El primer amor: una narrativa inconclusa

Humberto Pinto sobrevivió al temblor en Melipilla del 2010, pero más que ese terremoto, aquello que sacudió su mundo fue el de un amor al que no podía corresponder.
Editado por : Adrián Nieve

Debo separar la ficción de lo real, pero lo que sucedió el 2010, en el tercer piso del colegio Melipilla, fue una verdadera locura. Recuerdo las escaleras, paredes y cerámicas trizadas por el paso del terremoto que azotó a la región del Maule y Biobío. Este repercutió en gran parte del territorio chileno, llegando a mi ciudad natal y, por supuesto, destruyendo gran parte de su infraestructura. Pero más que el terremoto alrededor de esos años —que deben estar inmersos en la etapa donde cursé séptimo u octavo básico—, lo que más recuerdo es a una chica me enviaba cartas anónimas. 

Durante semanas no pude precisar el nombre de la persona detrás de esa letra manuscrita y sus formas de expresarse. Entonces me pasaba los días tratando de imaginar quién era. Día tras día transitaba el mundo como una presencia y, de rato en rato, me entraba al alma y recorría mi cuerpo, ablandando mi corazón por encima de toda lógica, pero apartándome de la vida de los demás. 

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Una imagen del desastre en Melipilla / Foto: Esteban Paredes

Llegué a transformarme, de alguna manera, en un investigador privado, quizá el más joven de la provincia, pues buscaba y hasta encontraba pequeñas pistas donde fuera, incluso en mi grupo de amigos que actuaban como si supieran quién estaba detrás de todo esto. Ese círculo estaba conformado de tres cercanos que pertenecían al paralelo B, dos chicos y una joven. Los tres compartían gustos similares a los míos, es decir, escuchábamos la misma música, claro que con algunas variantes de por medio; la inquietud era un rasgo característico en los cuatro, sin embargo, dentro de nosotros abundaba una alegría distinta a las de hoy, una marcada por el tránsito entre la niñez y la adolescencia. Con ellos, la mayor parte del tiempo compartíamos historias, y cuando no, en aquellos momentos que nuestras voces marcaban su ausencia, permanecía esa complicidad tan significativa en las relaciones humanas. Ambos chicos eran más altos que yo, definitivamente; y ella, tan distinta e igual a nosotros, una niña con la piel bronceada, los ojos color miel y el cabello liso. A los tres les gustaba jugarme bromas con ese temita de las cartas, pero reíamos los cuatro pues dentro de mi círculo íntimo existía una conexión inocente que desplazaba a todo el contexto nacional que arrasaba por esos días. Temblores, política, crisis, por supuesto que no les tomábamos importancia, esas eran cosa de grandes. Nosotros nos encargábamos de pasar el tiempo, disfrutar lo insignificante y conectar con nosotros mismos.

De pronto dejé de jugar fútbol con mis compañeros. Ellos acostumbraban a formar pelotas de papel o buscar botellas plásticas para chutear durante los quince minutos del recreo, mientras yo me obsesionaba en analizar quién se escondía detrás de aquellas cartas, pero los rastros inconclusos jamás me llevaron a algo, decepcionandome a mí mismo por las exigencias de un trabajo que no me competía. 

Y así hubiera seguido, pero una mañana me cansé y exigí una respuesta a mis íntimos amigos. En ese preciso instante terminó una historia y comenzó otra totalmente distinta. Algunas narrativas tienen curvas de tensión bastante pronunciadas, otras no logran el efecto deseado, sin embargo, esta prometía, pues quien remitía la prosa poética que llegó a conquistarme, era la única amiga perteneciente al grupo —vaya clímax.

Dentro de todas las posibilidades, que precisaban un grado más de exactitud, ella no se encontraba entre las chicas presentes en esa agenda ya formulada. Y en ese momento de tensión, por lo demás absoluta, me pidió ser su pololo, su novio, su cortejo. Yo, sin saber qué hacer, asentí con cierta preocupación, confirmando que había perdido a una amiga y pronto el grupo sufriría una decepción.

Pensé y traté de seguir la amistad, no podía verla de otra manera, sencillamente mi cabeza, o corazón —tal vez— no era capaz. Luego de un tiempo, quizá semanas de prolongar aquella (no)relación, ambos nos dimos cuenta que no podíamos estar juntos, pero tampoco cabía la posibilidad de seguir siendo los mismos de siempre, amigos incondicionales.

Hoy la recuerdo con mucho cariño y creo que, si la madurez en ese tiempo hubiera sido la de unos dieciséis años en adelante, quizás todavía seríamos grandes amigos, como lo seguí siendo de muchos a quienes recuerdo con aprecio y que, en algunos casos, en eventos fortuitos, seguimos hablando a pesar de la distancia y los años. Trato de pensar en las cartas y remontarme a esos años, a esas personas que pasan por tu vida y te dejan un mensaje, una llamada de atención o una reflexión, por más ínfima que sea. Ese tiempo no volverá, tampoco las risas ni las historias, pero dejan una marca en tu vida.

Debo concluir el desenlace, esa yapita que toda historia debe tener, y es que nuestra amistad se quebró, tal como pasó con las escaleras, las paredes y cerámicas de una infraestructura que parecía bien cimentada, pero que no pudo con un repentino temblor. Poco a poco nos distanciamos y dejamos de hablar. Tuvimos un grave problema de comunicación que pasó de eso a ser inexistente. El silencio ya no era acogedor, sino todo lo contrario. En ningún momento pude darle fin a esto, es decir, jamás nos acercamos a charlar y finalizar esta relación formalmente, por lo que, en cierto aspecto, seguimos en una relación. Sin embargo, todo libro debe cerrarse alguna vez, concluir para comenzar algo totalmente distinto, ese es el camino, y esto, un epílogo más. El fin de un temblor. 

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