Ruiseñor al volante
Dentro de veinte minutos comienza el congreso y quiero llegar puntual. Desde el Prado hasta la Curva de Holguín se llega a tiempo siempre y cuando tome un trufi, ya que su ruta es por la Avenida del Poeta. El teleférico celeste me lleva, pero luego tendría que caminar tres cuadras hasta el congreso. El trufi, en cambio, me deja en la esquina. El mini también, pero su ruta es por la 6 de Agosto, siempre congestionada.
No hay trufis, solo minis. Estos cobran 2.60 bs. No hay mucha diferencia con los trufis que cobran tres. Mejor espero.

Faltan quince. Aburre esperar. Aparece un mini con asiento libre adelante. Alzo la mano, subo al mini y saludo al chofer, quien me devuelve el saludo mientras baila chocho en su asiento. ¿Cómo no estarlo con música tan alegre? ¿Qué será? No es cumbia ni salsa ni morenada ni nada que yo haya escuchado antes. Avanzadas unas cuadras, se detiene en la Plaza del Estudiante para recoger pasajeros, meneando los hombros. Este es el momento: “¿qué está sonando?”, pregunto. “¡Ahhhh! Esto es ruedita chapaca”, responde sonriendo.
Atravesando el viaducto de la Villazón comento que su música era bastante alegre. Responde que ese es su gusto. Añade que también le gustaba la comedia de David Santalla, un gran artista que siempre hace reír. “¿Y vio Mi socio 2.0?”, pregunto de inmediato. Apretando el volante con las manos exclama: “¡Uhhhh! ¡Esa me falta ver! ¿Usted ya la vio joven?”. Y yo avergonzado confieso: “Yo tampoco la he visto, está pendiente. Pero vi Chuquiago. Buena actuación”. Abriendo los ojos cual búho sentencia: “Entonces me falta ver dos”. “Estaba peleando por la ley del artista”, señalo dirigiendo la conversación hacia el actor. Sacando pecho, el chofer asevera que hay que proteger a nuestros artistas.
Ya vamos por la 6 de Agosto, a la altura de las clínicas, cuando el minibús para y sube un señor mayor con cara de pocos amigos. Me acerqué al chofer para que el señor pueda sentarse a mi lado.

El chofer, entusiasmado, sigue hablando sobre la importancia del arte en nuestra sociedad, cuando abruptamente le interrumpe el nuevo pasajero: “¡Disculpe! ¿Puede poner el partido? Bolivia juega contra Perú”. El chofer casi inmediatamente frena y se apea a la altura del surtidor de San Jorge. En este momento no sé si baja o sube algún pasajero, solo veo al chofer poner sus dos manos sobre la radio y teclear hasta dar con la emisora. “Hay que ganar, hoy se despide Martins”, sentencia y acelera.
Noto que el señor está tan sorprendido como yo por tanta energía. De hecho, al rato se encontraba hablando con toda confianza sobre la selección con nuestro maestro de ceremonia. Pocos minutos después, manifiesto que me quedo a la altura del semáforo. El señor se baja del asiento, pago con una moneda de cinco y desciendo, el señor vuelve a subirse, cierro la puerta, recojo mi cambio y me despido del chofer, quien me desea un buen día y se va conversando con su pasajero futbolero.
Reviso el cambio: me ha cobrado tan solo dos bolivianos. Me pregunto: ¿Acaso esa es la tarifa hasta la Curva de Holguín? Miro mi reloj: estoy tarde. ¿Y qué? Como dice el refrán: “Si salió tarde, no es culpa del chofer”. Camino contento hacia mi congreso. Basta entrar a las cuentas de Facebook de las universidades para encontrar congresos, con o sin certificado, gratuitos o a pago, sobre algún tema que te interesa o sobre algún tema de moda. Congresos los hay para todos los gustos. Alegría genuina mientras se trabaja y se conversa con desconocidos; esa alegría no se encuentra en redes sociales.
