Guardado en la memoria

Difícilmente olvidaremos la primera vez de las cosas. Nuestra memoria, como un terreno lleno de surcos, queda marcada por la fuerza de las sensaciones que motiva la experiencia. Este breve texto, de Liliana Pozo, nos invita a recordar aquel primer beso…
Editado por : Alicia Mariscal Monge

Era una mañana del mes de noviembre de 1982, y en mi clase de Labores todas bordábamos nuestros manteles con mucho afán, pues se acercaba el día de la exposición. Blancas, rosadas, beige, rojas y amarillas eran las telas que lucíamos, pretendiendo demostrar que la de una era mejor que de la otra. Tenía 13 años en ese entonces y en mi mente no rondaban aún pensamientos románticos de ningún tipo; sin embargo, sin darme cuenta, la vida comenzaba a prepararme sorpresas. 

Aquella mañana, ante un llamado de la Dirección, mi  profesora tuvo que salir a una reunión, por lo que nos quedamos en el aula solamente las alumnas. Los chicos estaban en su clase de artes y otros en su entrenamiento deportivo. En un abrir y cerrar de ojos se hizo la hora y sonó el timbre del recreo. No recuerdo el motivo, pero nos dijeron que debíamos irnos, pues se habían suspendido las clases. Entonces, cuando me disponía a irme, llegó Jorge, con quien nos pusimos a conversar y, porqué no decirlo, a coquetear con tiernas miradas. Él era mi compañero de clase, un muchacho deportista y carismático, con quien me gustaba mucho platicar por teléfono, especialmente en las tardes, mientras pasaban por la televisión el programa América esta es tu canción. Entre una y otra sonrisa pasó el tiempo y, cuando me dí cuenta, ya no quedaba nadie en el patio principal donde nos encontrábamos; fue entonces que me sorprendió con un beso. 

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“Hubo otros besos, sí, pero ya no tuvieron esa fragilidad…, esa ternura”. / Pixabay

Nunca antes nadie me había besado; es decir, sí lo hicieron mis padres, mis abuelos, mis hermanos, las tías, alguna que otra amiga al darme el abrazo de cumpleaños, pero nadie de esa forma. Ahora, después de mucho tiempo, aún no puedo definir exactamente cuál fue la sensación o el sentimiento. Lo recuerdo con una inocencia profunda pues no fue un beso malicioso sino, por el contrario, fue un beso tierno e irrepetible, tan rápido como el frío que sentí correr desde las plantas de los pies a la cabeza; no obstante, tan placentero, que irradiaba una especie de euforia por entonces desconocida, mientras asumimos que ya era tarde y que debíamos salir del colegio e ir a nuestras casas, porque  se acercaba el mediodía.

Llegué a casa atónita, viendo sombras y fantasmas por todas partes, pensando ―no sé porque razón, motivo o circunstancia― que mi papá ya lo sabía y que me iba a matar, que mis hermanos en cualquier momento me delatarían. No sé si era más la vergüenza o el temor, ya que mi padre era bastante estricto y esa noticia no hubiera sido muy de su agrado.

A lo largo de los años, siempre he recordado ese sentimiento. Hubo otros besos, sí, pero ya no tuvieron esa fragilidad, esa ternura; y aún cuando con los años llegó a mi vida un gran amor, la emoción implícita de la inocencia se quedó allá, en el recuerdo de esos años maravillosos, en los que tener chico significaba una tímida agarrada de manos, llamadas telefónicas controladas, salidas a la matiné, un helado o llenar un Slam, aunque eso, entre otras cosas, fue después, porque a los 13 años todavía estaba preocupada por terminar el bordado de mi mantel.

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