Charlas breves con escritores: Santiago Espinoza

¿Qué hay detrás del libro? ¿Quién es ese autor o autora que nos cautiva? En estas breves charlas iremos explorando a fondo la vida y obra de diferentes autores. Esta semana tendremos al autor Santiago Espinoza, a propósito de su libro de crónica Operación fracaso, uno de los dos libros destacados del mes de marzo de la Editorial 3600.

¿Quién es Santiago Espinoza? Cuéntanos un poco de tu trayectoria.
Soy periodista y crítico de cine. Son los dos oficios que cultivo con más regularidad y desde hace más tiempo: casi 20 años, aunque con interrupciones. Eventualmente hago docencia e investigación en temas cinematográficos y comunicacionales. Me formé en comunicación, periodismo, gestión del patrimonio cultural, literatura y cine, en Bolivia y España, principalmente. Mi ocupación formal, la que aún me paga, es el periodismo escrito. Soy jefe de Redacción del periódico Opinión y editor de su suplemento cultural Ramona. Así también he publicado textos en medios internacionales, como la revista Gatopardo, los periódicos El Tiempo y El País (Colombia) o los portales Agencia Propia y Diálogo Chino. Soy coautor de algunos libros sobre cine y fútbol: El cine de la nación clandestina (2009), Una cuestión de fe (2011), Historia del cine boliviano 1897-2017 (2018), Crónicas mundialeras del dios redondo (2018). Y en 2023 publiqué mi primer libro en solitario, Operación fracaso, un volumen de crónicas editado por 3600. Como periodista he ganado premios dentro y fuera de Bolivia, por reportajes y crónicas realizados de forma individual y en equipo. He sido becario de la Fundación Gabo, del Pulitzer Center y de la plataforma Connectas.

¿Te ha pasado alguna vez querer hacer algo diferente a todo esto que lograste? 
Claro. Como muchos chicos que aprendieron a cantar el Himno Nacional durante la clasificación de Bolivia al Mundial de EEUU 94, quise ser futbolista. Más adelante, al estudiar música en mis años de colegio, soñé con la posibilidad de ser músico. Ya en la universidad, además de dedicarme al cine, fabulé con ser escritor. Mis años universitarios también me despertaron la curiosidad por la carrera académica, con una dedicación exclusiva a la docencia y la investigación. En años posteriores, mi cinefilia me hizo imaginar un norte profesional como programador de festivales de cine. Pero, ya ves, sigo en el periodismo. Fuera de él, aun parcialmente, si lo pienso ahora mismo, creo que podría darme una nueva oportunidad en la universidad, intentando ser un mejor docente y probando mi capacidad para hacer investigaciones de más largo aliento.

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Foto: Santiago Espinoza

¿Cómo fue que te hiciste periodista?
Casi accidentalmente. Como tantos otros incautos, me inscribí a una carrera de Comunicación porque creí que sería lo más parecido a estudiar cine, que era lo que más me apasionaba al salir del colegio. Pero, una vez en la universidad, descubrí que la escritura era algo que se me daba con más naturalidad que el trabajo en equipo inherente a la realización audiovisual. Mi crónica timidez era más compatible con el solitario ejercicio de escribir. Le encontré gusto a escribir cosas derivadas de la vida real, dicho sea de paso, porque no tenía ni tengo el tipo de imaginación indispensable para escribir ficción. Como estudiante me involucré en un periódico universitario, comencé a publicar textos en medios más abiertos y, llegado el momento de hacer prácticas profesionales, caí en el diario donde aún hoy sigo trabajando. Por muchos años me debatí en un tira y afloja con el periodismo, del que no me sentía plenamente parte. Trabajaba un tiempo y me iba, volvía y me iba de nuevo, pero algo que mantuve en la medida de lo posible fue la escritura sobre cine, eso que se suele llamar crítica, sobre todo desde las páginas del suplemento “Ramona”, con el que también me fui comprometiendo por las amistades y los afectos que ahí fui encontrando. A las complicidades laborales y personales les debo el haber conseguido algunas cosas en este oficio. Desde hace algunos años ejerzo mi trabajo de forma más estable, lo que no deja de ser algo burocrático, pero aún me deja chance de ser periodista y escribir. Lo curioso es que he firmado el esperado cese de hostilidades con el periodismo en momentos en que este se está extinguiendo, al menos, bajo la forma en que yo lo conocí, odié y amé. Debe ser la edad. Ya no tengo la misma furia juvenil para pelear contra lo que hago y lo que soy. Lo acepto con resignación, pero también con disimulada satisfacción. 

