El último tango en Uyuni
La ciudad de Uyuni, alrededor de 1920, apenas tenía unos pocos años de haber sido fundada. El motivo de su existencia era el de fungir como una ciudad ferroviaria, es decir, funcionaba como una gran estación de trenes, desde la cual se exportaban minerales bolivianos al extranjero a través de puertos chilenos. Los primeros habitantes fueron, principalmente, trabajadores dedicados a la construcción y al tendido de las vías del tren. Posteriormente, comenzaron a llegar mineros y empresarios que establecieron sus operaciones en la zona, seguidos por comerciantes que aprovecharon la nueva ruta de acceso para importar y exportar mercancías.
Es evidente que, durante sus primeros años, Uyuni tuvo carencia de una identidad y cultura propias. Pero fue con la llegada de los extranjeros y el pasar de los años que comenzaron a formarse algunas tradiciones y lugares de encuentro. De ese modo, la plaza Principal se convirtió en un punto de reunión. Ocurrió la apertura del primer hotel y luego la inauguración de una pensión, espacios que dieron más vida a la zona. Aunque, sin lugar a duda, fue la cantina de doña Rosario, ubicada casi en las afueras, la que realmente animaba a los habitantes, la mayoría de ellos varones, trabajadores y solitarios.

En ese tiempo, el pueblo tenía tres parroquianos; de los cuales, dos vivían en un estado de depresión etílica cotidiano. No hacían mucho, hablaban poco y se movían aún menos, apenas lo suficiente como para mantener levantado el vaso y evitar caerse de las sillas mientras dormían. El tercero, don Severo Calisaya, por su parte, tenía un carácter bastante tímido y humilde, al menos hasta que tomaba su tercer o cuarto trago; en ese momento, se transformaba en Carlos Gardel y amenizaba con su voz las tristes y frías noches del altiplano.
Lastimosamente, su canto era muy malo, y con la torpeza del alcohol era peor. Mezclaba las letras, se saltaba los coros y le atinaba a una de cada cuatro notas. Era un desastre, pero a doña Rosario no le interesaba mucho, ya que era medio sorda y siempre estaba ocupada ordenando, cocinando o lavando algo. El resto del público lo escuchaba, aunque con marcada indiferencia. Ellos sabían que después de unos quince minutos de repertorio, se cansaría y se iría a dormir. Pero fue inevitable que, con el paso de las semanas, la voz de Gardel se convirtiera en una alarma que anunciaba el cierre del boliche.
Nunca se supo exactamente qué hacía don Severo para conseguir sustento. Nadie lo vio trabajar nunca, y, por alguna razón, siempre tenía dinero para alimentar su vicio. Por la forma en que bebía, se especulaba que arrastraba alguna tragedia a sus espaldas o que quizás estaba aburrido de la vida. Frente a todas las incertidumbres, los únicos datos seguros sobre él es que venía de Pulacayo, un centro minero situado a unos veinte kilómetros, y que tenía debilidad por los tangos.
La economía de Uyuni era tan frágil como la de Severo. Todo el movimiento oscilaba con el precio del mineral; así, algunos años la municipalidad tenía ingresos interesantes y los aprovechaba para hacer crecer al poblado; mientras que otros años, el dinero apenas alcanzaba para pagar los sueldos. En una de esas épocas de bonanza, el alcalde saliente aprovechó para construir el primer cementerio en las afueras de la ciudad. Su apuesta era que esta obra estrella asegurara su reelección, pero lamentablemente nadie se moría en el pueblo, por lo que no podían inaugurar el camposanto antes de las elecciones. Los funcionarios municipales estaban ansiosos por alguna tragedia o que alguno de los enfermos estire la pata, pero nada de eso sucedió. Al final, la impaciencia les ganó y fueron a pedir prestado un cadáver a Pulacayo para enterrarlo en Uyuni. Llegó el día y casi todo el pueblo participó en el entierro, algunos con la intención de mostrar sus respetos, pero la mayoría solo presente para conocer el cementerio, ya que casi nadie conocía al difunto.
El plan político no funcionó y la reelección se vino abajo. Era el momento propicio para que la nueva administración municipal mostrara sus habilidades, entonces aprovecharon de poner en marcha la construcción de la nueva alcaldía y se remodeló el teatro principal. Arquitectos, albañiles y carpinteros dieron lo mejor de sí para dotar a su ciudad de una obra de calidad. El diseño europeo y las finas decoraciones resaltaban, pero lo más destacado fue su altura, dado que el edificio tenía dos pisos, algo inaudito en una ciudad de calles anchas y casas bajas.
Finalmente, llegó el día de la inauguración de las obras y todo el pueblo estaba presente con sus mejores galas. La avenida principal frente a la nueva obra era particularmente amplia, lo que permitía que mujeres, hombres y niños formasen filas y pudiesen disfrutar del acto. Autoridades políticas y eclesiásticas de otras ciudades del país llegaron para participar en el evento, mientras que empresarios y mineros trajeron a sus familias para la ocasión.
Nadie esperaba que el acto principal fuera el show de Severo Calisaya. Al parecer, aprovechando que los trabajadores seguían realizando labores de último minuto para la inauguración del edificio, logró escabullirse entre ellos; nadie sabe cómo lo hizo, pero ese día terminó en el techo del edificio. Una vez ubicado en la parte más alta y visible, comenzó a gritar frente a toda la población.
—¡Ah! ¿Así que me tratan como a cualquier cosa, no? Pues, ahora me van a escuchar —dijo antes de empezar a cantar un tango. En ese momento, algunos seguidores del alcalde y un par de policías intentaron subir para detener el bochorno, pero don Severo amenazó con lanzarse del edificio si no le permitían seguir cantando.
—Bueno, será uno más para ese cementerio que da pena de lo vacío que está —comentó una señora entre la multitud, provocando la carcajada general.
Ninguno de los organizadores tenía idea de cómo reaccionar, y un poco por empatía general, decidieron dejarlo continuar con su espectáculo. Don Severo cantó tres tangos, cada uno peor que el otro, pero, entre el miedo y el asombro, recibió aplausos que le terminaron llenando el alma. Luego de aquello, los policías se las arreglaron para detener la escena y se lo llevaron a una improvisada prisión para que el acto continuara con normalidad.
Algunas semanas después, la rutina y la cotidianidad se apoderaron del pueblo otra vez. En la alcaldía ya se encontraban planeando una nueva obra para la ciudad, parecía que se gestaba la adquisición de un reloj gigante para decorar la calle principal. Mientras tanto, en la plaza se discutían las novedades locales, ahí se dio a conocer sobre el fallecimiento de don Severo. Se comentaba que lo encontraron en el kilómetro 33, muerto de hipotermia y cerca de las vías del tren que va al sur; al parecer, en su borrachera final, decidió partir hacia Argentina para proseguir con su carrera artística, y se le vino la noche. Pocos participaron en el entierro casi improvisado en el cementerio ya no tan nuevo.
Han pasado ya muchas décadas, más de un siglo en realidad, y en su tumba no hay cruz ni lápida, solo arena sobre arena en un camposanto que se está muriendo de viejo.