Ocho horas manejando

¿Es el automóvil el peor invento del siglo XIX? Hugo José Suárez nos da unos cuantos argumentos que lo confirman, narrando una poco agradable jornada mexicana de estar tras el volante.
Editado por : Adrián Nieve

Mi hija llega con una novedad: tendrá un evento de su escuela en una institución universitaria al norte de la Ciudad de México. Como me auto propuse llevarla donde requiera para sus múltiples actividades, asiento sin dudar —en mi ingenuidad paternal— y sin pensar en las consecuencias.

Me despierto temprano para salir a las 6:45 de la mañana. El destino está a 35 kilómetros, en una zona que no conozco. Las posibilidades de perderme son enormes, por lo que hay que tomar precauciones. Salgo desde una esquina de la avenida Periférica —la bandera de San Jerónimo— rumbo a Querétaro. Paso por las distintas etapas de la famosa avenida que se caracteriza por no tener semáforos. Unos tramos fluyen a 80 kilómetros por hora, otros a 20. Sí, es temperamental, bipolar, nadie sabe cómo reaccionará, su lógica es un misterio. Un amigo me decía que tomar esa ruta es una lotería, el mismo tramo a la misma hora puede durar 30 u hora y media. Nada más impredecible. El caso es que llego relativamente rápido, en poco más de 90 minutos. Primera parada, un éxito.

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Foto: Hugo José Suárez

Me toca la vuelta. Tengo una cita para firmar un contrato de renta en el otro extremo de la ciudad. Acudo a mi aplicación para que me guíe como lazarillo. Me dice que tardaré otra hora y media, así que llegaré tarde, lo que sube el estrés natural de estas situaciones. 

Manejo atravesando los lugares icónicos de la ciudad. Voy entre centenas de coches a mi lado. Los paso sin prestarles atención y recuerdo el cuento de Cortázar, La autopista del sur. He usado tantas veces esa historia en mis clases de sociología. Es perfecta: el lazo social entre los conductores se reduce al intercambio básico y las reglas del uso del asfalto. Cuando hay un incidente que perturba la normalidad, todos se detienen y empiezan a salir de sus cápsulas. Cambia la naturaleza de la relación con el otro, el dueño de una marca adquiere un rostro, un tamaño, una forma de vestir, un olor; se crea una historia, hay pláticas, miradas, intercambios, risas, juegos. Hasta que el tráfico vuelve a fluir, y todo queda en el recuerdo. Es un ejemplo preciso —y precioso— de cómo se construye una relación social, y cuándo se diluye.

Mientras divago recordando mis lecturas y trayéndolas a mi entorno para enfrentar el tedio, llego a las Torres de Satélite, aquella hermosa obra arquitectónica que fue un ícono del nacimiento de una nueva forma de vida urbana, en manos de, entre otros, el notable arquitecto Luis Barragán. Estoy en una pequeña loma, lo que me permite perspectiva hacia abajo. Veo nueve hileras de coches distribuidos en tres vías separadas, todos rumbo al centro de la ciudad. Hundo la mirada el espanto de los cientos de coches. Y refrendo: el automóvil es el peor invento del Siglo XIX.

Para ganar tiempo en mi vuelta y no llegar demasiado tarde a mi cita, tomo el segundo piso del periférico. Es una construcción monumental fruto del gobierno de izquierda de la Ciudad de México —la primera etapa fue inaugurada en el 2005, cuando Andrés Manuel López Obrador era el Jefe de Gobierno del Distrito Federal; la segunda, de paga, en la gestión de Marcelo Ebrard el 2012—. El diablo no sabe para quién trabaja: la izquierda facilitó que en esta urbe el principal medio de transporte sea el producto capitalista más destructivo (del medio ambiente, de las relaciones sociales, de la calidad de vida en la ciudad), beneficiando a la industria automotriz. Además, es una solución siempre a corto plazo, solo pasó una década para que en las peores horas algunos tramos del Segundo Piso queden completamente saturados, además que hay pasos de cobro muy caros. Voy pensando en lo limitado del auto —en la civilización de la autopista, como decía Marshall Berman, en los artefactos del demonio de la economía, como sugería Iván Illich—, y en mi convicción hacia la bicicleta y el transporte público como formas subversivas y las únicas esperanzas para la vida en la ciudad. 

Al fin llego a mi encuentro. Tarde, claro.

