El azul del cielo

En una ciudad que parece confinarte a un edificio durante todo el día, Vlady Torrez halló una bocanada de libertad en las calles de La Paz: caminar por la ciudad con una cerveza en mano. Así, encontró un pequeño escape para evadir la rutina y disfrutar del azul del cielo.
Editado por : Juan Pablo Gutiérrez

Pasé largos años encerrado en una oficina. Al principio, como todo profesional joven, creí haber encontrado el sentido de la vida al conseguir un trabajo fijo, bien remunerado. Ese simulacro de felicidad naufragó pronto. Semana tras semana, mes tras mes, año tras año de horarios rígidos, vacaciones interrumpidas, horas extras sin paga, montañas de pendientes, jefes brabucones y campañas políticas obligatorias. Llegar antes del amanecer, salir después del ocaso, con suerte sentir algunos rayos de sol los domingos. Solía decirme: “Podría ser peor, podría estar desempleado”. Fue inevitable caer en ese dilema del burócrata que odia lo que hace, pero no tiene el valor de renunciar, que se aferra a un sueldo seguro en un país donde la precariedad y el paro son la regla. Añoraba mis años universitarios, cuando caminaba medio ebrio con algunos amigos por el Prado, la Pérez, pasando por la plaza Eguino, subiendo la avenida República rumbo a Villa Victoria. Luego de una tocada metalera, comprábamos algunas cervezas, singani barato o lo que sea que nos alcanzará con vaquitas de 10 pesos. Bebíamos mientras cantábamos temas de Iron Maiden. Nos manteníamos borrachos pero lo suficientemente lúcidos para darle brío a la marcha, poníamos a todo volumen nuestros celulares arcaicos sin perder la consciencia necesaria para evitar asaltos.

Todo tiene un fin, los amores, las amistades, los malos y buenos trabajos. Mi vida de oficinista también terminó sin pena ni gloria, pero renacieron mis ansias de tomarme un par de tragos mientras deambulaba por algún recoveco de la ciudad. Beber en bares y fiestas es bueno y necesario, pero deseaba evitar recuerdos de mi encierro laboral. Temía estar enclaustrado en cuatro paredes. Rechacé autoafirmarme como un idiota que se alcoholiza sentado, no deseaba perpetuar inconscientemente ciclos burocráticos incluso al embriagarme. Fue el reinicio de mi amor por las caminatas equipado de algunas cervezas, un intento de reconciliarme con una pequeña parte de la vida, recobrar los colores irrecuperables del cielo. Entrar en un ligero trance, principio de éxtasis más allá de los límites convencionales. Deambular entre risas y viejas anécdotas.

850
Un sentimiento de libertad recorriendo las calles de La Paz /Fotografía: Vlady Torrez.

Una vez, con un amigo que vive desde hace años en Canadá, caminamos desde el Obelisco, pasamos por los puentes Trillizos hasta llegar a la plaza Triangular. Compramos media docena de Bocks, luego de andar un rato me dijo: “Amo La Paz, pero es probable que no vuelva a vivir acá. Adoro sus calles, anhelo transitarlas, aunque sea por unas cuantas horas”. Buscamos tiendas para aprovisionarnos de más cerveza, recordamos nuestros años estudiando derecho en la UMSA, la primera vez que me habló de Carlos Montenegro y Augusto Céspedes, las aburridas clases de derecho económico y lo parecido que era el docente a Heihachi, el de Tekken. “¿Dónde andará ese viejo?”. Le dije que quizá no cargó los maletines adecuados o no limpió los sacos correctos, sino ya hubiera llegado a decano o mínimo a director de carrera. “Pero era un gil rematado”, protestó mi amigo. Le hice notar que ese nunca fue impedimento para trepar escalafones en la universidad pública.

En otra ocasión tuve una cita en el centro de la plaza España, compramos un Jack Daniel’s pequeño, merodeamos por rincones de Sopocachi hasta sentarnos en una banca de la plaza Abaroa, eran las cinco de la tarde de un sábado. Algunos jóvenes disfrazados de caballeros empezaron a corretearse, simularon combates medievales con armas y armaduras de cartón. Si hubiera tenido su edad, estaría con ellos fingiendo ser un miembro de la Comunidad del Anillo. Con mi cita nos quedamos medio extasiados mirando el espectáculo, nos apachurramos a medida que vaciábamos la botella. El firmamento se volvió naranja, a lo lejos, la luna ascendió blanquecina ganando brillo con el paso de los minutos. 

Cuando termino estas caminatas, luego de despedirme de mi eventual acompañante, usualmente empieza a oscurecer. Lucecillas bailan por el viento, fiesta silenciosa de un abismo que se abre de par en par, recuerdos del azul del cielo, de las novelas de George Bataille. Pedazos fugaces del infinito.  

851
Frente al imponente cielo paceño. / Fotografía: Pavel Quintana.
78 me gusta
733 vistas
Este texto forma parte del especial La Corin Tellado que hay en mí