Según tú, ¿cuál es el rol de la prensa en Bolivia?
Supongo que el mismo rol que tiene en otros países: modelar la opinión pública sobre asuntos de interés colectivo, hacer las veces de contrapeso de los poderes constituidos, visibilizar experiencias humanas que de otra manera podrían permanecer en la sombra, compartir de cuando en cuando historias reales más extrañas que la ficción. Ahora bien, entiendo que estas son funciones más nominales que reales. En la práctica, muchas de ellas no se cumplen o se cumplen de forma distorsionada. Y más recientemente, de varias de ellas se hacen cargo con más éxito otros actores del ecosistema mediático actual: redes sociales, influencers y cosas peores. Puede que, dentro de poco, el único rol serio que le quede a la prensa en Bolivia sea sobrevivir.

“Influencers, redes sociales y cosas peores”. ¿Cómo ves su trabajo? ¿Hay algún indicio de que rescaten el viejo método periodístico o lo que están haciendo es otra cosa muy diferente? 
Puede que haya sido muy tajante y pesimista en mi diagnóstico sobre el ecosistema mediático actual. Por supuesto que hay casos y experiencias de muy buen periodismo que aprovecha las nuevas plataformas. No creo ser la voz más autorizada para hablar de ellas, pero, de lo poco que sigo, valoro particularmente los podcasts de periodismo narrativo, investigativo y cultural.  El podcast ha resucitado un animal periodístico que se creía irreversiblemente muerto: la radio. Y eso no es poca cosa.

En tu libro tienes un prólogo genial acerca del fracaso, ¿qué puedes decirnos de este tema? 
El fracaso es un fetiche creativo de larga data, para mí y para otra gente más importante. En mi caso fue, por mucho tiempo, una suerte de mecanismo de defensa para aprender a convivir con los sinsabores del periodismo y la escritura. El credo en el fracaso era el antídoto para soportar los éxitos de los otros. Por suerte, con el tiempo le fui encontrando un sentido más allá de la autocondescendencia. Leyendo a “fracasados” admirables, como Beckett o Ribeyro, descubrí que el fracaso podía convertirse en un método de trabajo para no ceder al exitismo impostor ni al derrotismo victimista. Un método de creación para seguir fracasando productivamente.

Más recientemente he descubierto que la bibliografía a propósito del fracaso en el acto creativo es más abundante de lo que maginaba. Por nombrar solo dos textos de reciente descubrimiento, hace poco leí Fallar otra vez de Alan Pauls, y estoy leyendo de a poco Anotaciones para una teoría del fracaso de Gabriel Bernal, ambos ensayos que me hacen sentir felizmente más ignorante en el arte de fracasar. Un arte que, por cierto, en el prólogo de Operación fracaso, me permite especular sobre su utilidad para enfrentar y entender el trabajo periodístico, en el que las cosas muy rara vez salen como uno las planea.

En esos parámetros de “fracaso”, ¿los periodistas bolivianos han aprendido a aceptar sus fracasos? 
No quisiera generalizar, pero, por lo que conozco del gremio, sospecho que los periodistas bolivianos tienen una relación más pragmática con sus fracasos: no los piensan tanto, sino que los dejan atrás y van a otra cosa. Esto se debe a que el vértigo del trabajo periodístico, al menos del más convencional, el de la cobertura diaria emergente de los vaivenes de la coyuntura, no te da chance de darle tantas vueltas a las cosas que salen mal. Esto de elucubrar sobre el fracaso no deja de ser una distracción ociosa y está bien que así lo sea.

