Mamá Juana

Los lenguajes del amor son diversos, así como diversos son los tipos de amor que los seres humanos experimentamos. En este texto, el autor nos aproxima a una figura fundamental de su infancia y adultez, a partir de esos pequeños gestos que van cimentando los lazos familiares.

Mamá Juana amanece enferma. Tiene 85 años, es mi abuela, pero yo, así como todos en mi familia, los hijos y los nietos, le decimos Mami. Porque ella es eso, la matriarca. Su esposo, el padre de los hijos que luego fueron padres, nuestros padres —entre ellos, el mío—, murió a los 33 años de un cáncer provocado, al parecer, debido a un accidente cuando salía de la mina donde trabajaba. Eso fue en Potosí, ciudad en la que mi abuelo y Mamá Juana nacieron. En un campamento minero llamado Siete Suyos. Años más tarde del deceso de mi abuelo, cuando sus hijos se hicieron mayores de edad, migraron a La Paz para estudiar, para no ser mineros. Para no tener que morir jóvenes. Mamá Juana fue la última en llegar, lo hizo con su hijo menor, el último, el que sobrevivió a una peritonitis cuando tenía menos de diez años. 

Mamá Juana vivió sola por un tiempo, pero luego se fue a casa de su hijo mayor para ayudarlo con el cuidado de las niñas, sus nietas. Tiempo más tarde llegó a mi casa. Bueno, mi casa no, ya que nunca tuvimos una propia, sino a los departamentos que papá alquilaba: uno en la Simón Bolívar, luego en la Castrillo, después en San Antonio, luego en Pedregal y el último, el actual, en Chasquipampa. Como nos faltaba mamá, Mamá Juana llegó a ocupar ese sitial. Arribó con sus polleras, mantas y sombreros. Su Biblia. Y nos cuidó como si fuera eso, una madre real. Se ocupó de mí y de mi hermano por veinte largos años. Luego, cuando ya nos vio viejos y capaces de vivir por nuestros propios medios, decidió irse a vivir solita. Todo iba bien hasta hace unas semanas, cuando cayó gravemente enferma.

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Ilustración de Lena Hellfinger en Pixabay.

Fue la diabetes, les dijo el médico a los tres hijos, los que se movieron como relámpagos por ella. También influyeron la presión alta y una infección estomacal. Había que colocarle suero y hacerle varios análisis.

En su peor momento, Mamá Juana apenas podía respirar. No hablaba, solo abría un poco los ojos.

Mamá Juana. La recuerdo cuando yo tenía diez años, mientras jugaba con mis cartas de YuGiOh y ella nos cocinaba algo rico para comer: chirriadas, rosquetes caramelizados, crema chantilly. La recuerdo llevándonos a sus iglesias, todas las que tuvo que pisar y dejar por sus hijos y por los nietos, para estar con nosotros. Me acuerdo con cariño de la congregación de Santiago Segundo, en El Alto; o la exclusiva de mujeres, en Villa San Antonio; o La Mesías, de Chasquipampa.

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Algo hay en el pequeño acto de alcanzarle el desayuno a Mamá Juana, que sintetiza toda una vida de afectos mutuos. / Ph. Rodrigo Villegas.

Ahora, después de pasar por el hospital, de restablecerse con un par de sueros, pastillas y mucho descanso, ha vuelto a su hogar y yo voy muy temprano a servirle desayuno. Abro la puerta de su casa, la veo acostada en su cama, o sentada en su sillón, uno grande que tiene solo para ella. Le digo: “Hola, Mami”, levanto el termo y le sirvo sultana con pan de laja. Hablamos de muchas cosas, de sus hijos, de Dios; reímos de una u otra cosa y pasada una hora o un poco más, me voy para mi casa.

Le doy un beso en la frente, encima de sus cabellos canos.

Pienso en el tiempo, en su velocidad. En el intercambio de gentilezas: cuando Mamá Juana vivía todavía en casa, nos servía el desayuno, nos preparaba el almuerzo y la cena. Cuando me tocó estar en la pre militar, ella se despertaba conmigo a las 05.30. Me cocinaba algo rico para que comiera a mediodía. Ahora soy yo el que le da el alimento.

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Los recuerdos de infancia terminan por ser excelentes compañeros cuando emociones complejas nos atacan en la adultez. / Ilustración OpenClipart Vectors en Pixabay.

Asumo que esto es el amor.

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Este texto forma parte del especial La Corin Tellado que hay en mí