Cambiar de peluquero
Cada tanto pienso en el inicio de este texto como una obviedad, y me he planteado si comentarlo o no. El asunto se resume en una línea: uno le es fiel a su peluquero y cambiarlo es un potencial problema tanto estético como moral. Con lo evidente señalado, a las consecuencias.
La Cristina fue la encargada de darle forma a esta maraña por casi una década, solo interrumpida por cuatrocientos días de media cola y puro estilo, y una breve residencia junto al Illimani. Pero la Cris también tenía un problema: a veces acataba mis órdenes con subordinación y otras hacía lo que le daba la gana. Eso sí, debo enfatizar que el verdadero trabajo de un peluquero es hacer caso omiso del cliente, pues este no tiene idea de estilismo y mucho menos de lo que quiere.

En agosto —del año 2023, lectores de un futuro ajeno a mis problemas—, tras meses vacíos y con un viaje al día siguiente, decidí que era hora de renovar el look. Renovar es mucho decir, me refiero en realidad a que no me peluqueaba desde marzo. Por si falta contexto, mi pelo se organiza en infinitos bucles que giran sobre sí mismos hasta la eternidad. Puedo estar meses sin tocar las tijeras y mi cabeza apenas cambia.
Dada la importancia vital del viaje, no podía dejarme en manos que obvien mis instrucciones. Además, creo que a la Cristina le empezaba a fallar la vista. A los innumerables undercuts que me sometí, siempre les dejaba una islita de cabello más largo junto a la oreja o en la nuca. Nuestra sociedad greñudo-podadora solo se mantenía vigente por folklore, como otras tantas cosas por aquí, y quizás por algo de miedo al cambio, como otras tantísimas cosas por aquí.
Fui tan descarado que la traicioné a una cuadra de su estudio, con un tipo que abrió su peluquería hace poco y se sumaba a la tendencia de barberías con aros de luz y tiras led. Para describir el estado de mi cabello, basta decir que estaba a pocos días de tener un afro formal y hacerme trenzas en la barba.
El espacio era pequeño. El tipo recién incursionaba en el negocio o apenas se había separado de algún socio mala onda. Como sea, me senté en el sillón y le mostré el fotograma de un reel mío de hace unos meses. “Esto quiero, pásame la uno o la dos por los costados y dejá arriba mis rulos, quitame volumen, pero dejá mis rulos”, ordené.
Empezó su trabajo como si nada. Se le notaban, sin embargo, las ganas de hablar. Quizás había pasado ya por varios cursos y seminarios sobre la estética masculina, sobre el ritmo del tijereteo y el ángulo exacto de la navaja, pero le fallaba la charla; no sé si den esa materia en las escuelas de estilismo o si se trate de un postgrado aparte. Finalmente, se fue por lo seguro y preguntó: “¿A qué se dedica usted?”. Es probable que seamos de la misma edad, pero me trataba de usted.
Le respondí “a escribir”. “A veces periodismo, a veces en revistas, también cosas personales, lo que venga”. Dijo “ah” y calló por un rato. En eso, veía cómo se sometía a mis instrucciones, lo que inevitablemente me dio miedo; no sé, pues, nada de estilismo. Me pasó los laterales y la nuca con la número dos y fue a los rulos.
Se animó luego con un “y de dónde es usted”. “De aquí nomás, bueno, de La Paz, pero siempre he vivido aquí”, dije. “Ah, pensé que de otro lado, como de Brasil, por la barba”, se animaba, más suelto. “La verdad es que mi mamá es de Brasil, pero solo ha nacido allá, toda mi familia es boliviana”, respondí. Luego me contó que sus clientes barbones suelen ser de ese país y retomó el tema, “y usted tiene ascendencia de algún lado”. “Mi bisabuelo era de Siria”. “Ah, con razón la barba”.
Parte de mi transformación incluía volar el bello facial, rebajarlo hasta que sea la sombra de lo que fue y de lo que siempre vuelve a ser. Pero es algo que hago solo. Soy fan de los procesos: macerar café por horas, escribir y rescribir, una vez hice papel reciclado todo un fin de semana. Y rasurarme una barba de meses es también un proceso que no comparto. El amigo pidió que no me la quite, “no todos pueden tener una barba”, dijo. Y no me animé a decirle la verdad: me crece menos de lo que podría pensar quien no me conoce.
Retomó el tema de la familia y ascendencia. Parecía que, más allá de la charla obligada en su rubro, estaba intrigado por el tipo detrás de tanto pelo. De ahí en adelante todas mis respuestas lo desilusionaron. “No sé casi nada de mi bisabuelo, solo que vivía en un pueblito lejano de La Paz, tampoco heredé la religión ni la cultura, quizás algo de la comida, pero muy poco”, expliqué. El espejo me mostraba largas tiras de pelo que ni bien las soltaba se comprimían en espirales como cadenas de ADN. Pensé que había sido un error ser detallista en mi pedido y confiar tan importante bien a un amateur.
La Cristina me hablaba de mi carrera o soltaba quejas contra la política tarijeña, temas por demás rutinarios, los mismos que aborda un taxista del aeropuerto. Pero este bro, en sus vagos intentos de sacarme charla, había resignificado mi reflejo, mis rulos y mi barba.
Sé que hay grupos de descendientes árabes que buscan recrear la cultura de sus bisabuelos, formar una pequeña comunidad que cada tanto viste abayas y kufiyas e incluso tratan de aprender el idioma. Lo entiendo y alguna vez me llamó la atención, pero no es lo mío. Se me hace algo forzado, casi artificial. Es como querer materializar una especie de Tlön, así como hay otros que intentan revivir culturas prehispánicas. Siempre he pensado que no soy mi pasado. Lo de atrás desembocó en mí, sí, pero yo soy de aquí en adelante.
El pelo caía con formas de esferas y garfios y yo, sin lentes, veía borroso el espejo. Borroso como ese pasado mío que desconozco y que poco interés me genera. Algún día preguntaré por él, cuando la conversación sobre fútbol o libros se haya agotado, preguntaré no de dónde vengo —eso lo sé—, sino de dónde vienen los que me preceden. A ver qué descubrimiento me espera.
Lentes puestos, me reencontré en el espejo con la mitad de pelo y una barba sentenciada de muerte. Arriba tenía largos rizos y otros muy cortos. Temí el resultado final luego de una ducha —más tarde lo valoré positivo—. El amigo preguntó mi nombre y se lo di. Quizás pude contarle que el viaje del día siguiente me llevaría por Bermejo, donde mi abuelo paterno —hijo del migrante sirio-libanés— y mi bisabuelo materno —orureño— se conocieron por primera vez mientras daban forma al ingenio azucarero, quinquenios antes de que su descendencia se encuentre, concrete nupcias y nazca este chapacolla que no se afeita y no sabe explicarle quién es al cuerno de su peluquera.