El platillo cumpleañero
Cada cierto tiempo, después de doce meses para ser exactos, celebro mi cumpleaños como lo hacen todos los demás. El tema es que cada uno lo hace a su manera.

Algunos organizan infaliblemente una fiesta. Ésta puede ser grande o pequeña. Yo también he organizado fiestas, pero de forma esporádica. Dependiendo de cómo me ha ido a lo largo del año.
Otros viajan. En mi caso, eso no es posible porque mi cumpleaños no cae en vacaciones. A no ser que se trate de un viaje corto de fin de semana. Por lo que rara vez viajo.
También hay quienes suben mil fotos con sus familiares y amigos a sus redes sociales. Yo nunca lo hago.
A lo largo de mi vida, he celebrado cada cumpleaños de una manera diferente. Hay, sin embargo, un elemento único infaltable en todas mis celebraciones y ese es mi platillo favorito: el Falso conejo.
La tradición se remonta a mi abuela, aunque tal vez sea aún más antigua. Ella siempre cocinaba para mi papá y mis tíos su platillo predilecto cuando cumplían años. Ella no les daba importancia a las tortas, era más de salados que de dulces, y fue por medio de mi “viejo” que me heredé la costumbre de elegir siempre mi platillo favorito para celebrar mi cumpleaños y compartir junto a toda mi familia.
Cuando uno es niño, no está muy seguro de sus gustos. Suele elegir lo mismo que sus padres, confiando en su paladar. Luego uno cambia de gusto según la temporada hasta terminar de formar el propio paladar, el cual varía naturalmente de persona a persona. Cuando era niño, amaba la tucumana. Hoy soy más de salteñas. Mi hermana, sin ir muy lejos, elige cada año un restaurante diferente para su cumpleaños. A veces es en un restaurante japonés, otras veces en un alemán o chino, y recuerdo que en una ocasión incluso fuimos a un restaurante tailandés. Yo por mi parte encontré mi platillo preferido de niño y nunca más lo cambié.
¿Cómo llegó el Falso conejo a mi vida? Mi padre siempre habla de lo rico que le cocinaba su mamá, de ese legendario Picante mixto en su natalicio. Curiosamente mi papá eligió una compañera de vida un poco diferente a su figura materna, pues mi mamá no sabía cocinar. Aunque esta es una diferencia pequeña respecto a otras abismales, como, por ejemplo, las madres que, contra el discurso de la maternidad abnegada y de las denuncias clichés feministas, abandonan a sus familias. Casualmente mi madre forma parte de este grupo. Formalmente mi padre es padre y madre, pero con la doble función no le alcanzaba el tiempo para cocinar. De modo que conocí mi talón de Aquiles gastronómico gracias a Marlene, la trabajadora del hogar que nos atendía a mis hermanas y a mí desde que éramos pequeños hasta nuestra adolescencia.
Ahora que soy un joven adulto, sigo pidiendo ese platillo para mi natalicio. Al momento de servir, no pienso en mi madre, como seguramente hace mi padre con el Picante mixto. De quien sí que me acuerdo gratamente es de Marlene.
Recuerdo la última discusión que tuvo ella con mi madre, y vaya que tuvieron varias. Yo estaba alistándome frente al espejo de mi vestíbulo para ir al colegio. Padecía mi sufrimiento semanal: colocarme la corbata. Como solo se usaba corbata los días lunes, sé que ese día era lunes. Minutos antes, mientras almorzábamos, Marlene le había pedido a mi mamá un momento a solas para conversar. Mi padre devoraba su almuerzo en tres minutos, así que yo lo hacía en dos. ¿Por qué no podía arreglarme la corbata en dos minutos? De pronto Marlene salió corriendo y sollozando del comedor buscando a mi padre. “¡Señor! ¡Señor!!”, gritaba. Mi padre la hizo pasar inmediatamente a su dormitorio para conversar. Esto era inusual, pues siempre atendía sus asuntos, incluso los domésticos, en su escritorio. De hecho, aún lo hace. Me acerqué lentamente a escuchar lo que pasaba y solo alcancé escuchar a Marlene agradeciéndole a mi padre. Luego salió con los ojos rojos.
Llegado el sábado mi padre nos dijo que iríamos a comer afuera, porque la Marlene no vendría. Nos comentó que había acabado la Normal −institución donde se forman los profesores− y que había pedido permiso para asistir a su graduación. Luego le dijo a mi madre que había que apoyar a las personas, que todas tienen derecho a superarse. El ambiente se puso tenso súbitamente. Mi madre estaba molesta porque insistía en que la Marlene tenía que cumplir con sus deberes y que no le parecía que mi padre la desautorizara. Entonces comenzó otra pelea. Tiempo después Marlene se fue a Pando a trabajar como profesora y mi madre se fue a vivir la vida que nosotros, su familia, no le permitíamos vivir.
En fin, yo pido cada año un Falso conejo especial por mi cumpleaños, con “repete” y todo, y pienso en Marlene, quien nos cuidaba, cocinaba y limpiaba la casa de ocho de la mañana a cinco de la tarde y luego se iba a estudiar para ser profesora, y no en mi madre, porque ella no quería estar ahí. Luego pienso en los hijos de Marlene, si la apreciaban tanto como nosotros, o si le reclamaban su ausencia por trabajar y estudiar al mismo tiempo quedándose con muy poco tiempo para ellos, o si valoraban ese poco tiempo como agua en el desierto.