Profesiones para mujeres - Virginia Woolf

Unos días después del #8M, la revista 88 Grados homenajea a la fecha con esta traducción que hizo Natalia Rodríguez Blanco de un potente discurso que dio la autora Virginia Woolf en 1931 a propósito del ingreso de las mujeres al mercado profesional.
Editado por : Adrián Nieve

Un ensayo leído para la Women’s Service League en 1931, publicado en The Death of the Moth and Other Essays

Cuando su secretaria me invitó a venir, me dijo que su sociedad se ocupaba del empleo de las mujeres y me sugirió que les comentase algo sobre mi propia experiencia profesional. Es cierto que soy una mujer; es cierto que tengo un empleo; pero, ¿qué experiencias profesionales he tenido? Es difícil decirlo. 

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Imagen: Editorial 3600

Mi profesión es la literatura y, en esa profesión, existen menos experiencias para las mujeres que en cualquier otra, a excepción de las tablas. Menos, quiero decir, aquellas exclusivas para las mujeres. Pues este camino fue abierto hace muchos años por Fanny Burney, Aphra Behn, Harriet Martineau, Jane Austen, George Eliot. Muchas mujeres famosas y muchas más desconocidas y olvidadas me anteceden y me allanaron el camino, guiando así mis pasos. Por lo tanto, cuando comencé a escribir, existían pocos obstáculos materiales en mi camino. Escribir era una ocupación respetable e inofensiva. El rasgar de la pluma no interrumpía la paz familiar. No implicaba nada del presupuesto familiar. Es posible comprar papel suficiente para escribir todas las piezas de Shakespeare con dieciséis peniques —si una piensa de tal manera—. Pianos y modelos, París, Viena, Berlín, amos y amantes, nada de eso es necesario para una escritora. El módico costo del papel para escribir es, claro está, la razón por la que las mujeres prosperaron como escritoras antes que hacerlo en otras profesiones.

Pero contarles mi historia… es más bien simple. Tan solo deben imaginarse a una muchacha en una habitación con una pluma en la mano. Ella únicamente necesita mover la pluma de izquierda a derecha, desde las diez hasta la una. Luego, se le ocurrió hacer algo que, al fin y al cabo, era tan simple y económico: deslizar algunas de sus páginas en un sobre, pegar una estampilla de un penique en el margen y depositarlo en la caja roja de la esquina. Fue así como me hice periodista y se reconoció mi esfuerzo el primer día del mes siguiente —un día por demás glorioso para mí— con la carta de un editor que contenía un cheque por el valor de una libra, diez chelines y seis peniques. Pero para mostrarles cuán poco merezco que me llamen mujer profesional, cuán poco conozco de las luchas y dificultades de tales vidas, debo confesar que, en vez de gastar dicha suma en pan y mantequilla, en el alquiler, en zapatos y medias o cuentas en la carnicería, salí y compré un gato: un hermoso gato persa que en poco tiempo habría de causarme amargas disputas con mis vecinos. 

¿Qué podría ser más fácil que escribir artículos y comprar gatos persas con las ganancias? Un momento, por favor. Los artículos deben tratar algún tema. El mío, según creo recordar, trataba sobre la novela de un hombre famoso. Y mientras escribía esa reseña, descubrí que, si iba a reseñar libros, debía luchar contra cierto fantasma. Y este fantasma era una mujer y cuando pude conocerla mejor, la nombré como la heroína de un famoso poema, El Ángel de la Casa. Era ella quién solía interponerse entre el papel y yo cuando escribía reseñas. Era ella quien me molestaba y desperdiciaba mi tiempo, me atormentaba tanto que terminé por matarla. Ustedes que vienen de una generación más joven y feliz podrán no haber oído de ella; puede que no sepan a qué me refiero con El Ángel de la Casa. La describiré tan brevemente como pueda. 

Ella era intensamente comprensiva. Era inmensamente encantadora. Era totalmente desinteresada. Destacaba en las dificultosas artes de la vida familiar. Se sacrificaba día tras día. Si había pollo, ella comía la pierna; si entraba un viento frío, ella se sentaba a su paso. En fin, estaba constituida para jamás tener una opinión o un deseo propio, sino preferir siempre simpatizar con las opiniones y deseos ajenos. Ante todo —innecesario es decirlo— ella era pura. Su pureza habría de ser su principal belleza; su sonrojo, su mayor gracia. Por aquellos días, los últimos de la reina Victoria, cada casa tenía su propio Ángel. Y cuando comencé a escribir, la encontré en las primerísimas palabras. La sombra de sus alas cayó sobre mi página; oí el frufrú de sus faldas en la habitación. Es decir que tan pronto tomé la pluma en la mano para reseñar la novela de aquel hombre famoso, se deslizó detrás mío y susurró: “Querida mía, eres una joven mujer. Estás escribiendo sobre un libro escrito por un hombre. Sé comprensiva, sé tierna, halaga, engaña. Utiliza todas las artes y astucias de nuestro sexo. Nunca dejes a nadie sospechar que tienes una opinión propia. Ante todo, sé pura”. E hizo como si guiara mi pluma. 