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Foto: Santiago Espinoza

¿Qué pasaría si los periodistas de cobertura diaria coyuntural comenzaran a pensar más en sus fracasos y asimilarlos? ¿Daría el periodismo nacional un salto o seguiría tristemente igual? 
Hay periodistas bolivianos que piensan sus fracasos, sus insuficiencias, sus derrotas y les encuentran un sentido; pero sospecho que son minoría. Si fueran más los que lo hacen, presumo que habría una conciencia más autocrítica en el gremio, apartada de los lugares comunes del victimismo politizado, y más comprometida con la cualificación del oficio. Por desgracia, además del agotamiento y la desidia que corroe al periodismo más convencional, otro mal que empuja hacia abajo el nivel de nuestros medios y periodistas es el mercenarismo político al que se consagran no pocos reporteros, opinadores y dirigentes vinculados al mundo periodístico. Soy de los que creen que, a la par de la crisis de su modelo de negocio, parte del periodismo sufre (sufrimos) una terrible crisis moral de la que pocos se hacen cargo ni quieren curarse.

¿Cómo nace Operación fracaso?
Nació de la propuesta que me hizo hace unos años Willy Camacho, editor general de 3600, para reunir crónicas mías en un libro. Él había leído una que había enviado a un concurso y me preguntó si tenía otros textos como para compendiarlos en una publicación. Por supuesto acepté, aun sin saber si tenía material digno de ocupar las páginas de un libro. Tenía y tengo muchos textos dispersos, unos más narrativos que otros, como resultado de mi trabajo periodístico. Me tardé años en revisar archivos que podía recuperar para el volumen y otro buen tiempo en seleccionar y organizar los textos finalmente sobrevivientes a la criba. Por suerte, la editorial fue paciente y mantuvo el interés en el proyecto. En el camino tuve chance de publicar crónicas en la revista Gatopardo, bajo la edición de la gran cronista argentina Leila Guerriero, lo que, además de bajarme los humos, me hizo creer en la posibilidad de darles una nueva vida a algunos escritos.

Después de casi 20 años trabajando como periodista, ¿cómo va esa timidez?, ¿cómo influenció la labor periodística en transformarla? 
Tengo que agradecerle al periodismo que me llevó a combatir mi timidez. Más de una vez lo he pensado como la terapia profesional que nunca hice para vencer mi miedo a hablar en público. El periodismo y la docencia evitaron que fuera un ermitaño incurable. Me obligaron a descubrir mi voz, a hacerme escuchar, a reconocerle valor a mi palabra. Sigo siendo tímido: “tímido hasta la temeridad”, como alguna vez escribió Cabrera Infante de Buster Keaton.

¿Cuáles son las posibilidades que tiene y trae el formato de crónica a la hora de hacer periodismo? 
Dudo que pueda decir algo nuevo al respecto, pero, al menos desde mi experiencia, veo en la crónica un espacio de libertad y autoexigencia como pocos en el periodismo. Libertad porque te permite mirar y narrar bajo criterios editoriales más flexibles que los comúnmente demandados por el periodismo convencional: volcar la mirada hacia hechos y personajes aparentemente anecdóticos, dedicarles el tiempo necesario para descubrir costados inesperados, desplegar la escritura con una ambición impenitente. Autoexigencia porque la mirada y la escritura no son cualidades meramente dadas, sino músculos que hay que entrenar con disciplina y aplomo. Y la autoexigencia es también análoga para la reportería. La verdad es que, a medida que la pienso, le temo más a la crónica, a hacerla más que a leerla, desde luego.

¿Por qué piensas tú que esta no se ha vuelto más utilizada como formato de periodismo en medios de cobertura diaria coyuntural? 
Precisamente, porque la autoexigencia es incompatible con el trabajo periodístico diario. Las tendencias de consumo de contenidos mediáticos van por otra parte: la competencia por la primicia, la dictadura de lo inmediato, la explotación del escándalo. Las herramientas y plataformas digitales han afiazando incluso más el gobierno de las audiencias, que, como todo gobierno, es absurdo y autoritario. La entronización de la “viralidad” y del “clickbait”, como valores supremos para la producción de contenidos periodísticos, impide imaginar una dedicación rigurosa a formatos de largo aliento, como la crónica. Es verdad eso que dice Martín Caparrós: hacer crónica es hacer periodismo contra el público o, al menos, contra la idea de público que han impuesto los nuevos gurús del periodismo digital: un público complaciente y superficial. 

