Personas normales
A veces, la delgada línea que separa lo ficticio de lo verdadero deja de ser visible, permitiendo que lo real avance más allá de lo aceptablemente creíble. El mayor porcentaje de historias de superhéroes proyectan personas normales con vidas normales que tienen un giro de 180 grados al adquirir poderes supernaturales de origen radioactivo o extraterrestre, y unos cuantos multimillonarios con sed de venganza y justicia, con suficiente dinero como para equiparse de los juguetes necesarios para su cometido. Y de pintura negra para oscurecer el contorno de los ojos. Pero, ¿qué pasa cuando la vida normal se centra en personas normales y reales?
Él pierde a su padre a los ocho años en un accidente laboral. Pudo haber sobrevivido, pero eran tiempos diferentes. Su tío se adueña de las tierras que le pertenecen, dejándolo a él, a su madre y cinco hermanos, en la calle. Los hermanos mayores, en busca de justicia, deciden mandarlo a Cochabamba a terminar la escolaridad y ejercer después como abogado; y él es enviado lejos de su mundo, de su madre y de todo lo que considera su vida. Un día, el extrañar a su madre pesa tanto que decide volver para verla y entre sus brazos sacarse esa sensación de lejanía y soledad demasiado prematuras. Recorre a pie 57 km hasta Arani, para llegar a casa y ser recibido por el hermano mayor, quien, enfurecido, lo manda de regreso a la ciudad a los minutos de su llegada. Caminar por horas ignorando el cansancio, el clima, el hambre, las ampollas en los pies, con la mira puesta en su madre, para conformarse con el breve cobijo de un abrazo, un beso y un adiós que colme ese abismo de tristeza. Algunos años más tarde, él entierra a su madre.
Ella es la mayor de seis niños, debieron ser más, pero eran tiempos diferentes. Al cumplir doce años, ella y sus hermanos pierden a su madre, y al perderla se pierde, a su vez, una vida más que se gestaba en su interior. Un dolor recalcitrante que debe ser callado, oculto y guardado le crece en el pecho, mientras debe renunciar a la niñez que ya venía olvidando desde antes y hacerse responsable de sus hermanos: el desayuno, la limpieza, el almuerzo, la vigilia, la cena, las heridas, los deberes, el llanto reprimido y las alegrías contadas. Ahora ella aprende sola, tragando su dolor y sus miedos a sorbitos y, a veces, en bocanadas que la ahogan, mientras en medio de la corriente del río sangra su primera menstruación con el corazón golpeando en su pecho violentamente, sin entender eso que nadie le explica, nadie que le diga de la sangre de cada mes, ni de todo lo demás que está por venir, aquello que ya saboreaba como la realidad.
Dos personas que perdieron mucho en poco tiempo y aprendieron a ser adultos en medio de una infancia carente de niñez. Dos seres con una infancia dolida y guardada; se conocen y reconocen. Una tarde, a la sombra de los árboles de durazno, un grupo de jóvenes comparten el fruto cosechado y dos desconocidos en medio de esa pequeña multitud pasan (aún) desapercibidos uno del otro. Ella, con los ojos sagaces a todo lo que la rodea, nota que, mientras él pasea lentamente un durazno entre sus dedos, mientras lo pela con un cuchillo, los demás se quitan de la boca la cuarta semilla de esa fruta. Apenada de que aquel hombre de semblante apacible y ojos amables aún no prueba lo que con tanto empeño había cosechado minutos antes, decide acercarse a él y decir algo como: "disculpe, joven, usted hasta ahora no ha comido ni un durazno, permítame" y antes de darle tiempo a reaccionar, ella procede a pelar un durazno tan rápido que la cáscara, intacta, llega al suelo ondeando en el aire como una culebra veloz. Y ahí, por primera vez, los ojos de él se pierden en el profundo verde agua de los de ella.
Algunos años después, ella, con la primera hija de los que tendría con él, anuncia a su esposo que ha comprado dos terrenos con sus ahorros, uno para ellos y otro para dos hermanas que él tiene y protege. Los terrenos están en una zona alejada de la ciudad —casi monte en ese momento—, uno de ellos está sobre un antiguo lecho de río. Ellos trabajan, cavan y extraen las piedras del lecho que se transforman en un muro; barro, piedras y paja forman adobes, uno tras otro, una casa hecha con las manos y el deseo del hogar que ya tienen; ganas de su tierra, sus árboles y plantas; dos vidas en una, compartidas.
Pasan como personas comunes, pero no lo son. La tele muestra gente con superpoderes ajenos al mundo terrestre o biológico. Él transforma la tierra en campos de árboles frutales, flores y vida latente, ella transforma camisas en vestidos, lana en abrigos; él contagia el orden y tranquiliza con sus palabras repletas de raciocinio, ella recibe visitas en sueños, personas que antes de morir se despiden de ella. Él cura con la tierra, ella cura con las yerbas, ellos se aman y aman su tierra, sus creencias… por eso crean. Esto escrito y leído es solo como la hoja de un árbol, una gota del mar de sus historias que, a veces, son más creíbles si las vemos a través de una pantalla grande, al otro lado de esta frágil realidad.
Ellos, dos personas normales que hacen lo que consideran como el siguiente paso a pesar de todo —y tanto—, sin preguntarse si es una opción. Ellos, que callan oscuridades, miedos, dolores, heridas y deciden pintar su paisaje de rosas, árboles de jugosas frutas, pan hecho en horno de barro, abrigos tejidos, con los brazos abiertos y los corazones palpitantes de amor y tenacidad. Ellos dejaron este mundo desde hace mucho, pero siguen vivos en la tierra, en la sangre de su descendencia, en los recuerdos y sus enseñanzas. Y aunque ya no están, no hay duda de que ellos fueron personas extraordinariamente normales.