¿Fue o no fue? Fue lo que fue
Gracias al estallido social y político del año 2019 en Bolivia, nuestra familia tuvo que congregarse en la casa de mis suegros durante esos días en que todos en este país vivimos instantes de miedo e incertidumbre tras la caída del gobierno de Evo Morales. Como colombiano había crecido y convivido indirectamente con la violencia extrema en una constante guerra, tal como lo hicieron mis padres, abuelos y ancestros, en Colombia. A pesar de ello, en el 2019 boliviano experimentaba una situación que nunca había vivido, como lo fue el amotinamiento de la policía y los militares contra su gobierno.

Lo que siempre viví —tal como vivieron muchos más— ha sido una sociedad divida entre conservadores y liberales. Desde el 2001, hasta que salí de mi país en el 2010, la consigna era que el que no estaba con Uribe, era guerrillero. El que estaba con él, era paramilitar. Y aunque el señor Uribe ha sido uno de los principales próceres del paramilitarismo en Colombia, obviamente no todos sus seguidores son delincuentes, narcotraficantes o asesinos, simplemente eran y son personas agobiadas con tantas atrocidades cometidas por los grupos insurgentes que siguieron al hombre extremista y sus consignas para acabar bélicamente con la guerrilla. Lo mismo diré de quienes pedían detener la guerra: obviamente no eran guerrilleros de ningún tipo.
Tanto en esa época en Bogotá, como el 2019 en La Paz, los desayunos, almuerzos y cenas familiares se convirtieron en rines del debate. Comenzábamos a masticar analizando lo que sucedía diariamente en esos intensos días de conflicto, pero desde diferentes puntos de vista, posturas, pensamientos, sentimientos e ideales políticos. A medida que el alimento ingresaba a nuestro organismo y se acababa en la mesa, el tono de las voces mutaba en lo agresivo, aumentando el volumen hasta llegar a gritos que coqueteaban con la intolerancia.
La sociedad boliviana estaba, supuestamente, dividida en prácticamente dos bandos. Los “masistas”, es decir, afines al partido político gobernante, el Movimiento al socialismo (MAS), y los “pititas”, la oposición a este gobierno. En lo que a mí respecta, podía ver que una gran mayoría de la gente se comportaba, más como semejantes opuestos que como radicales opuestos, por lo que con cariño —y algo de ironía— los llamaba “masipititas” y “pitimasistas”.
Pero quienes pensábamos e interpretábamos la situación de diversas maneras, no clasificábamos para ningún bando y, por inercia, nos encontrábamos al medio. Igual te tildaban en uno de los bandos dependiendo de qué opinaras y con quien. Incluso te decían que eras de un bando o del otro dependiendo de con quién hablaras o conocieras. Ya desde entonces mi pregunta era: ¿Qué podemos hacer todas aquellas personas que no comulgamos ni nos identificamos con ninguno de estos dos grupos?
Aportar con un granito de arena
Con mi concuñado que es también es extranjero —chileno—, y dos amigos paceños, tenemos una banda de rock llamada Kimsacharani con la que, el 2019, ensayábamos en uno de los espacios de la casa del colectivo Ch’ixi, en el barrio Cristo Rey. Y, como era necesario encontrar un lugar donde todo aquel que estuviera en medio de la coyuntura pudiera expresar todo lo que había o estaba pensando y sintiendo, propusimos al colectivo Ch’ixi disponer del territorio y organizar un conversatorio para encontrarnos a dialogar, a cuestionarnos, para reflexionar e intentar entender de alguna manera toda esa situación tan compleja que estábamos viviendo. Un lugar para quizás intentar buscar y plantear otros tipos de pensamientos en una sociedad donde muchos cerraban los sentidos ante la injusticia, promoviendo la violencia y justificándola según su bando.
Lanzamos la convocatoria pensando en aquellas esculturas japonesas del siglo XVI, los monos que no ven lo malvado, no escuchan lo malvado y no hablan con maldad, esa famosa imagen de monos que se tapan la boca, los ojos y los oídos. Para nosotros eran los monos que no hablan, no escuchan, no ven, se hacen los desentendidos con las atrocidades, el racismo, la violencia y la injusticia. Entonces, al encuentro lo llamamos, “Hablé–monos, veá–monos y escuché–monos”.

La convocatoria fue un éxito y el lugar se llenó de una variedad de personas el día del conversatorio. El desahogo fue tener un espacio donde verter la impotencia, el miedo, la angustia, la vergüenza, la rabia, la confusión, el perdón y el odio acumulados. Hablaban arrepentidos de ambos bandos y, entre lágrimas, abrazos y silencios, tratábamos de sanar las heridas abiertas, sin importar que fuéramos conocidos y desconocidos.