Ahora contaré sobre el único acto por el que puedo darme crédito, sin embargo, tal crédito le pertenece en realidad a ciertos excelsos ancestros que me dejaron una suma de dinero —se podría decir unas 500 libras al año— para que no necesitara depender únicamente de mis encantos para ganarme la vida. Me volví hacia ella y la tomé por el cuello. Hice cuanto pude por matarla. Mi excusa, en caso de deber comparecer ante la ley, sería que actué en defensa propia. 

De no haberla matado, ella me habría matado a mí. Le hubiese arrancado el corazón a mi escritura. Ya que, como descubrí ni bien puse la pluma sobre el papel, no es posible reseñar una novela sin tener una opinión propia, sin expresar lo que una considera es la verdad de las relaciones humanas, la moral, el sexo. Y todas estas cuestiones, para El Ángel de la Casa, no pueden ser tratadas libre y abiertamente por las mujeres. Ellas deben encantar, deben conciliar, deben —por decirlo sin rodeos— mentir si desean triunfar. Así, cuando sentí la sombra de sus alas o el resplandor de su halo sobre mis páginas, tomé el tintero y se lo arrojé. Murió en el acto. Su naturaleza ficticia la ayudó significativamente. Tanto más difícil es matar a un fantasma que una realidad. 

A veces, retornaba arrastrándose, cuando yo creía ya haberme desecho de ella. Aunque me regodeo de haber logrado matarla, la lucha fue ardua. Me demoró mucho tiempo, que podría haber empleado mejor en aprender gramática griega o en vagar por el mundo en busca de aventuras. Pero fue una experiencia real; fue una experiencia que le ocurriría inevitablemente a cada mujer escritora en aquella época. Matar al Ángel de la Casa era parte del quehacer de una mujer escritora.

Pero, continuando con mi historia… el Ángel había muerto. ¿Qué quedaba, entonces? Podría decirse que solo quedaba un objeto simple y común: una mujer joven en una habitación con un tintero. En otras palabras, habiéndose liberado de la falsedad, esa joven solo tenía que ser ella misma. Ah, pero ¿qué significa ser “ella misma”? Me refiero a ¿qué es ser una mujer? 

Se los aseguro, no lo sé. Tampoco creo que ustedes lo sepan. No creo que ninguna pueda saberlo sino hasta haberse expresado una misma en todas las artes y profesiones accesibles a la capacidad humana. Por cierto, esa es una de las razones por las que vine hoy, por respeto hacia ustedes, que están en proceso de mostrarnos mediante sus experiencias qué es ser una mujer; ustedes que nos están brindando, gracias a sus éxitos y fracasos, esa información tan extremadamente relevante.

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Imagen: The Collector

Pero, continuando la historia de mis experiencias profesionales... Gané una libra, diez chelines y seis peniques por mi primera reseña y me compré un gato persa con las ganancias. Luego me hice más ambiciosa. Un gato persa estaba muy bien, me dije, pero un gato persa no es suficiente. Debo tener un automóvil. Y fue así que me hice novelista, aunque parezca extraño que la gente te dé un automóvil por contarles una historia. Es aún más extraño que no haya nada más placentero en el mundo que contar historias. Es tanto más placentero que escribir reseñas de novelas famosas. Aun así, si atiendo la petición de su secretaria y les cuento mis experiencias profesionales como novelista, debo contarles una experiencia muy extraña que me sucedió. Y para comprenderla, antes deben ustedes tratar de imaginar el estado mental de un novelista. 

Espero no estar revelando secretos profesionales cuando digo que el mayor deseo de un novelista es estar tan inconsciente como posible. El novelista debe autoinducirse a un estado de letargo perpetuo. Desea que la vida transcurra con la mayor quietud y regularidad. Desea ver los mismos rostros, leer los mismos libros, hacer lo mismo día tras día, mes tras mes, mientras escribe, para que nada rompa la ilusión en la que vive; para que nada perturbe o inquiete los misteriosos merodeos, los sentimientos, los dardos, las embestidas y los descubrimientos repentinos de ese espíritu tan tímido e ilusorio: la imaginación. Sospecho que ese estado es el mismo para hombres y mujeres. Sea como fuere, deseo que me imaginen escribiendo una novela en un estado de trance. Deseo que vislumbren a una muchacha sentada con una pluma en la mano que, por minutos, incluso por horas, jamás sumerge en el tintero. La imagen que me viene al pensar en esta muchacha es la imagen del pescador sumido en sus ensoñaciones a la orilla de un profundo lago, asiendo una caña sobre el agua. Deja que su imaginación recorra desenfrenadamente cada roca y grieta del mundo que yacen sumergidas en las profundidades de nuestro ser inconsciente. 

