mary
Cuando Mary se enteró, a sus cortos 17 años, de que tenía quistes en el seno izquierdo, no le tomó mucha importancia, pues aparte de que era algo vergonzoso hablar del tema con sus padres, no se sintió nada a gusto con la idea de que la llevaran a ver a un especialista. Era muy tímida y le aterraba la idea de que alguien le tocara los senos, por lo que algunos analgésicos y otro tanto de medicina tradicional elaborada por su madre hicieron que su vida continuase sin aparentes problemas.
Seis años después, Mary, en la plenitud de su juventud, bella, joven e inteligente, debería estar feliz como muchas de sus amigas, acabando la universidad, trabajando exitosamente, de fiesta los fines de semana, o quizás a punto de conformar un hogar. Pero no. Hace poco menos de un año le habían diagnosticado cáncer de mama y su mundo entero se derrumbó.
En unos días es la cirugía de Mary, le extirparán su seno izquierdo. Sin embargo, ya no está triste del todo, pues ya no está sola; hace no mucho en la oficina, se enamoró perdidamente de alguien a quien no le importa su apariencia física, de alguien que la apoya y la protege, se enamoró de Rosita, su compañera de trabajo. Para Mary, su heroína, el ángel y el amor de su vida.