Me gusta pensar que ese día abrimos nuestros ojos para vernos, que nos escuchamos y hablamos, uniéndonos con respeto mutuo justo un día después de la masacre que había sacudido a Cochabamba y a Bolivia. Recuerdo que había un evista indignado por la huida del jefazo, un pitita expulsado de las barricadas por ser gay, muchas historias de cómo se armaron las familias con palos y piedras junto a sus vecinos para golpear a quien se atreviera a cruzar sus barricadas, justificaciones de que la violencia era una forma de repeler a gente con fines de destruir sus propiedades o sus barrios. Hablaron de los mensajes en las redes sociales que alertaban a la gente hablando de grupos organizados de personas que tenían la intención de acabar con todo a su paso, les llamaban “hordas” de masistas, “hordas” de campesinos, pero nadie sabía ni podía explicar de dónde provenían o quién enviaba esos mensajes.
La catarsis existió y nos preguntamos si debíamos seguir. Eventualmente decidimos que lo mejor era ir a los barrios y realizar estas mismas charlas, llevar el micrófono abierto en pro de la búsqueda del diálogo y la reconciliación. Realizar veladas por aquellas personas que habían fallecido en los conflictos, colocar y prender velas como símbolo en busca de la paz. La socióloga Silvia Rivera, quien preside el colectivo Ch’ixi, sugirió llamar a estos encuentros “las vigilias charlamentarias” y todos aceptamos ese bautizo a nuestro proyecto independiente de pacificación.
La marcha de los sikuris
En esos tiempos, el grupo de sikuris “Coraje del pueblo” del barrio Bellavista organizaron y nos invitaron a participar de la “Sikureada pacífica en reivindicación de la Whipala”, que se celebró en el atrio de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA), el viernes 15 de noviembre de 2019, es decir, un día antes del "Hable-monos". La convocatoria tuvo éxito, había muchos músicos y grupos de sikus de diferentes zonas de La Paz y El Alto. El sonido de las quenas, zampoñas, bombos, cantos y platillos retumbó en los oídos y en el ambiente saciado de indolencia, fluyó atrayendo a transeúntes que se sumaron a la reivindicación. Con la emoción, decidimos ir hasta la fuente del Prado y Adán, miembro de “Coraje del pueblo”, me dio la tarea de ondear una whipala de aproximadamente 3 x 3 metros. Cuando alguien gritó: “¡Hasta la San Francisco!”, así fue que nos dirigimos hacia la calle y caminamos al son de las melodías. A cada paso se unía más y más gente hasta que, al llegar a la plaza, fuimos recibidos con algarabía y aplausos. Sin embargo, unos minutos después, llegaron las peticiones de silencio. No hicimos caso y la música continuó sonando, pero, poco a poco, fueron aflorando los insultos de algunas personas que se encontraban en la plaza y que se nos acercaban.
No entendíamos qué pasaba. De pronto cesó la música y en una radio a todo volumen escuchamos que el ejército había matado a mucha gente en Sacaba, Cochabamba. La masacre sucedió mientras cantábamos y bailábamos. Y la gente pedía silencio. Tres trompetistas apostados en la plaza San Francisco fueron claves en conciliar a la gente de la plaza y terminaron la jornada de una manera sensata. Con el impulso del aire de sus pulmones, los cobres de viento entonaron “la marcha fúnebre”, escuchada entre el silencio de los presentes.
Al terminar la melodía, nos abrazamos despidiéndonos, cada uno para su casa, con una gran sensación de pérdida.

La vigilia
La “Primera vigilia charlamentaria” se realizó en la avenida Buenos Aires, fuera de la estación amarilla del teleférico de Cotahuma, el martes 19 de noviembre. Colocamos el parlante y el micrófono en una calle cerrada. Varias familias, en su mayoría mujeres acompañadas de niños, hacían una larga fila, algunos sentados sobre garrafas de gas vacías, esperando que llegara el camión para poder comprar y suplir ese servicio básico. En esos momentos, en El Alto, se bloqueaba la salida de los camiones distribuidores de gas.
