Ella se rió dentro de mi boca

En su estreno como escritora en 88 Grados, Carla Unna Jatha nos cuenta cómo fue su primer beso, una experiencia inolvidable de tardes de ballet, dizque amigas burlonas y todas las pequeñas cosas que le podían pasar a una adolescente el año 2004.
Editado por : Adrián Nieve

Me resulta más fácil recordar la primera vez que fumé marihuana, que recordar mi primer beso. Mi memoria fragmentada, efecto de diversos acontecimientos, me genera cierta desconfianza con respecto a la veracidad de mi pasado, pero para no claudicar en este intento de revivir aquel hecho, recurro a mi corazón.

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“En esa época, gracias supongo yo a la divina providencia, mi vida no acababa en el colegio, ya que por las tardes asistía a la Escuela de ballet oficial de Bolivia, en aquella vieja casona en la calle Indaburo. El ballet se convertiría en mi segundo hogar, uno tan tóxico como otros”. / Foto: La Razón

Entonces me tumbo en mi cama, cierro los ojos y aguanto la respiración hasta que siento que me asfixio. Cuando empiezo a marearme, sin angustiarme, intento escuchar los desesperados latidos de un corazón que a gritos pide una bocanada de prana, cuando creo no poder resistir más, el hálito divino de la vida llena de energía mi cuerpo y, en ese preciso momento, siento en mis labios el retorcijón de aquella sensación, el calor de la respiración de aquel primer beso.

El 2004 atravesó mi vida como una estrella fugaz en un cielo ignorado. Fue el año en que mi prima perdió a su madre en un atentado automovilístico, producto de su tan peligrosa profesión, y, por primera vez, reconocí la fugacidad de la vida. Mientras mi prima lloraba a su madre, en la televisión los noticieros buscaban a un italiano de apellido Diodato y yo escribía en mi diario todos los sentimientos encontrados de una adolescente de 14 años que se dio cuenta de la subjetividad de sus problemas.

Todavía no me crecía el busto y mi delgada constitución de bailarina de ballet me atormentaba. Sufría a mi cuerpo como un músico sufre a su instrumento y, para completar el panorama, mis compañeras de colegio se convirtieron en una especie de árbitros en un juego llamado: “la perdida de la inocencia”.

Sometida a la presión, me vi envuelta en la búsqueda de mi primer beso. En esa época, gracias supongo yo a la divina providencia, mi vida no acababa en el colegio, ya que por las tardes asistía a la Escuela de ballet oficial de Bolivia, en aquella vieja casona en la calle Indaburo. El ballet se convertiría en mi segundo hogar, uno tan tóxico como otros. Es curioso recordar que mi madre pensó que la danza clásica formaría mi cuerpo y forjaría mi personalidad pues, efectivamente, lo hizo.

Mi corazón aún recuerda aquella tarde. Como siempre, llegaba a deshora por la larga distancia entre Obrajes y el casco viejo de la ciudad. Al entrar corriendo por los pasillos del segundo piso, hice sonar todas las viejas maderas del suelo, hasta que llegué a la puerta del camerino y la abrí velozmente. Dentro vi que estaba ella, sentada en las bancas blancas de la esquina: mi amiga Sasha.

Sasha era hija de una inmigrante rusa que, al igual que yo, llegaba tarde; que, al igual que yo, tenía 14 años; que, al igual que yo, no tenía el busto desarrollado y que, al igual que yo, era de delgada constitución. Pero ella tenía como cabellos los rayos del sol y como ojos dos jades, cualidades que le daban seguridad. En algún punto sentí vergüenza por la envidia que me daba su belleza y por su firme autoestima, como si el mar envidiara al cielo. 

Aquella tarde ambas perdimos nuestra clase, pues el profesor no nos dejó entrar al salón y nuestras súplicas no bastaron. Perdida nuestra esperanza, volvimos al camerino mientras escuchábamos el piano que acompañaba los ejercicios de barra. Para sobrellevar el aburrimiento comenzamos a jugar a quien pesaba más, este juego consistía en acostarse sobre el cuerpo de la otra y ver hasta qué punto podía levantarse, luego pasamos a conversar, hablamos de cosas, como los besos, los chicos, el ballet y la muerte.

Pasada una hora las risas cesaron, estábamos sentadas una a lado de la otra sin nada más que decir. Nos miramos esperando en silencio a que alguna proponga lo que ya habíamos leído en la mente de la otra. Ella dio el primer paso y yo la seguí.

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Cuando menos lo esperas, llega el beso. Y si es la primera vez, más que un beso, es alguien riendo dentro de tu boca. / Ilustración: Maisa Rabelo

Torpemente mis dientes chocaron con sus braquets y, sin saber qué hacer, con los ojos, ambas preferimos seguir el camino de nuestras manos. Manos que experimentaban el calor de otro cuerpo, fijas en las cinturas, no se les ocurría hacer algo más. Entonces la atención se concentró en la lengua. ¿Qué hacer con ella?, ¿cómo moverla?, ¿dónde ponerla? La lengua es un órgano muscular constituido por 17 músculos y una avanzada serie de receptores inútiles al momento en el que tu saliva se desborda de tu boca a la boca del otro y no te queda más que morir de vergüenza en tu interior.

Ella se rió dentro de mi boca. Nos separamos y me dijo que soy una babosa, lo cual hizo volar mi, todavía infantil, imaginación y, de pronto, me vi como una babosa haciendo ballet. Se lo dije y reímos hasta que vino el profesor a callarnos.

Nunca nos volvimos a besar, pero siempre hacíamos travesuras como pegar bolitas de papel higiénico en el techo, dormir abrazadas bajo el piano de cola en el salón de ensayo principal, quemar resina en las estufas y aprender a usar un extintor de llamas.

No soy buena para identificar los sentimientos, pero aquel beso fue uno más de nuestros juegos. La curiosidad y la complicidad nos acogieron bajo su influjo, nuestro primer beso no encaja en la idea romántica de Hemingway: no fue una historia de amor y tampoco cambió nuestra relación. La amistad perduró hasta el día que Sasha volvió a Rusia con sus hermanas y su madre.

De vuelta en el colegio, lo conté todo y, como solían hacer en los recreos aquel jurado constituido por las más avanzadas de las amigas, —chicas que hablaban de bases y de toqueteos por debajo de los ombligos—, se rieron a expensas de mí, clamando al unísono: “¡Besaste a una chica!” Les dije de manera impasible que sí y les pregunté si ellas habían besado a una chica también a lo cual, con un aire de confusión, respondieron que “no”.

Nunca más me preguntaron cosas de ese estilo y me volví presa de sus bromas de mal gusto, las cuales no vale la pena mencionar. Fue así que desarrollé una especie de distancia con las chicas, cual perro que se aleja del palo que lo golpea y pronto encontré refugio en el sexo opuesto. Los chicos me ofrecían una amistad sincera, aún si desdichadamente varios amigos se enamoraron de mí. Debido a esto, también desarrollé lo que llamo una frontera a la amistad, pero eso es tema de otro escrito.

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