Las formas del amor
Aquella noche, las luces de la ciudad invadían mis pensamientos. En mi mente se dibujaban escenas de momentos felices, que en otrora había vivido. Hacía unas horas que lo había despedido, se nos hizo tarde y no pude llevarlo al aeropuerto, tuvimos que acudir a los trufis que hacen la carrera Sucre - Alcantarí. Al volver a casa, un poco desorientada –como últimamente me sucedía–, sentí el deseo de desviar el recorrido, pero mecánicamente las ruedas del coche me condujeron a la puerta de mi domicilio.
Una vez más me enfrenté a la escena de siempre: subir las llantas delanteras a la acera, bajar del vehículo, abrir el portón del garaje y guardar el auto; inmediatamente escuchar los ladridos de Jade –mi bóxer–, que siempre me espera. Desde ese momento, no importa la hora –que por lo general es sobre las 18.00 –, mi mente está en neutro.
En muchas ocasiones, angustiada, me pregunto qué es el amor y, como lo hago en voz alta, casi de inmediato escucho a Alexa responder: “Es la fuerza más poderosa que existe”; posteriormente, como si hubiese leído mi mente, reproduce I Want to Know What Love Is, de Foreigner.
Puedo decir que he encontrado la respuesta con recuerdos de un enamoramiento de juventud, también gracias a la ternura de un romance algo ya maduro, y cuando pienso en el inquebrantable lazo matrimonial que suele caracterizar a las parejas con muchos años de casados. Pero también al recordar las caricias de mis gatas Mia y Ami, la satisfacción de saber que las protegía y que estaba ahí para ellas me inspiraban un sentimiento que convergía entre felicidad y amor, así como lo que siento hoy por Jade, que a pesar de que a veces me hace travesuras, también suele alegrar mis días . Y es que si hablamos de amor, creo que hay diferentes formas del mismo: se ama a los padres, a los hermanos, al esposo, a los amigos, pero, sobre todo, pienso que el sentimiento de verdadero amor radica en aquel que se siente por los seres a los que nos une un hilo invisible de por vida. Sí, a los hijos.
Aquella noche volví a casa, y, como dice Bécquer, “sentí el frío de una hoja de acero en las entrañas”, divisé a través de la ventana el Sica Sica y el Churuquella, cerros hermanos que embellecen el paisaje de la ciudad, y a sus pies, las luces de vehículos que van de regreso a casa, todos con historias diferentes, con alegrías, otros con tristezas. Yo estaba ahí, pensando en todo y en nada al mismo tiempo, divagando mientras mi subconsciente trataba de ubicar mi existencia en ese nuevo “ancho páramo del mundo” (Adela Zamudio), y aún en ese instante indescriptible de la vida reconocía implícitamente el sentimiento inquebrantable que puede una madre sentir –dolor y amor–; el inicio de la vida.
Sí, para mí no hay amor más grande que por mis hijos: a quienes alimenté y enseñé a caminar, a los que dejé en el kínder, advirtiendo sus miradas temerosas mientras me alejaba; a los que acompañé en sus años de colegio, de quienes tuve la satisfacción al verlos desfilar como premilitares, los alenté en sus años de universidad, los consolé, los mimé y los consentí, pero también a quienes reprendí cuando fue necesario, pues detrás de ese carácter de “sargento”, estaba la mamá que preparaba el ckocko de pollo, la lasaña, el falso conejo, la nogada, el tiramisú, el pan y las galletas de coco, etc. Y así, en un abrir y cerrar de ojos, los había estado preparando para partir un día, ese es el amor por el que podría darlo todo.
Ahora, rodeada por sus fotos, con Jade que se convirtió en mi sombra –tal vez porque ella también los extraña–, suelo fingir de rato en rato ante mi misma que todo está perfecto, y en realidad lo está. El dejar volar a los hijos es el más grande acto de amor que puede una madre demostrar. Y es que se les da la vida y luego la libertad para poder hacer sus propios nidos, aunque eso rompa en mil pedazos el corazón. Una es feliz cuando los hijos lo son. El Sica Sica y Churuquella así me lo hacen saber, me lo dicen cada vez que paso por esa ventana, me recuerdan que los tengo en el corazón y que son ambos el más grande amor que la vida me ha dado.
A veces mi mente se pierde entre las luces de la Av. Banzer y aquel barrio florido cerca del Remanso, a donde suelo viajar mentalmente; o a Palermo y General Rodríguez, en Buenos Aires, cerca del metro y lejos del nido. De fondo escucho Corazón de niño, de Raúl di Blasio, ya es hora de dormir, mañana será otro día.