No es casual que la crónica sea, en Bolivia como en otras partes, un formato reservado para concursos, revistas o libros. Los medios tradicionales, aun si los permiten o alientan, no ofrecen las condiciones ideales para cultivarlo. Y entre muchos periodistas escasea también el interés necesario para dedicar energía y tiempo adicionales para hacer textos que impliquen más trabajo que el rutinario. Y está bien, tampoco se puede esperar que todos los periodistas quieran ser cronistas. Dios nos libre. 

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Foto: Santiago Espinoza

¿Existe la objetividad periodística o es un lindo mito que conviene sostener?
No existe y ni siquiera es muy lindo su mito. Es un lugar común con el que nos hemos formado periodistas y consumidores de periodismo, pero que, “objetivamente” (ja), es inalcanzable. En el mejor de los casos, puede funcionar como un ideal para perseguir, pero a sabiendas de no alcanzarlo nunca. Al menos yo como periodista, antes que en la objetividad, prefiero creer en la honestidad y el equilibrio, o en su búsqueda.

Nosotros, como lectores y consumidores de noticias, en un país tan politizado como el nuestro, ¿cómo podemos saber que un periodista o un medio es honesto y equilibrado o al menos busca serlo?
Es muy complicado, porque no solo los medios están politizados, sino también las audiencias. Estas tienden a consumir solo los contenidos que refuerzan sus prejuicios y creencias, sus filias y fobias, sus miserias y virtudes. Ese es el caldo de cultivo en el que la desinformación, con sus “fake news”, se ha vuelto más norma que excepción en el mundo actual. De ahí que esa máxima de Caparrós sea tan válida incluso para pensar el periodismo más allá de la crónica: un periodismo que no me dé solo lo que quiero y espero, sino lo que necesito. Suena iluso, pero lo prefiero al cinismo. En un plano más terrenal, soy de los que cree que un periodista/medio puede ser más honesto cuando acepta sus errores y rectifica, cuando reconduce procedimientos indisimulablemente nocivos. La honestidad se manifiesta, asimismo, cuando un medio/periodista no oculta ni disimula sus elecciones morales y políticas, sino que las expone abiertamente para que su audiencia sepa a qué atenerse cuando lo lee/escucha/ve y no se crea el cuentito de la objetividad. Y para el equilibrio, el indicador determinante es la voluntad por buscar la mayor cantidad posible de voces sobre un mismo hecho, en especial las voces que van a contracorriente de su línea política y editorial. 

¿Cuánto tiempo de vida le das al periodismo impreso en Bolivia?
Once meses y catorce días…  No, mentira. No sé. Quisiera saberlo. O, quizá, inconscientemente, prefiero no saberlo. Siendo aún parte del monstruo moribundo que es el periodismo impreso en Bolivia, me cuesta ser frío en el pronóstico de su defunción. Va a ocurrir pronto, probablemente muy pronto. Con suerte dejará algunos sucedáneos deformes, en papel o no, que insistirán en hacerse llamar periodismo impreso. Solo espero que, cuando finalmente ocurra, esté lo suficientemente borracho para celebrar su muerte por todo lo grande.

En el prólogo mencionas a muchos periodistas que te inspiraron, ¿cómo harías para recomendárselos a lectores casuales y no tan casuales? 
Qué difícil. Dando clases he hecho leer textos de algunos y me ha sorprendido la buena recepción que han tenido, incluso entre estudiantes que no están interesados en hacer periodismo. Supongo que a los lectores menos casuales, como estudiantes o colegas, los podría seguir “obligando” a leer con algún incentivo chantajista (tarea, charla). A los más casuales preferiría hablarles de los temas y personajes de las historias, no tanto de sus autores, y solo al final les diría que son reales, no de ficción.

¿Qué clase de lectores crees tú que se beneficiarán más de leer este libro? 
No sé si llegue a beneficiarles, pero quisiera creer que puede ser un libro de interés para periodistas y estudiantes de periodismo. Y desde luego, quisiera creer que también guarda interés para lectores no directamente vinculados al periodismo, pero sí con curiosidad para descubrir experiencias “extrañas”. Tan extrañas como el cautiverio de unos futbolistas colombianos enfermos de COVID-19 en Bolivia, la búsqueda desesperada de un chicharrón para un cineasta legendario (Werner Herzog) o el diálogo con una joven madre que aprendió a tomar elecciones abortando antes que votando. 