Poco a poco fueron llegando los participantes y pude reconocer algunos que estuvieron en la reunión de “Hablé–monos”. Se acercaron también transeúntes, vecinos y algunas de las personas que estaban en la fila por el gas. Muchas de ellas tomaron la palabra. Sus voces fueron escuchadas en silencio con paciencia y respeto. Tanto así que una señora que pasaba caminando por ahí, empezó a insultar a los extranjeros que estábamos en la vigilia y la invité a tomar el micrófono. Cuando al fin accedió y cuando estuvo ahí, delante de todos, micrófono en mano, su tono empezó a cambiar, se tornó conciliadora en su discurso y bajó la tensión. También recuerdo que habló un ex militar, quien abalaba el proceder militar, defendía la teoría de que no fue golpe de estado. Algunas personas lo empezaron a recriminar, a lo cual reiteramos que era un lugar de encuentro basado en el respeto de las demás opiniones. Otras personas expresaron su miedo por el sobrevuelo de aviones, de botas y camuflados militares vigilando las calles, del temor que sentían ante los “traidores” uniformados de la policía, a los que ahora llamaban “motines”.
Entonces pasó.
En plena vigilia, la gente que bajaba del teleférico contaba, en medio de lágrimas, la nefasta noticia de la masacre de Senkata, algunos gritaban maldiciendo al gobierno transitorio —o de facto, como alguna parte de la población le llama—. La reunión se deshizo al llegar la policía, quienes con amenazas reiteraban la norma en la cual no se podía reunir la gente en ninguna calle, mucho menos realizar actos políticos de ningún tipo. Nos estaban callando, por lo que tuvimos que apagar el parlante y silenciar el micrófono. Cruzamos la calle y, en una esquina, encendimos las velas que iluminaron con sus luces lo que quedaba de la vigilia dedicada a los muertos de los días anteriores y que recibían las almas de aquellos que acababan de ser masacrados por el mismo ejército que juró protegerlos.
Lo que dicen que fue
Los medios de comunicación justificaban la masacre de Senkata aludiendo a la teoría de que los vecinos del barrio querían entrar y hacer explotar la planta de gas. Algo así como si fueran nuestros criollos kamikazes que se querían inmolar y, de paso, destruir su propio barrio. Mientras los testimonios de las personas que estuvieron en el lugar, es decir, los vecinos del barrio, relataban otra versión a los pocos medios masivos que les dieron cobertura, denunciando que el ejército había matado a la gente y luego se llevaron los cadáveres adentro de la planta de gas. Entonces, según estos testimonios, familiares y vecinos de los asesinados intentaron tumbar el muro para ingresar y recoger los despojos mortales de sus seres queridos, y ahí fue que los militares volvieron a masacrarlos. Mucha gente “pitita” aún justifica la matanza, como allá en mi país justifican las matanzas.
Con ese contexto aún fresco fue que la “Segunda vigilia charlamentaria” se desarrolló en la Plaza Carmen de la zona de Tembladerani, el martes 26 de noviembre. En esa ocasión invitamos a miembros de la junta vecinal del barrio, artistas y a la población en general. Se llenó la plaza. Nos escuchamos, hablamos, nos vimos, nos desahogamos, nos encontramos nuevamente cobijados por el diálogo, empatizando entre personas a las que les tocó vivir tiempos dramáticos.

¿Qué fue?
“¿Fue o no fue golpe?”, era la pregunta más repetida durante las vigilias. Incluso ahora, años después, se sigue y se seguirá hablando de ello entre las masas y en las mesas de los bolivianos y bolivianas, pues para unos lo fue y para otros no. Fue lo que fue para cada persona que lo vivió, a su manera, en su contexto. Fue y no fue.
Y lo digo porque, al final del 2019, llegó diciembre e inmediatamente la coyuntura se distrajo con la alegría navideña —al menos para quienes no enterraron a los suyos o tenían familiares heridos—, distrayendo a Bolivia de las tensiones de los meses previos. “Ya fue”, dijo más de una persona.
Con mi familia ya teníamos pasajes para ir a Bogotá. Y con mi banda quedamos en que, en enero de 2020, volveríamos a organizar las vigilias en otras zonas de La Paz, ya que nadie se animó a continuar con ellas en las vacaciones de fin de año.
Ya en la dividida Colombia escuchamos de un nuevo virus. “Otro más”, dijimos, pensando que lo que venía sería como la gripe porcina o la aviar. Con mucha suerte alcanzamos a llegar a La Paz antes de que el mundo sucumbiera ante la pandemia del COVID-19 y así fue como quedaron enterradas las vigilias “charlamentarias”, tal como esta enfermedad sepultó a miles de personas en Bolivia, millones en el mundo, sin discriminar raza, credo, pensamiento político, estatus social. El COVID-19 se llevó a masistas, a pititas, y ni las balas o las barricadas podían matar el virus, peor los tanques de guerra postrados en las calles. Por un tiempo como humanidad, fuimos iguales.