Tuétano
La puerta nunca más se abrió. Se cerró bajo diez llaves con un candado más grueso que el roble. Adentro duermen los recuerdos de las vidas pasadas junto al viejo mueble de madera, la repisa con el espejo ovalado, el velador de dos pisos, las camas de hojalatas y las paredes teñidas de un ocre manchado por el tiempo.
Minutos antes, un suspiro voló por el aire. Fue como ver difuminarse al humo del cigarrillo entre los dinteles de las ventanas. Sólo y nada más eso se vio. Habrían pasado noventa y ocho años de doña Alcira Garamendi Sánchez, mi abuela, y aquel cuerpo escuálido se dejó llevar al infinito por el frío sur del invierno. El último aliento.
Desde ese momento los recuerdos se fueron tejiendo como un remolino.
Adentro quedaron las sopas humeantes con tuétanos pegados al hueso de la carne servidos en platos de loza hondos puestos sobre un mantel de hule; al centro, la jarra con jugo de naranja del único árbol que se mecía tembloroso con el viento, como si supiera que pronto le llegaría su final.
Al costado, la cocina celeste que llegó de la banda, Argentina, chispeaba cada vez que se encendían las hornallas cuando tocaba la hora del queque, una masa sencilla inflada con huevos criollos comprados a las chapacas que llegaban -al cacareo de los gallos- al mercado El Molino.
En el patio había una pila donde caía el agua a un lavador de chapa. Al otro lado, se encontraba la mesa donde se despedazaban los alimentos, junto a un gato pardo que, ante el menor descuido, saltaba con el bocado al tejado de la familia Sustach. Al costado, el viejo árbol de naranja, que cada vez daba frutos más pequeños y con sabores más agrios. Y un poco más allá, una puerta a medio caer trancada con un palo. Al fondo, un morro de piedra que convocaba a jugar a las guerritas.
La casa cada vez se hacía más estrecha. Es que se fue vendiendo a pedazos. Solo habitaban las mujeres que hacían lo imposible para que no falte el pan en la mesa. Los hombres abandonaron el nido luego de procrear.
La fachada era igual que la mayoría de las casas vecinas del barrio: techos de teja roja, paredes de adobe y puertas delgadas que, gracias a un zaguán, te llevaban a un patio. La mayoría de esas viviendas contaban con tienditas donde se vendían galletas Bagley, pan de San Lorenzo y soda Sama.
La literatura indica que la ciudad de Tarija, pasados los años 50 del siglo anterior, era una ciudad apacible, donde moraban aproximadamente 20 mil almas en cuatro barrios, uno de ellos El Molino.
Los mayores cuentan que fue el primer barrio de la era colonial. Uno de los cronistas relata que las casas contaban con huertas y árboles frutales que cercaban la plaza Uriondo, otras se situaban al pie de la Loma San Juan y alguna que otras tendidas hacia la campiña del río Guadalquivir.
Cada 7 de octubre se recuerda a la virgen del Rosario. Durante el prólogo de celebración, los vecinos adornaban las calles de pared a pared colgando un hilo donde envolvían las flores de la época, mientras preparaban la mesita para recibir a la santa y balbucear unas plegarias.
Afuera quedaron las señoras luego de una distendida charla, que a la hora de la oración levantaban de sus aceras las sillas y el poro en mate. A la vez, se escuchaban los gritos llamando a los changuitos a dormir. Después venía el silencio atónito frente a un televisor en blanco y negro que emitía la novela sucesso, “O Bem-Amado”.
Afuera quedaron las radios a transistores: “ahí donde el sol se muere nace el barrio más florido, entre las ceibas y las flores el lindo barrio del Molino…”, se escuchaba entre los cerrojos de las puertas la cueca a El Molino de Elias Dipp.
Afuera quedaron tantos recuerdos. Tantas vidas.
Pasaron veintisiete años desde la última vez que vi esa casa en El Molino. La puerta se derrumbó sola. Adentro sólo quedan restos de humedad. Afuera el sabor melancólico del tiempo.