Los peones de Julio

Es fácil olvidar que un educador trasciende la simple impartición de materias. Vlady Torrez nos lo recuerda con este emotivo homenaje a Julio García Soruco, su maestro en el Instituto Americano, cuyas enseñanzas de ajedrez trascendieron los límites del tablero.
Editado por : Juan Pablo Gutiérrez
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Julio García Soruco junto a una de sus grandes pasiones. /Fotografía: Archivo.

Cuando estaba en primero medio, un problema de bullying me obligó a pasar clases de ajedrez. Bravucones ignaros y mi mal carácter fueron una pésima combinación. Compañeros de curso perezosos exigían que les copie las tareas, me negué por un orgullo pedante e infantil. Me dieron una golpiza a la salida para enseñarme humildad, me defendí gimoteando: “Van a tener que golpearme más duro en la cabeza para que quede tan bruto como ustedes, gramputas”. Mi madre amenazó con cambiarme de colegio, mi padre quería iniciar procesos penales a medio mundo, yo solo anhelaba pasar página y olvidarme del asunto. En el Instituto Americano, educación física constaba con varias disciplinas optativas: fútbol, básquet, vóley. Las clases se pasaban en las tardes. Como medida precautoria para evitar convertirme en la nueva pera de boxeo de mis más recientes maestros de humildad, opté por alejarme de los deportes de contacto e inscribirme en clases de ajedrez. ¿Había algo más seguro que estar rodeando de tableros y fichas manejadas por nerds? Así conocí a Julio García Soruco, veterano del deporte-ciencia. Cuando me hablaron de él por primera vez, imaginé a un tipo estirado, pero fue el profesor más jovial y encantador que conocí. No se enojaba cuando lo tuteaban, todos lo tratábamos como “el Julio”, era amable y exigente. Amaba el ajedrez por sobre todas las cosas. 

Para mi desgracia y aunque en un principio le puse un empeño sincero, el ajedrez nunca fue mi fuerte. Hasta el más lerdo de los principiantes me derrotaba fácilmente. Los estudiantes avanzados y prospectos para competencias intercolegiales limpiaban el piso conmigo. “Ah, Torrez, contigo podemos jugar sin las dos torres. Ven sentate, en quince minutos estarás servido”. Me enfurecía ser subestimado de esa manera, pero efectivamente ni diez minutos después me habían encajado un jaque mate entre uno que otro bostezo: “Ni con las blancas puedes, contigo vamos a tener que inventar nuevas formas de dar ventaja, ¿tomando un somnífero y con ojos vendados? Deberías dedicarte a las chip caps nomás”. Empecé a faltar a clases, las veces que iba practicaba de mala gana, concluí que era muy t'uxpi para el ajedrez. Una tarde, el Julio se acercó y me dijo: “Te desconcentras fácilmente, las matemáticas no son tu fuerte, ¿no ve? Tu desgano es comprensible, pero si no vienes a clases de dónde voy a sacar tu nota. No soy mago, chango”. No podía aplazarme en educación física, no podía reprobar ajedrez, ya eran demasiadas humillaciones en un solo año. Puse mi mejor esfuerzo, pero seguía siendo tan malo como al principio.  

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“Un simple peón como nosotros no puede enfrentarse solo a estos gigantes, [...] pero con perseverancia, apoyándonos en quienes amamos, tenemos la oportunidad de seguir adelante y transcender”. / Fotografía: Gabriel Marcelo Gutiérrez.

A mediados del segundo trimestre, el Julio me vio triste contemplando un tablero, esperando a que alguno de los principiantes se desocupe para seguir practicando. Se sentó frente a mí: “Vas a jugar conmigo”, tragué saliva y me dije: “Ya valí verga”. Tres minutos después vino el primer mate, mis mejores movimientos no sirvieron para nada. “Empecemos de nuevo, ahorita estoy en cuatro partidas simultáneas, vamos, ponle ganas”. A nadie le gusta perder, para eso me metía a fútbol. Al ver mi frustración, el Julio me dio una de las lecciones más hermosas que recibí en la vida, tomó un peón en la mano y me dijo: “Este eres tú, somos todos desde el momento en que nuestras madres nos han parido”. Colocó la pieza en su lugar sin dejar de mirarme a los ojos. “Los peones son las piezas más elementales y al mismo tiempo las más poderosas del ajedrez. Manejados adecuadamente ni siquiera la reina puede hacerles frente, pero no dejan de ser vulnerables cuando están aislados, esa dualidad las hace tan interesantes”. Traté de recordar alguna de las aperturas que había estudiado, pero al ver al Julio, su pinta de Dr. Zaius de El planeta de los simios, la tranquilidad de su porte, simplemente no supe qué hacer. “Todo comienzo es difícil, la vida es dura. Desde que nacemos somos presas de un sin fin de peligros. Pese a nuestros esfuerzos y esperanzas, fracasamos. Podemos perdernos sin remedio”. Señaló a los caballos, los alfiles, todas las piezas mayores: “Un simple peón como nosotros no puede enfrentarse solo a estos gigantes, el orgullo desmedido puede ser fatal, pero con perseverancia, apoyándonos en quienes amamos, tenemos la oportunidad de seguir adelante y transcender”. Movió un peón en línea recta hasta la última fila del tablero, lo cambió por la reina. “La coronación es uno de los principales objetivos de cualquier partida, si la consigues obtienes una ventaja estratégica sobre tu oponente, si eres constante verás coronados tus esfuerzos. No olvides eso cada vez que estés frente a un tablero”. Jugamos tres partidas esa tarde, perdí las dos primeras. Entendí que no podría ganarle con mis pobres habilidades. Entonces empecé a charlarle sobre la vida, la muerte, el poco reconocimiento que reciben los ajedrecistas en Bolivia y más bla, bla. Conseguí distraerlo y capturé su reina, el Julio me miró sorprendido y se puso a jugar en serio. Di mi mejor esfuerzo, pero quedamos en tablas. Se levantó con una sonrisa en los labios: “La reina es medio equipo, perderla al principio es un desastre. Pero aun así te dejaste empatar. Más que ganar una partida, lo realmente satisfactorio es empatar una que dabas por perdida, sigue practicando”. Se alejó alegre para seguir jugando con otros estudiantes.      

Seguí pasando ajedrez hasta salir bachiller. Años más tarde, me enteré de que el colegio le hizo un homenaje al Julio por sus años de servicio con un reconocimiento pecuniario. Tipazo como era, me contaron que agradeció el reconocimiento, pero donó el dinero para comprar mejores equipos de ajedrez para el Instituto Americano. Falleció el 2019, siempre lamenté no poder agradecerle en persona lo mucho que me ayudó su consejo, no para mejorar como ajedrecista, sino para la vida, para ser un mejor ser humano. Sus palabras, los peones de Julio, me acompañan desde esos tristes días de colegio.

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Este texto forma parte del especial ¡Basta de supergente!