El multiforme amor
—¿Qué es pues eso de amor? ¡No seas cojudo! —decía un amigo mío mientras comíamos tucumanas en La Paz, esperando para ver un partido que terminaría estando más cercano a una película porno que al fútbol.
De todos modos, eso sería secundario aquel día para mí. Al menos desde ese momento. Observábamos la vereda de enfrente —no sé cuál, para alguien que no es de La Paz, todas son subidas o bajadas hacia algún lugar—, cuando aparecieron un chico y una chica. A él lo llamaremos X y a ella N. No los conocíamos de nada, pero intuimos lo único que, según el escritor español Juan Tallón, le da sentido al amor: el final.
N entraba corriendo por la esquina mientras secaba sus lágrimas para evitar que se corra el maquillaje. En ningún momento miró atrás. X apareció en la escena unos segundos después, se puso delante suyo y la interceptó. Ella gritaba y gritaba. Él argumentaba y gesticulaba de una manera inútil, “pues el corazón tiene razones que la razón no entiende”, diría alguno. Aunque siguieron así por un momento, fue de repente que N se quedó en silencio, cambiando los gritos por murmullos. X aún insistía, pero, tal como sospechaba, pues no hace mucho viví lo mismo, no había vuelta atrás.
La configuración del amor se da a partir de un lenguaje muy propio entre dos personas. Uno que alberga momentos y expresiones que solo son reconocibles por ambos. Que constituye un mundo que hace más habitable el mundo, una patria si se quiere. El momento en que este se pierde es detectable gracias al hastío, al cansancio. Equiparable a un corredor que intentó llegar a la meta, pero que se quedó sin aliento muy cerca, resignado. Esto es lo que les había pasado a N y a X, pese a que les tomaría tiempo notarlo. Volverían, quizá, un par de veces, pero nada sería lo mismo. Nunca lo es.
Entonces un día, ambos decidirían acabar con todo o solo uno lo haría. El otro se quedaría tozudamente estancado en lo que fue ese amor, esperando el regreso de Ulises como Penélope. Solo que, a diferencia del varón griego dotado de ingenio, jamás habría retorno a casa.
Le dije esto mismo a mi amigo y me respondió de la manera ya sabida. X y N se fueron caminando, nunca sabremos qué sucedió, aunque lo imaginamos.
—¿Acaso tú has visto el amor?, ¿lo conoces? —remató mi amigo.
Dudé algunos minutos e intenté responder, pero la pregunta me dejó helado. Por supuesto que había sentido amor, pero no lo entendía. Podía leer o escuchar sobre él, pero no darle una forma. Mientras estábamos en la fila para entrar, me resignaba a no poder encapsularlo en una definición, mucho menos detallarlo. En última, a no dar con él en ninguna parte. Porque se ocultaba, huía.
Entonces pensé que el amor no existía y todo lo que había concebido hasta ese momento era una ilusión. Sin embargo, mi tozudez me obligó a creer que eso no podía ser. Intenté buscar algunas imágenes en mí, o quizás estas se hicieron presentes y ya. Pensé en mamá dejando el país hace veinte años, arriesgándose por mí a una eterna soledad. Recordé a papá sonriendo siempre, pese a cargar consigo el dolor del abandono. Rememoré a mis tías que dejaban todo de lado para atenderme. Pensé en alguna exnovia que había dado todo de sí por nosotros, hasta quedarse sin nada para ella. Esto era amor y yo estaba convencido.
Por si me faltaba algo para notarlo, recordé a mi abuela en un pequeño pueblo al norte de Potosí, Iturata, corriendo hacia el río para ayudar a unas personas que se habían quedado atascadas. No las conocía de nada y nadie más iba, a ayudarlos, solo ella con algunas cuerdas. Hasta ahora no he encontrado forma de amor más puro que este.
Traté de decírselo a mi amigo, pero este respondió:
—Otra vez con tus mamadas.
Nos acercábamos a la puerta y entendí por primera vez qué es el amor. Como la fila del estadio es lo único movible e inmóvil, capaz de dar movimiento y quitarlo, de hacer algo más habitable e inhabitable el mundo.