La vida con ella
Cada mañana, al despertar, lo primero que veo es a ella junto a mí y me es inevitable sonreír, así como acariciarla y darle un beso. Muchas veces sigue dormida cuando lo hago y pese a ello tengo la certeza de que no le molestaría, incluso si estuviera despierta. Intento iniciar mi día sin despertarla, aunque muy pocas veces tengo éxito. Usualmente me acompaña a desayunar y no se aparta hasta que hayamos terminado. Otros días, sin embargo, le gana la pereza y me observa cansada desde la cama. A mí no me molesta, imagino que su rutina —muy diferente a la mía— debe ser agotadora también.
Cuando llegó a mi vida, pasábamos casi todo el día juntas y, si no se podía, organizaba mis horarios de manera tal que no me extrañase demasiado. Aunque a veces resultaba extenuante para mí, lo cierto es que disfrutaba mucho hacer actos de servicio para ella. A veces me doy cuenta de que no me detuve a reflexionar si ella merecía mi amor o no, o si al menos soy correspondida con la misma intensidad; lo cierto es que resulta irrelevante, soy feliz amándola y me complace pensar que se da cuenta de lo mucho que significa para mí, aun cuando nunca llegue a tener la certeza de que comprende todo mi amor por ella. Quizá por eso me esmero tanto.

Ha habido, claro, otros antes que ella y todos se han marchado de una forma u otra. En ocasiones, me invaden estos recuerdos cuando la contemplo en silencio hacer cualquier cosa y no puedo evitar asustarme y ponerme triste porque sé que ella también, en su debido momento, se marchará. Por más que yo quiera, no podremos estar juntas por siempre. Es lo ineludible del ciclo de la vida. Si tuviera que elegir, realmente desearía que ella partiera antes porque, si soy yo, creo que no lo entendería.
Por supuesto, tenemos momentos malos, o por lo menos, no tan buenos. En alguna ocasión me ha sacado de quicio y tuve que retirarme porque realmente me encontraba muy molesta. En otras oportunidades no tuve el autocontrol suficiente y estallé en gritos. Sé que entiende mi ira porque tiene más cuidado luego de esos aislados incidentes. No obstante, pese a que no todo es color de rosa y que soy consciente de que podemos mejorar en varios aspectos, me percato de que no hay nada, absolutamente nada, que cambiaría en ella. Tal vez eso sea el amor después de todo, ser consciente de todos los aspectos del ser que tenemos al lado (incluso aquellos que no nos gustan) y aceptarlo tal cual es, porque ¿qué es el amor si no la aceptación? ¿y qué es la aceptación si no es la libertad?
En fin, tener una mascota no es tan sencillo al final del día; es altamente dependiente y no puede hacer casi nada por sí misma, duerme la mayor parte del día y hay días en los que le da por portarse mal y meterse en problemas. Sin embargo, no imagino mis días sin ella, aunque eso implique a veces ajustar mis horarios para que no se quede sola o incluso que signifique que desde su llegada he perdido cierta parte de mi derecho a la privacidad porque no le gusta despegarse de mí ni que tenga las puertas cerradas. Sentir su pelo suave cuando la acaricio y ver cómo mueve la colita cuando regreso a casa o le hablo en un lenguaje infantil hace que los días pesados sean más llevaderos y que sea fantástico regresar a casa.
