Narrar la violencia
–Por eso no puedes dormir –sentencia el chico–. Porque lees esas cosas violentas que se meten en tu cabeza y te generan un trauma.
Está exaltado, me apunta con el índice y el tono de su voz ha cambiado; por un momento, no puedo evitar preguntarme por qué simpatizo tanto con él.
–No –le digo con calma–. No puedo dormir porque tengo un trauma basado en hechos reales que no he podido proces…
–¡Ya sé! ¡Ya sé!
Aparta la mirada de golpe, como he visto hacer a otros hombres cuando se enfrentan a la narración de la violencia, ante las palabras que enuncian este tipo de cosas, porque les parecen insoportables. Porque no consiguen asociar la imagen de violencia con la de mujeres que conocen, que son próximas a ellos. No quiero imaginar siquiera lo que sucedería si les hubiera pasado a ellos.
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–He tratado de narrar desde la perspectiva del agresor. Como me habías recomendado, he leído algunos textos y cuando se cuenta desde la perspectiva de una mujer siempre es como muy de víctima, es lo mismo y no sé…
No son las palabras exactas que usa, pero esa es la idea que enuncia uno de los asistentes a un taller de escritura que dicto. Su problema es que el cuento que quiere escribir incluye una escena de violación y no logra hacerla verosímil.
Y es que narrar la violencia no es un ejercicio fácil. Adecuar el lenguaje (los lenguajes) para conseguir ir más allá de simplemente decir: “violación”, para que el lector o espectador pueda rescatar algo de la profundidad misma del acto, es un reto verdaderamente enorme. Y desgastante.
Dentro de mis ejercicios de escritura, he intentado una gran cantidad de veces narrar una violación. Y siempre me he tropezado con la artificialidad de la escena. Mis sobrevivientes femeninas han estado muy lejos del personaje interpretado por Mónica Belucci en Irreversible (2002), la brutal película de Gaspar Noé, que no omite ni por casualidad las escenas de violencia; la película que registra, en casi nueve insoportables minutos, una horrenda violación.
Los actos violentos son, quizás, aquellos de entre los más difíciles de registrar y, justo por ello, hay una enorme cantidad de intentos (algunos más o menos exitosos que otros). La escena de planificación del secuestro de un niño, que inaugura la novela de Carmen Chaparro, No soy un monstruo (2018), es perturbadora, especialmente porque la persona que planifica está lejos de ser el psicópata cliché de películas y libros, pero muy cerca de ser idéntica a cualquier persona que conocemos.
Por su lado, Arantza Portabales describe de manera genial la escena de un asesinato en Belleza roja (2019), novela más negra que policial, y que recuerda muchísimo a Thomas De Quincey con su libro Del asesinato considerado como una de las bellas artes. Aunque, probablemente, tanto Portabales como Carmen Mola (en La Bestia, novela ganadora del Premio Planeta en 2021) eligen describir el hallazgo de los cuerpos, más que la escena de violencia como tal.
En ese sentido, una de las mejores narradoras de violencia (y violencia sexual en específico) es Mónica Ojeda, quien en Nefando (2016) construye escenas dolorosas y, al comprender que el lenguaje se queda corto para contar ciertos eventos, incluye los dibujos de Cecilia (dibujos casi poéticos), a través de los que narra su “desgarramiento”.
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Soy sobreviviente de una agresión sexual. Mejor dicho, soy sobreviviente de brutalidad sexual. Y hablar de ello ahora, me implica crear una casi rutina de stand up.
–No es chistoso eso –parece repetirme una vocecita, cada vez que hago un chiste sobre ello.
–Dah, yo lo sé. Estaba ahí, ¿recuerdas? O sea, era yo.
No niego, sin embargo, que tengo cero tolerancia cuando son otros los que bromean al respecto. Me pongo violenta, sale mi cabrés y mando a la mierda a la gente.
–Es que reconoces en ellos algo que te molesta de ti –me dijo Rosita cuando le conté que dejé la terapia porque mi psicóloga se rio cuando verbalicé el tema de la violación. “¿Acaso no podía reírse?”, me escribió Joan cuando le conté el mismo suceso.
Es contradictorio contar algo en clave de chiste y esperar que los demás no se rían. Más allá de lo políticamente correcto, es inevitable que haya a quienes les gane el impulso y terminen riendo.
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Sé que al chico le cuesta establecer contactos físicos apropiados. Sé que el sexo es un tema complejo de manejar para él. A veces, lo evade como si fuera lo más extraño del mundo, pero, a veces, de la nada, hace comentarios altamente sexuales, que hasta suenan a propuestas, pero que por ello mismo me transforman en una criatura espantada.
Me hice bolita cuando habló de “cuerpitos”, mientras ordenábamos libros en mi casa. Me hice bolita cuando él notó que me puse roja y que mi cuerpo se contrajo y, lejos de cambiar de tema, empezó a hablar de Foucault y sus perversiones y a hacer movimientos con las manos que recordaban visiblemente a un encuentro sexual.
Si mi cuerpo no fuera el que es ahora, si no se hubiera espantado profundamente con la tensión del momento, al punto de casi salir corriendo, si hubiera sido la antigua Lou, me hubiera deslizado entre sus brazos y hubiera aproximado mi boca a la suya, sin llegar a besarlo, solo para provocarlo, para jugar, para saber hasta dónde era capaz de aguantar…
Pero yo no soy la antigua Lou y a esta nueva Lou le cuesta muchísimo estar íntimamente con hombres, le cuesta incluso tocarlos (sobria). El trauma ataca cada cierto tiempo y desde hace un par de años ha vuelto con particular saña. Vuelvo a ser una mala copia de la Carrie de la película de 1976, llegando a mi casa, mojada, con la herida abierta en el párpado, con la camisa, el pelo y el rostro cubiertos de sangre (mi propia sangre), pidiéndole ayuda a mi tío-padre, y agradeciendo, más tarde, mientras me quito los jeans, que estos son negros porque así han conseguido disimular la sangre que mancha mis muslos y que me quito con agua helada (siempre helada), en el baño, junto a esa otra sustancia pegajosa, cuyo espantoso olor jamás he conseguido olvidar.