Ineludible
Estábamos en sexto de primaria, teníamos doce años, y nos encontrábamos en la “mano negra” para nuestro matrimonio. La “mano negra” era donde se encontraban los laboratorios de química y física del colegio. Se le llamaba así porque era sumamente oscuro y estaba prohibido jugar allí durante el recreo, lo cual lo convertía en el destino tétrico favorito de muchos para jugar a las escondidas o llevar a cabo otro tipo de rituales. Ella estaba en el paralelo B y era muy popular; de hecho, muchos la consideraban la chica más bonita y, decían por ahí, tenía muy altas calificaciones. Brevemente, la describiría como pequeña de estatura, tez blanca, cabello rubio, nariz respingada, pero lo que a mí más me llamaba la atención era su corte de Dora la exploradora.

Yo estaba en el paralelo A, no era nada popular, me consideraba a mí mismo alguien promedio, es decir, ni muy simpático ni muy feo, y por suerte también tenía altas calificaciones. Me describiría a esa edad como un chico alto, flaco, casi enclenque, usaba lentes, tenía el pelo negro y recortado, y también era blancón. Como dije, alguien promedio. Lo curioso es que, por algún extraño motivo, yo le gustaba a ella. Qué digo gustar, ¡le fascinaba!
Les contaba a todos que yo le gustaba, que era el hombre de sus sueños y, para burla de todos y desgracia mía, me llamaba “cabeza de nabo”, en referencia al parecido de mi peinado con el de Seymour Skinner de Los Simpsons. Todos conocían la historia y todos me molestaban con ella. Y con todos no me refiero únicamente a los compañeros del sexto A y B, ¡sino a todos los demás niños de la góndola!
Dos días antes de nuestro matrimonio, ella me esperaba en la puerta de mi góndola. Yo la vi, intenté ignorarla y subir lo más rápido posible. Los chicos de mi propia góndola me lo impidieron, me sujetaron de los brazos y de mi mochila poniéndome frente a ella, erguida con los puños cerrados me miró fijamente y preguntó: “¿quieres ser mi chico?”. Mi conflicto no es que ella fuera fea, ni que le tuviera miedo al noviazgo. Mi conflicto es que yo odiaba ese colegio y que quería irme de él. Les insistía a mis padres con cambiarme. De hecho, les amenacé con reprobar todos los exámenes a propósito, si no me cambiaban. Después de años de pelea, mis padres accedieron y ese año, ese sexto de primaria, iba a ser mi último año en el A.
Contra todos mis planes me había atado al colegio. Había accedido a ser su novio en frente de toda mi góndola, tras lo cual ella se fue a la suya. Por fin me soltaron y subí a buscar mi asiento bajo la atenta mirada de todos. Al poco rato partió la góndola de ella, quien estaba en la ventana y sacó la mano para despedirse de mí, su flamante novio. En seguida todos comenzaron a silbarme y a decirme: “por lo menos mándale un besito”.

Dos días después nos encontrábamos en la “mano negra”, listos para darnos el sí. Mi mejor amigo oficiaba de sacerdote con su Biblia y mi segundo mejor amigo era mi testigo. No tenía más amigos en un día tan importante. Del lado de ella, parecía completar un total de quince damas. Como nuestro ritual en la “mano negra” era clandestino, teníamos que ser expeditos. Unas palabras de mi mejor amigo, colocar la mano sobre la Biblia, prometerse el uno al otro amor eterno y ¡salir corriendo antes de que nos agarraran los profesores!
Nos llevaron al baño del portero, el cual quedaba debajo de los talleres de carpintería y manualidades. Otro lugar oscuro y silencioso para nuestra luna de miel exprés. Me preguntó: “¿qué cuentas?” Yo respondí: “Nada”. No quería hablar sobre que la próxima semana daría mi examen de ingreso y que mi madre estaba preocupada por conseguir cuanto antes el nuevo uniforme, de mi nuevo colegio…
Se acercó y me besó. Yo agarré su mano. Estuvimos unos minutos en silencio. Ella se apoyaba en mi cuerpo. Luego tocó el timbre y nos fuimos a nuestras aulas. Unas semanas después terminé con ella. Daba por hecho mi cambio de colegio y quería dar vuelta la página a esa etapa de mi vida. O, tal vez, simplemente era un tonto. No volví a ese colegio. No la volvería a ver en años.