Las sorpresas de Santiago
Salgo por las calles de Santiago. Primera parada obligatoria: La Moneda. Cruzo la calle tarareando por dentro “yo pisaré las calles nuevamente…”. Pablo Milanés me acompaña, a la par de los grandes íconos que por años han sido un referente político. Veo las ventanas y no dejo de pensar en lo que significó aquel dramático 11 de septiembre de 1973, el Golpe de Estado, el sacrificio de Salvador Allende, sus últimas palabras, su mensaje grabado que escuché repetidas veces.
Sigo mi ruta. En realidad, mi objetivo es encontrar un café donde pueda preparar la conferencia de mañana —la razón por la que me invitaron aquí— y leer y corregir el texto que escribí hace unas semanas. Ya estoy en el límite de la fecha de envío. Identifico varias opciones en el mapa de mi celular, pero no me decido por ninguna. Otra vez será el azar quien me conduzca.

Veo un restaurante bien calificado en mi navegador de internet, su nombre en el cartel de entrada tiene unos granos tostados, parece que saben. Lo evalúo por fuera: al fondo hay una barra con una gran máquina cafetera, símbolo de buen trato y de conocimiento del oficio. Además, huele a café. Todo bien.
Entro. Lo primero que veo son preciosas mujeres con minifalda morada, blusas rosadas escotadas con los hombros descubiertos. No me espanto, no huyo: procedo. Me siento y viene una guapa mesera con acento venezolano a pedir mi orden. Sigo con mi agenda previsible: “un expreso cortado doble”, digo nervioso, un poco desconcertado, “tiene internet, ¿cierto?” Indago para simular naturalidad. “Sí”, responde con una sonrisa.
Me trae el café con un vaso de agua con gas al lado; conocen cómo se disfruta un buen expreso. Entre que intento concentrarme en mi conferencia sobre religiosidad popular —claramente en un lugar disfuncional para mis propósitos científicos— me aturde que a cada rato pasan chicas vestidas de discoteca, todas hermosas, sirviendo a los clientes. Me detengo en los detalles y caigo en cuenta: todos somos varones, más o menos de mi edad.
Soy profundamente tímido y, sobre todo, como sugería Kundera, me inhibo frente al aire de inaccesibilidad que despliegan las mujeres demasiado bellas. Pero mi curiosidad sociológica se impone y mi inquietud de cronista me desborda. Mi amable mesera se acerca y empiezo a dialogar con ella. Parto con toda franqueza: “oye”, le digo, “soy extranjero, vine buscando un café y me encuentro con un local donde las chicas son guapísimas y vestidas para una pista de baile. ¿De qué se trata? No entiendo”.
Me dice que esta es la característica del local, y, como buena caribeña, se explaya en su relato sin necesidad de mayor interrogatorio. Me cuenta que vino de Venezuela hace cinco años, que tiene un hijo de seis, que es licenciada en derecho y que piensa irse a Estados Unidos. Su historia es fabulosa: se casó con un amigo chileno gay para poder entrar al país, luego se divorció, ya tiene papeles, trabaja legal. Todas las chicas aquí son extranjeras, una colombiana, una cubana, otra venezolana. Me cuenta que su función es atender, charlar, hacer pasar un buen momento a los clientes. Nada de prostitución, no se puede sentar en ninguna mesa ni dar sus datos personales. De hecho, me cuenta que se molesta cuando le ofrecen sexo o se ponen groseros “porque me ven con minifalda”. Me dice que su trabajo es cansado, los tacones hacen doler los pies al final de la jornada. Pero gana bien, mejor que lo que podía recibir en un despacho de abogado ejerciendo su profesión, especialmente por las propinas.
No puedo con mi sociología. Le pido que me haga una tipología de los clientes. Dice que hay los que vienen buscando sexo, que son los peores, pero se los bloquea rápidamente. Luego los chistosos con plática divertida, también están los que solamente quieren distraerse, charlan amable y ampliamente sobre su vida. Le pregunto sobre sus expectativas, sobre el futuro de su hijo. Responde pensando en lo que viene, en los planes probables y en la agenda posible, en una vida mejor para ellos algún día en el norte.
Prosigo con mi observación. Ya lo dije, solo hay hombres, la mayoría solos, frente a una taza. Algunas mesas tienen dos personas que intercambian, pero los más son adultos en soledad, a media mañana de lunes. Alguna chica se queda a interactuar con un cliente, apoyada en la pared (porque no puede sentarse en la mesa), otra recibe con soltura y hasta cariño a alguien que llega y da la impresión de ser habitué.

Es claro que el centro de la interacción es el componente sexual. Ellas juegan el rol de ser miradas y coquetear, ellos se esfuerzan en mostrar manejo de la situación, seguridad y galantería. No es un espacio de prostitución ni de conquista, tampoco se trata de los populares “table”, que hace unos años fueron la novedad erótica. No hay contacto físico, ni baile, ni cuartos al fondo, ni arreglos futuros. Es un café, en horario de oficina, en el centro, a dos cuadras de La Moneda.
Me pregunto por qué funciona algo así, cuál es su naturaleza, qué rol cumple, qué necesidades cubre. Me da la impresión de que es una opción intermedia entre una aplicación de celular de servicios sexuales en la que se puede consumir fantasías virtuales, versus la realidad de contratar un trabajo sexual en cualquier avenida para terminar en un motel. Es como pasear por una juguetería, una vitrina cuya fórmula consiste en alimentar el antojo por lo inaccesible, que alborota sin consumar, pero que al menos deleita visualmente y permite un juego erótico con límites claros y reglas estrictas. Es un intercambio sexo-visual, con sonrisas y palabras, no caricias y humedad.
Indagando un poco, me entero que los “cafés con piernas” son famosos en la capital chilena, que se pusieron de moda hace un tiempo y conjugan la muy expandida práctica de tomar café a media mañana, con ser atendido por una mesera especialmente atractiva. Imagino que los sociólogos chilenos tendrán hipótesis y estudios detenidos sobre el tema.
En fin, en un ambiente tan poco estimulante para mi labor académica, logro sacar mi documento sobre religión y leerlo sintiéndome arder en el infierno, entre cuerpos que pasean por detrás de las páginas. No me cabe duda: Santiago te da sorpresas.