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Foto: Santiago Espinoza

Ahora que pasó un tiempo desde que lo escribiste, ¿qué es lo que más te resuena de este libro? Cuéntanos qué te gusta, qué te disgusta y qué cosas te parecen curiosas.
Antes de seguir hablando de mis textos, quisiera rendirle tributo a la portada del libro. Es que me gusta mucho, la verdad. Su diseño fue un regalo de mi compañera, Alba Balderrama, y este es un buen espacio para agradecerlo. Como fetichista incurable que soy, le concedo mucho valor al arte de portada de los libros. Recorrer librerías y bibliotecas siempre ha sido, para mí, una experiencia sensorial, un placer para los sentidos anterior al placer de la lectura, que implica descubrir imágenes, colores, tipografías. Mirar, tocar, oler los libros es algo a lo que intento no renunciar. De ahí que le tenga tanto aprecio a la portada de Operación fracaso. Las cosas que me disgustan y me parecen curiosas las reservo para quienes compren (o se presten o roben) un ejemplar impreso.

¿Estás escribiendo algún libro nuevo? ¿Qué estás preparando para el futuro?    
Tengo un libro ya concluido que reúne columnas futboleras que escribí a lo largo de cuatro años, entre el Mundial de Rusia 2018 y Catar 2022. De puro impaciente quería sacarlo también el año pasado, pero, por fortuna, me convencieron de darle un tiempo de soledad a Operación fracaso antes de que el otro libro le robe la poca atención que tienen mis crónicas desairadas. Como fuere, espero que se publique este 2024, aprovechando que es un año generoso en fútbol de alta competición, con torneos extraordinarios como la Copa América y la Eurocopa. Y espero ser capaz de convencer a 3600 de socapar este capricho.  
Para el futuro tengo algunas ideas, pero ninguna lo suficientemente madura para quemarse en público.

Para ir terminando, ¿qué estás leyendo actualmente?
No estoy leyendo una sola cosa ahora mismo. Ando saltando de un libro a otro, sin mayor orden ni norte. Los títulos en los que estoy más metido en estos días, por razones distintas, son No fue penal. Una jugada en dos tiempos, de Juan Villoro, Los últimos días de Roger Federer y otros finales, de Geoff Dyer, Nocturno urbano, de Cristina Peri Rossi, 18 cuentos, de Antonio Rivera Mendoza, y Lo bello y lo siniestro, de Eugenio Trías. 

¿Qué autores o autoras recomiendas leer?
Para no pecar de presuntuoso, voy a aprovechar esta pregunta para mencionar autoras y autores de crónica. No es el único tipo de literatura que leo ni mucho menos, pero, por la naturaleza de mi libro y porque en la anterior respuesta no aludí a ningún cronista, voy a permitirme nombrar algunos ahora. De los nacionales: el ‘Chueco’ Céspedes, Ana María Romero, Álex Ayala, Boris Miranda, Cecilia Lanza, Fadrique Iglesias, Juan Carlos Salazar, Liliana Carrillo, Pablo Ortiz, Karen Gil, Rocío Lloret. De los internacionales: John Hersey, Rodolfo Walsh, Svetlana Aleksiévich, Rysard Kapuściński, Leila Guerriero, Truman Capote, Juan Villoro, María Moreno, Tomás Eloy Martínez, Hunter S. Thompson, Tomás Eloy Martínez, Martín Caparrós, Elena Poniatowska, Joseph Mitchell, Gabriela Wiener, Óscar Martínez, Suan Orlean, Julio Villanueva Chang, David Grann, Josefina Licitra, Jon Lee Anderson, Emmanuel Carrère.

¿Qué libros te antojas leer, pero todavía no lo hiciste? 
Voy a aprovechar esta respuesta para señalar solo títulos del catálogo de 3600, a manera de ganarme algún tipo de descuento cuando los vaya a buscar: El hombre tocado de viento de Guillermo Ruiz Plaza; Todos los caminos de Óscar Coaquira Alí; Vidas imaginarias de Adolfo Cárdenas; Yonaguni de Rodrigo Villegas; Espasmo de Vadik Barrón; los volúmenes de la Obra poética de Matilde Casazola.

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Imagen: Editorial 3600
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