Lagunillas
Me considero más k’olla que la papa, el chuño y los aguayos. Para mí, la vida ha girado en torno a mi ciudad color ocre y de claroscuros. Me gusta cansarme con las subidas innecesarias, sentir cuando el sol y la lluvia son actos simultáneos, la desaparición de las nubes y el reflejo del sol sobre la tierra seca. Aquí nací, aquí vivo. Sin embargo, muchos se van a preguntar si soy de aquí.
Para iniciar trámites legales, algunos países y ciudades van a tomar en cuenta el lugar exacto de nacimiento, otros, la cantidad de años que uno/a viva en cierto lugar, finalmente, están aquellos lugares que van a registrar el origen del padre y de la madre para determinar la identidad de la descendencia.
La cuestión más importante es que yo nací en La Paz por mera casualidad, me parece. Mi madre es cruceña y mi padre es ecuatoriano, una historia para contar en otro espacio. Pero, para mí, siempre ha sido muy difícil adoptar el lado cruceño de mi mamá. Quito es una ciudad andina, montañosa, tan similar a La Paz que son pareja perfecta. Pero mi mamá siempre mantuvo ese espacio cruceño presente entre las montañas.
La Paz, 1995. Yo, una niña tan acostumbrada a ese lenguaje arrastrado paceño y a ciertas expresiones, a veces no la entendía a mi mamá. En sus palabras, mandaba las eses a una isla lingüística perdida donde nunca más volverían. Yo, en una etapa purista del lenguaje que después fui eliminando de mi sistema, le decía que no, que tiene que pronunciar la ese, que qué es eso de “puej”, que no se entiende. Claro, para mí que había vivido encerrada entre montañas toda mi vida, las palabras tenían un principio y un final, un “puej” era, pues, no dejarle a la palabra terminar de cerrarse. Mi madre se reía de mi fiscalización del lenguaje, como si supiera que alguna vez las palabras serían algún día mi sustento, lo que me da de comer, y que algún día tendría que, simplemente, dejar a las palabras ser.
Ella es de Lagunillas, un pueblito muy pequeño, casi chuquisaqueño, casi camireño, con tintes de chaqueño. Un pueblo de 1600 habitantes, donde tranquilamente 1200 pueden ser mis parientes. Un lugar cuya biblioteca tiene el nombre de mi abuelo y la gente todavía se acuerda de mi abuela. Espacios pequeños, donde todos se enteran de la vida de todos, un lugar hermoso por su sencillez, por la tranquilidad.
La Paz, 1997. Regresé de un viaje por las Misiones con una hinchazón en el dedo pequeño del pie. Un parásito que no me dejaba ponerme mis zapatitos para el frío y me daba más excusas para ser más alharaca que de costumbre. “Es nigua”, me decía mi mamá y yo no terminaba de entender. Ella y mi tío se reían de mi incredulidad de que un insecto había dejado a su familia dentro de mi cuerpo para que tengan una camita caliente. Se burlaban aún más cuando yo rezaba para que no sea cierto, para que mi dedito no sea hogar de ácaros con alas, para que no tengan que clavarme una aguja o una espina de cactus y remover todo. Tal como hicieron.
Ella me contaba que en su niñez había que buscar diversas maneras de cómo entretenerse, así como lo hacen todos los padres. Estamos hablando de la década de 1950 y los inicios de 1960, y Lagunillas era demasiado pequeño, con suerte tenían las historietas de El enmascarado de Plata, una radio tipo El día en que murió el silencio y un pequeño espacio donde solo pasaban las joyas del cine de oro mexicano y cada quien debía llevar su propia silla. Entonces, la cacería de insectos era un juego que mantenía el cuerpo y la mente activa. Usar luciérnagas como linternas y escarabajos como mascotas están entre las anécdotas más contadas por mi mamá.
Claro que grité con la apuñalada de aguja en el dedo del pie, efectivamente dolía. Mientras yo juraba no ir nunca más a Santa Cruz por los bichos, mi madre me comentaba que ella se sacaba solita las niguas. Me imagino que lo hacía para construirme ese carácter más fuerte e independiente, como Lagunillas hizo eso por ella. No obstante, le estaba diciendo eso a la niña que creció casi toda su vida en ciudades altas donde no vive nada. Las ciudades donde hay tantas adversidades que sobrellevar y uno se curte, pero la naturaleza no es parte de nuestro proceso de aprendizaje.
La Paz, 2018. Casi todos mis tíos se han ido a vivir a Santa Cruz, menos mi tío Jubel, el que se sacaba las niguas con espinas de cactus, el rebelde que decidió irse a Tarija, ciudad que amó con toda su alma, ciudad donde descansa su cuerpo, otra historia para contar en otro espacio. Las tías pasan sus tardes abanicándose y jugando loba. Los primos, a cuentagotas, han ido apareciendo en Santa Cruz. Resulta hoy que la familia entera está viviendo allá. Yo les extraño desde mis adoquines fríos.
Me empiezo a dar cuenta que, si bien yo estoy asentada en La Paz y mi trabajo está aquí, la familia es Santa Cruz. Mi madre hace varios años que no ha vuelto a Lagunillas, pero es porque Lagunillas ha migrado a la capital cruceña. Todos se movieron, se repartieron por lados. Pero la biblioteca se mantuvo, la casita donde creció sigue en pie. Dudo que el cine haga sobrevivido las epidemias sociales y de salud que barrieron con tantas cosas de este país.
La Paz, 2023. Mi mamá está viviendo en Quito, pero nunca rechaza la oportunidad de venir a visitarnos en La Paz. En estas visitas largas, en algún momento me doy cuenta que se escapó a Santa Cruz a estar con la familia. Hago hora durante un par de días hasta que vuelva. Regresa una tarde con dos cajas de humintas, cuñapés y pan de arroz. Todo se consigue aquí, pero no es lo mismo comprar masitas cambas al paso, que el cariño de mi mamá que viaja por avión. Tienen que ser amasadas, cocidas y envueltas allá. Lo importante es el café con cuñapé, porque con mi mamá vamos a charlar largo y tendido. La conversación se alarga según la cantidad de humintas y el empalago de los manjares del mercado. Mientras más panes de arroz me embuto en mi panza inundada de gula, más conozco a mi mamá y más nos amamos durante el parloteo.
Soy más k’olla que el chuño y para mí Santa Cruz son los detalles pequeños, cositas, pero que significan el mundo, familia.