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Foto: Hugo José Suárez

Luego me desplazo por los lugares habituales. Voy a la universidad, a las compras, a la casa. Pasan las horas, llega el tiempo de ir a recoger a mi hija. Otros 35 kilómetros. Emprendo el mismo operativo. Dejo mi departamento hora y media antes. En mi ruta, vuelvo a observar algunos comportamientos curiosos. Al pasar por un túnel donde los autos van a vuelta de rueda, un vendedor ambulante se pone al centro —sin correr ningún riesgo por la velocidad tan pausada, pero respirando aire tóxico— y ofrece desde chicles hasta cigarros. En una mano tiene una caja con sus productos y en la otra un rayo láser verde con el que se abre paso en la oscuridad, dejándose ver a lo lejos. Un poco más adelante, otro vendedor, considerando que circulamos a 30 kilómetros por hora, puso estratégicamente letreros escritos con plumón negro en papeles de colores, encima de lo que imagino debiera ser una jardinera que nos separe de quienes van en sentido contrario: "pelón pelo rico de tamarindo, 10$"; "Gorditas y/o doraditas de nata: 1x14$"; "Pistache doradito rico! 20$". Cuando la velocidad ha llegado al límite inferior (el próximo paso es estar detenido), aparece el vendedor con todos los productos anunciados metros atrás. Su estrategia es infalible, los conductores estamos en una ruta donde es imposible no verlo, y la verdad la tentación de meterse algo al estómago para distraerse del hartazgo es irresistible. Sucumbo y compro, ralentizando un poco más el tráfico, lo que me hace acreedor de un bocinazo. 

Sí, el uso del claxon en la Ciudad de México merece un paréntesis. Entre conductores se reproduce un código de masculinidad con la agresividad que conlleva; se ve en el otro un potencial agresor de mi dignidad y vulnerador del respeto. Por eso todos manejan histéricos sin dejar que nadie se meta en el lugar que no les corresponde, o le gane el paso. La necesidad de marcar el territorio se materializa en el insulto y en México el peor vituperio es "chingue tu madre" o la versión más universal "hijo de puta". Solo en este país he visto que el mayor agravio verbal transite del lenguaje oral al rítmico. En efecto, cinco pitazos, que representan las cinco sílabas de cualquiera de las dos denostaciones, es la manera adecuada de mostrar el enojo. Como quien recibe la afrenta no puede quedarse callado, se ha inventado la respuesta: "cabrón", que son dos pitazos seguidos. El intercambio de bocinazos en tempo correcto puede derivar en pleitos violentos, pues sabemos quien evoca la madre ajena en tales circunstancias, está jugando con fuego. En suma, decía que recibo mis bocinazos respectivos, pero tengo las doraditas de nata entre mis manos.

Ya con mi hija en el coche, luego de llegar al lugar de su encuentro, me dispongo a volver. Íbamos bien hasta que empieza alguna inexplicable agitación y, como en el cuento de Cortázar, todo se detiene. Espero prudentemente, hasta que me doy cuenta que esto no tiene futuro. Apago el motor, salgo a ver qué pasa. Resulta que, por los problemas de agua, los vecinos decidieron bloquear la avenida. Solo tengo cuatro vehículos antes que yo, si llegaba cinco minutos antes, no tenía problema. Todo se estanca. Vienen policías que no hacen nada, y escucho los gritos de protesta: "no queremos pipas, queremos agua". Sí, ya sé que el tema del desabasto del líquido vital es un drama en muchas partes de la ciudad. Me quedo atorado media hora, siento que estoy en uno de los tantos bloqueos de La Paz, en Bolivia. 

Al final, llegan operadores de tránsito, les pregunto qué harán, y me dicen que no hay solución, los manifestantes no se moverán de ahí, así que lo más prudente es dar la vuelta y partir en sentido contrario. El asunto es complicado porque estoy lejísimos de casa y no tengo idea cuáles son las rutas alternas. De hecho, es un barrio peligroso. 

Entonces acudo a mi aplicación para que me guíe, pero no se ha enterado del problema, su solución sigue siendo atravesar por encima de los manifestantes. Acudo a mi práctica sociológica de entrevistador, me acerco a un vecino y le pido por favor si me puede indicar cómo salir de ahí. Me da orientaciones generales, lo suficiente para moverme, pero dando una vuelta fabulosa.

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Foto: Hugo José Suárez

Termino llegando a casa tres horas más tarde, enojado, adolorido y exhausto. Haciendo cuentas, hoy estuve ocho horas frente al volante entre las siete de la mañana y las nueve de la noche. La numeraria evaluativa del final de la jornada es tenebrosa: habré recorrido más de 150 kilómetros. 

Algo falla en la civilización del automóvil. Algo hicimos mal.

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