Es entonces cuando surge la experiencia, la experiencia que creo es más común entre las escritoras que entre los escritores. Las líneas se aceleraron entre los dedos de la muchacha. Su imaginación se había desbordado. Había examinado los estanques, las profundidades, los sitios oscuros donde dormitan los peces más grandes. De pronto, oyó un estrépito, luego una explosión. Hubo espuma y confusión. La imaginación se estrelló contra algo duro. La muchacha despertó del sueño. Se encontraba en un estado de perturbación, verdaderamente aguda y difícil. Para decirlo sin imágenes, ella había pensado algo, algo sobre el cuerpo, sobre las pasiones que, como mujer, le era impropio comunicar. Los hombres —su razón le dijo— se indignarían. La consciencia de lo que dirían los hombres sobre una mujer que cuente la verdad acerca de sus pasiones la había despertado de su estado inconsciente como artista. No podía escribir más. El trance había acabado. Su imaginación ya no podía trabajar. 

Creo que esta es una experiencia muy común en las mujeres escritoras: la convencionalidad extrema del sexo opuesto las obstaculiza. Sin embargo, los hombres se permiten sensatamente grandes libertades a este respecto, dudo que comprendan o controlen la extrema severidad con que condenan tales libertades en las mujeres.

Entonces, estas fueron dos de mis más genuinas experiencias. Fueron dos aventuras de mi vida profesional. La primera, matar al Ángel de la Casa, la cual creo haber resuelto. Ha muerto. Pero la segunda, decir la verdad sobre mis experiencias como cuerpo, no creo haberla resuelto. Dudo que alguna mujer ya haya logrado resolverla. Los obstáculos en su contra aún son inmensamente poderosos y muy difíciles de definir. Desde afuera, ¿qué puede ser más simple que escribir libros? Desde afuera, ¿qué obstáculos enfrentan las mujeres y no los hombres? Pero desde adentro, creo que la situación es muy distinta; aún hay muchos fantasmas que combatir, muchos prejuicios que superar. De hecho, aún transcurrirá mucho tiempo, pienso, antes que una mujer pueda sentarse a escribir un libro sin encontrar un fantasma al que asesinar, una roca contra la cual estrellarse. Y si este es el caso de la literatura, la profesión más libre para las mujeres, ¿cómo será en las nuevas profesiones a las que ustedes comienzan a acceder?

Esas son las preguntas que me habría gustado hacerles, si el tiempo lo permitiese. Y, por cierto, si hice hincapié en estas mis experiencias profesionales es porque creo que, aunque de forma distinta, también son las suyas. Incluso estando el camino abierto formalmente —puesto que nada impide a una mujer ser doctora, abogada, servidora pública—, existen muchos fantasmas y obstáculos acechando su camino, a mi parecer. Creo que analizarlos y definirlos es del mayor valor e importancia; porque solo así será posible compartir el trabajo, resolver las dificultades. Pero además de eso, también es necesario analizar los fines y las metas por las que estamos luchando, por las que damos batalla contra estos enormes obstáculos. Tales metas no pueden darse por sentadas; deben ser cuestionadas y examinadas continuamente. El asunto en sí mismo, según lo veo —acá, en este salón rodeada de mujeres que ejercen, por primera vez en la historia, no sé cuántas profesiones distintas— es de extraordinario interés e importancia. Ustedes han ganado sus propias habitaciones en una casa que hasta hace poco fue propiedad exclusiva de los hombres. Ustedes pueden, aunque con gran trabajo y esfuerzo, pagar el alquiler. Ya ganan sus quinientas libras al año. Pero esta libertad es tan solo un inicio; la habitación les pertenece, pero aún está desnuda. Hay que amoblarla, hay que decorarla, hay que compartirla. ¿Cómo van a amoblarla, cómo van a decorarla? ¿Con quién van a compartirla y en qué términos? Estas, creo, son preguntas de extremo interés e importancia. Por primera vez en la historia, ustedes pueden formularlas; por primera vez son ustedes quienes pueden decidir cómo responderlas. 

Encantada estaría de quedarme a debatir tales preguntas y respuestas… pero no esta noche. Mi tiempo ha terminado y debo concluir.

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