La Sara de Quime

“Pueblo chico, infierno grande”, reza el refrán, enunciando una de las máximas más conocidas de la sabiduría popular. Y si hablamos de pequeños infiernos (con apariencia de cielos), el Quime narrado por Leaño Martinet es, sin duda, el más claro de los ejemplos.
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A Sara Peredo le comenzaron a salir varios granitos en el rostro y las manos; era una cosa inexplicable, pues ya había pasado la pubertad hacía más de quince años. Los doctores y dermatólogos decían una y otra cosa; proponían cremas y tratamientos que no removían para nada los granos, sino, más bien, sus escasos ahorros.

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Muy pasada la pubertada, a Sara le comenzaron a salir granitos extraños. / Ilustrración de Guizada Durán.

A ratos, ella se decía a sí misma “son solamente granos, ya estoy casada, para qué me quiero ver linda”; otras veces se miraba al espejo y sus palabras no eran más que lágrimas desconsoladas. Su marido, Héctor, trataba de calmarla diciéndole que seguramente era una cosa pasajera, que no se preocupara por lo superficial, pues a sus ojos ella seguía viéndose tan hermosa como el día en que se conocieron por primera vez.

Claro, Héctor decía eso por fuera, mientras que, por dentro, tenía la impresión de que aquellos granos se hacían cada vez más evidentes y seguramente fueron la razón por la que comenzó a desviarse románticamente de su matrimonio.

Pese a las palabras de aliento, Sara no quería saber nada de nada; incluso a Héctor le costó mucho tiempo convencerla de ir a celebrar la fiesta patronal de Quime, el pueblo natal de ambos. El anzuelo que al final la convenció fue que podría obtener un milagro del Tata Santiago, el patrón del pueblo. Además, si eso no funcionaba, seguramente la famosa curandera del pueblo, doña Gladys, podría dar con la cura que los médicos nunca lograron.

En todo ese viaje, la única vez que Sara salió de su casa fue cuando, en el segundo día de fiesta, realizó la caminata hacia la pequeña choza donde vivía doña Gladys. Estaba ubicada al sur, camino a Oruro, ahí donde se perdían las casas y se daba más espacio al campo; no era muy difícil encontrarla, pues la intensidad de los olores de inciensos, hierbas y pociones guiaban a los caminantes.

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A sara le daba vergüenza cómo se veía, no salía de casa. / Ilustrración de Guizada Durán.

Habrán sido las ocho de la mañana cuando Gladys vio llegar a Sara y se puso algo nerviosa, sobre todo, cuando ella comenzó a destaparse el rostro repleto de granos, algunos ya convertidos en manchas. No pudo hacer nada más que llorar y abrazarla. “Tenía la esperanza de que no llegaras a esto”, le dijo a la atónita Sara. “No te voy a dar vueltas, lo que pasa es que tu marido es tu hermano. El borracho de tu padre, que en paz descanse, conseguía que estas fiestas patronales hicieran quedar bien a Sodoma y Gomorra. Tiene hijos repartidos en cada esquina de este lugar y seguro ahora mismo, incluso de muerto, sigue procreando como loco”.

La curandera preparó un mate con especias y ensayó algunas recomendaciones. Le dijo que podían hacer una ofrenda o preparar algún conjuro para al menos quitar los granos. Sara se quedó muda, no tenía palabras y no las tuvo hasta varios días después, cuando el silencio se tradujo en gritos de desesperación contra su padre, su madre, contra el pueblo, la curandera y todo lo que se le topaba enfrente. Ahora bien, antes de enloquecer completamente y ser internada en el manicomio, tuvo tiempo en la cordura para hacer todos los trámites legales que el problema acarreaba.

“Jamás he visto a dos personas llorar tanto por amor en un divorcio”, le dijo la abogada a su esposo Rolando, el médico del pueblo, quien me acaba de relatar toda la historia diciendo: “Macondo se queda, pues, chiquito al lado de Quime, la huevada es que aquí no hay nadie que escriba”. 

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